Hay pocos conflictos más tristes, largos, complicados y terribles que el que enfrenta a Israel y Palestina. Mario Vargas Llosa ha hablado de la "tragedia perfecta", al colisionar dos intereses con los que podemos identificarnos, el deseo de poseer por fin una tierra, la injusticia de los desplazamientos y la ocupación judía. En ese espíritu de ecuanimidad, excesiva y carente de matices, se inscribe Una botella en el mar de Gaza, producción francesa dirigida por Thierry Binisti que pretende insuflar un poco de buen rollo y actitud salomónica a un conflicto larvado por mil odios y prejuicios. Todo ello, partiendo de un clásico, la historia de amor (¿imposible?) entre un palestino apolíneo encerrado en la franja y una pizpireta judía de Jerusalén.



En una de las escenas más inspiradas de la muy inspirada Brüno, de Sacha Baron Coen, el actor, disfrazado de periodista de moda ultra afeminado reúne a dos líderes de ambas facciones y les propone que canten juntos "We Are the World" o algo similar para hacer las paces. Es como ese personaje de Dientes blancos, de Zadie Smith, para el que los problemas del mundo se resolverían si "los unos vivieran con los otros sin molestarse todos juntos con respeto" o algo parecido. Una botella en el mar de Gaza acaba siendo una película muy floja por ingenua. Nadie duda que hay buenas personas en ambos lados de la frontera, pero la cruda realidad es que hay unos que están mucho peor que los otros. El montaje, decía Godard, es una cuestión moral, y la película naufraga donde naufragaba La pelota vasca de Julio Medem, no se puede poner del mismo lado a los verdugos y a las víctimas.



El cine israelí, uno de los más vibrantes y también "a la moda" del mundo ya ha hecho intentos similares por insuflar "buen rollo" al conflicto con mejores resultados. La espléndida La banda nos visita de Eran Kolirin, trata de forma surrealista, con una clara influencia de Jacques Tati, cuando un grupo de árabes tienen que pasar la noche en una aldea del Israel más provinciano. Ha habido, incluso, perspectivas feroces de directores judíos con su propio país. Vals con Bashir, de Ari Folam, nos descubre los problemas de conciencia, las infinitas secuelas en la moral de un hombre de haber vivido una guerra y haber presenciado, cuando no cometido, barbaridades. La matanza de Sabra y Chatila pesándole en la conciencia. Un filme en el que realmente vemos la crudeza del conflicto, el verdadero, y desequilibrado, drama que viven ambas partes y nos identificamos con unos y otros.



Pendiente de llegar a los cines (se retrasó el estreno en junio sine die) queda Líbano, un filme con paralelismos con el de Folman por sus tintes autobiográficos y su examen de conciencia sobre las acciones del ejército judío. Ganadora del León de Oro en Venecia, parte de la audacia de estar enteramente rodada en un tanque que se dispone a librar la guerra del Líbano de 1982. Es un filme opresivo y terrible en el que los verdugos se convierten en víctimas de su propia inocencia y moral, hombres que nunca imaginaron ser ni para lo que fueron en realidad educados. Películas como la fantástica Los limoneros, de Eran Rikliss, han sabido contarnos el sinsentido de una ocupación que divide y crea estructuras kafkianas.



Apta para escolares poco iniciados en el conflicto de Oriente Medio, Una botella en el mar de Gaza no funciona ni como romance adolescente ni como película de denuncia política. Da la impresión de que el director conoce poco la realidad que retrata y como ha sucedido con otras películas, en este caso, las buenas intenciones tampoco bastan. El mundo no se arregla cantando "We Are The World". Es una pena, pero es lo que hay.