Las circunstancias obligan a comenzar esta crónica sobre el Festival de Cine de Gijón, que este año celebra su 50 aniversario, con una "justificación" sobre por qué he ido al Festival. La "justificación" viene al caso porque son muchos los periodistas habituales del certamen que han preferido no ir como forma de boicot al nuevo director, Nacho Carballo para protestar por la fulminante destitución de José Luis Cienfuegos hace unos meses. Por una parte, ya dije en su momento que las formas en que se realizó el cambio fueron groseras y estuvieron lejos de lo que se exige a una sociedad democrática. Por la otra, el propio Carballo debería haber sido más prudente con algunas de sus declaraciones. Cienfuegos tenía derecho a dirigir la 50 edición, como se le prometió, y aunque sea razonable que después de 16 años al frente del certamen se le quiera sustituir no lo es hacerlo de la forma deshonrosa en que se hizo.



Dicho esto, hay algo inquietante en ese boicot. Hay algo que produce rechazo cuando la gente actúa como masa, o turba, y se dignifica a sí misma mediante la destrucción de alguien. Es algo que he visto demasiadas veces en mi vida y que nunca me ha gustado. Esa especie de competición por ver quién es más "cienfueguista" y de esta manera se coloca de forma más clara y mejor en el lado de los "buenos" responde a un mecanismo de aniquilación que sigue la misma lógica que las cazas de brujas y que sencillamente me revuelve el estómago. Por otra parte, el Festival, lo dije en su momento, no pertenece ni a Cienfuegos, que hizo un gran trabajo, nadie lo duda, ni a los críticos de cine sino a los ciudadanos de Gijón. Ellos son los únicos y verdaderos "dueños" del Festival y los que le otorgan sentido. Boicotearlo me parece fastidiar a los gijoneses un evento por el que sienten un ancestral afecto. Sencillamente, no le veo el sentido a cargarse "de entrada" el festival.



Dicho esto, la programación de Gijón de este año, o al menos de los tres días que he pasado en Asturias, ha demostrado un nivel considerable, superior, por ejemplo, y ya sé que las comparaciones son odiosas, al que hubo en la última Seminci. Abrió fuego la nueva película del rumano Cristian Mungiu tras su Palma de Oro por 4 meses, 3 semanas, 2 días. Beyond The Hills, así se llama el filme, no alcanza las latitudes de aquel extraordinario título pero sí llega lejos, muy lejos. Basada en una espeluznante historia real, cuenta lo que sucede cuando dos amigas que han crecido como hermanas en un orfanato se reúnen en el monasterio en el que está enclaustrada una de ellas. La presencia de esa joven extraña a ese mundo de superstición y complejas reglas alterará el orden de la institución produciendo una dinámica de destrucción inhumana. Es una película demasiada larga, casi dos horas y media, muy muy bien rodada que reflexiona sobre asuntos como la tendencia de los grupos humanos a legitimarse mediante la destrucción del contrario. No voy a explayarme más en este punto que ya está dicho. Desde luego, como podrán comprobar los espectadores, lo de Beyond the Hills es bastante peor.



Shadow Dancer es una joya del director James Marsh, conocido por aquel excelente documental Man On Wire. Ambientada en Irlanda del Norte durante los años 90, una época en la que los viejos rencores y los asesinatos se solapaban con los nuevos aires de paz que recorrían la región, está protagonizada por Clive Owen en la piel de un espía británico que recluta como topo a una joven madre (Andrea Riseborough) marcada por su pertenencia a una familia de destacados miembros del IRA. Es una muy buena película, un thriller sobrio e inteligente que profundiza en nociones como la lealtad política y la lealtad familiar o la propia supervivencia. Es mejor que aquella El topo que tuvo cierto éxito en nuestro país y en tiempos como los actuales en España en los que asistimos a la desaparición de ETA cobra especial significado. Debería llegar a nuestras pantallas.



Más floja es la danesa Teddy Bear, de Madds Matthiesen, aunque no le faltan algunas virtudes. Cuenta la historia de un hombre de 38 años que se dedica al culturismo y que continúa viviendo con una madre posesiva, chantajista e insoportable que lo tiene dominado. Harto de sus fracasos amorosos, viaja hasta Tailandia para conocer a una mujer que le quiera. La película es conmovedora y uno simpatiza con ese "osito de peluche" con muchos músculos y mucho corazón. Te identificas con su soledad y con su tristeza por su dificultad para encontrar a su media naranja. Sin embargo, acaba siendo demasiado precaria y esquemática. El romance con la tailandesa es demasiado precipitado y está demasiado forzado y la debilidad del protagonista frente a su madre a veces resulta poco creíble. No es, ni mucho menos, una mala película y tiene corazón.



Capítulo aparte merece la película israelí Epilogue dirigida por Amir Manor. El filme narra los últimos días de una pareja de ancianos pioneros de ese Estado sionista de los kibutz muy influido por las ideas de izquierdas de la mayoría de judíos de la época. Cuenta el desencanto de esos ancianos que creyeron en un país basado en la solidaridad y el patriotismo y su conversión en el reino del capitalismo salvaje y la falta de compasión. Es una película correcta y un tanto sensiblera que busca la empatía inmediata del espectador utilizando de forma un tanto artera la compasión automática que nos producen los ancianos. A la puerta del Jovellanos un grupo de manifestantes exigía que se censurara la película por el simple hecho de ser israelí. En pleno conflicto en Gaza es comprensible que los ánimos estén exacerbados, pero criminalizar a todos los ciudadanos de ese país y romper los lazos culturales es el camino para la división y la ignorancia.



Gimme the Loot, de Adam Leon, se proyectó avalada por su triunfo en el festival South By Southwest de Austin. Un crítico se pregunta en un periódico ¿qué es eso? y es probablemente el festival indie más importante del mundo y ha sido el epicentro de un movimiento tan importante como el mumblecore, claro precedente de la explosión de cine low cost en nuestro país. La película, precaria de medios, se titula como una popular canción del sensacional Notorious B.I.G. para contarnos la historia de dos jóvenes negros del Bronx inmersos en una guerra de grafitis. Haciendo santo y seña de una estética cien por cien hip hopera, la película tiene ritmo, tiene gracia y aunque se le vean algunas costuras convence por su energía y su fuerza. A ver si se distribuye en España.