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Rememoremos. Al fin y al cabo, esto es Stranger Things, así que de eso se trata. Para los que estudiamos en la Universitat de València, el análisis formal resulta insoslayable. Que las asignaturas relacionadas con el cine estuvieran organizadas desde el departamento de Teoría de los Lenguajes explica, en parte, esta inclinación. Las figuras de profesores como Vicente Sánchez Biosca, Juan Miguel Company o Jenaro Talens, sirven para reforzar esa corriente analítica. Para aquellos cuyos prejuicios asocien a estos profesionales de la academia con una didáctica periclitada, baste con decir que lo mismo nos hacían lidiar con Michael Snow que con Roman Polanski, que podían invitarnos a reflexionar sobre La venganza de Don Mendo en la versión de Fernando Fernán Gómez o a discutir sobre el último David Lynch (el de Mulholland Drive, por aquel entonces) o que recibían sin la displicencia que algunos les presuponen en función de su posición y de su trayectoria, trabajos sobre Takeshi Kitano o las dos primeras partes de Torrente.
Valga esta breve introducción para traer a colación la figura de Jenaro Talens -un catedrático schrodingeriano que nunca se sabía si estaba en Valencia, en Suiza o en Minnesota o en los tres sitios a la vez- autor, entre otras muchas obras, de El ojo tachado (1986), volumen en el que se dedicaba un apunte no poco significativo a la primera parte de la, aun por entonces, bilogía protagonizada por Henry Jones Jr. Sintetizando: En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981) se iniciaba con el logo de la Paramount Pictures convirtiéndose en una montaña en mitad de la selva en la que el profesor y arqueólogo interpretado por Harrison Ford viviría la primera de sus, hasta el momento, cuatro aventuras. Mediante ese gesto simbólico, Spielberg conectaba su película con la tradición aventurera que representaba la major que, durante la época dorada de Hollywood, produjo títulos como Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935) o Beau Geste (William A. Wellman, 1939). El director de Tiburón (1975) asumía así una determinada manera de entender el género que luego se traduciría en una saga cuya mitología terminó haciéndose acreedora de un valor idéntico al de los clásicos a los que apelaba. Para entendernos, Spielberg se reconocía heredero de una tradición -solo hace falta recordar la presentación de Indy- a partir de cuyo legado era capaz de construir un artefacto nuevo, autónomo, con personalidad propia.
Si, en el caso de Indiana Jones, el referente primordial del llamado Rey Midas de Hollywood eran las películas producidas durante los años 30 y 40 por la compañía fundada por Adolph Zukor; en Stranger Things (1 y 2) los Duffer Brothers se miran, principalmente, en la obra del Spielberg director, pero también productor (está serie podría llevar el sello de la Amblin). La principal diferencia entre las estrategias de uno y otros es que, mientras el primero lograba construir un relato propio que, en verdad, era la evolución de una determinada manera de hacer, los segundos sustentan su propuesta en una disfrutable amalgama de citas que van del guiño para connaisseurs a la complicidad generacional, pasando por el homenaje gratuito (y hasta arbitrario).
La producción estrella de Netflix es una Thermomix fílmica capaz de albergar decenas de referencias que se mezclan hasta formar una gelatina vistosa, sí, pero de sabor efímero. Para esta segunda entrega, sus creadores samplean una serie de clásicos que ni siquiera respetan el criterio cronológico. El argumento está compuesto, básicamente, por pedazos de Aliens (James Cameron, 1986), Cazafantasmas y Cazafantasmas II (Ivan Reitman, 1984-1989)y El exorcista (William Friedkin, 1973) -seguidas de cerca por Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981), El imperio contraataca (Irwin Kershner, 1980) o Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) e incluso The Warriors (Walter Hill, 1979)-sin importar demasiado que los títulos aludidos antecedan en una década o superen en unos cuantos años a una trama ambientada en 1984 (ver vídeo).
Ese vértigo referencial trasciende la fase de escritura y contamina casi cada plano, de manera que la sucesión mecánica de secuencias sacadas de otras películas y convenientemente uniformizada acaba por saturar un conjunto que ni asume el pasado de un género para crear una obra propia (Spielberg) ni mucho menos es capaz de construir un discurso radicalmente nuevo a partir de fragmentos de otras filmografías (Tarantino).
Más allá de su condición de collage postmoderno que puede satisfacer tanto a los nacidos en la frontera que separa los 70 de los 80 como a los cinéfilos interesados por ese compendio de clásicos del cine de aventuras juvenil, hay que decir que Stranger Things también tiene problemas de funcionamiento al margen de la cita cómplice (hago este apunte desde una aproximación crítica, puesto que tal y como sugieren los datos de audiencia -incompletos- registrados por Nielsen y que la cifran en 15,8 millones de espectadores el día de su estreno, conjeturo que la serie funciona entre esas nuevas generaciones que, muy probablemente, no han visto Los Goonies o Encuentros en la Tercera Fase). Si a nivel formal los aportes del staff de dirección se limitan al fusilamiento de encuadres pensados hace treinta años, el guion, dividido en dos tramas que se atropellan mutuamente, tiene serios problemas estructurales. De un lado los incidentes que ocurren en Hawkins, ese pequeño pueblo del que está a punto de tomar posesión el mundo Del Revés; y del otro, la búsqueda que emprende Eleven (Millie Bobby Brown) para descubrir sus orígenes (a tipos como Christopher Nolan les debemos que esos viajes en busca de la identidad hayan pasado de ser peripecias lúdicas a odiseas henchidas de gravedad). Probablemente, el séptimo episodio sea el que mejor ejemplifique ese desequilibrio anteriormente mencionado: un capítulo que funciona al margen del resto de acontecimientos, con personajes que se suponen importantes (la ‘hermana’), que apenas tienen peso o recorrido y que, además, dejan en suspenso el resto de vicisitudes, y que, por el contrario, contiene uno de los escasos planos genuinos: el cara a cara, utilizando los cristales de la furgoneta y del autobús, de las dos hermanas (la fuerza vs. el reverso tenebroso… representado por una chica de piel oscura)
Sobre la pertinencia
Por aclarar un poco más el asunto de las citas/referencias/homenajes. Fijémonos un poco en el casting. Sean Astin: su presencia se antoja todo un acierto. En primer lugar, porque es el protagonista de la película que funciona como espejo para Stranger Things, que no es otra que Los Goonies (Richard Donner, 1985). Eso le permite conectar por vía directa con el material original y replicar secuencias casi de manera exacta (me refiero a la del mapa) e incluso juguetear, aunque sea de manera inconsciente, con el paso del tiempo sobre el cuerpo del actor. Por su parte, Paul Reiser es el encargado de establecer la sinapsis entre esta segunda temporada y otra secuela, Aliens, en la que interpretó a Burke, activando esa relación semántica que funciona a todos los niveles: actoral, argumental y visual. Sin embargo, con Winona Ryder se pasa del guiño pertinente al ‘homenaje’ caprichoso. Me refiero a ese baile con Astin disfrazado de Drácula que recuerda inevitablemente a la versión del clásico literario de Bram Stoker dirigida por Francis Ford Coppola en la que Ryder asumía el papel de Mina Murray. Esa cita paródica, al igual que la gran mayoría de las que aparecen durante esa noche de Halloween, no tiene otra lectura posible que la de la risa cómplice o el reconocimiento onanista, puesto que ni el filme del director de Apocalypse Now posee valor contextual, ni su esencia guarda relación alguna con la propuesta de los Duffer (a no ser que se vea aquel Drácula como el concepto opuesto de reinterpretación al que propone Stranger Things).
Por cierto, en esta superposición de originales y copias, me genera incluso problemas Millie Bobby Brown, a la que no veo tanto como el descubrimiento que seguramente es, sino más bien como un clon de la Natalie Portman de El profesional (Luc Besson, 1994) o Beautiful Girls (Ted Demme, 1986).
Hay que añadir, también, que arsenal bibliográfico de la serie no se reduce al repaso exhaustivo de un periodo concreto de la historia (norteamericana) del cine reciente (John Landis, Joe Dante, John Hughes, John Milius… viva la cacofonía). También hay menciones, más o menos evidentes, a otro tipo de materiales: desde los cómics de los X-Men a la literatura de Stephen King (It, Cuenta conmigo, Cadena perpetua); un soundtrack en el que el bien (The Clash) y el mal (Bon Jovi) conviven en armonía e incluso hay hueco para series de la época como Punky Brewster. A los buenos cócteles no les puede faltar la sombrillita.
Dos lecturas esquinadas (o no tanto)
Si el Necronomicón pudiera revivir a Susan Sontag, es probable que se presentara en mi casa y me cortara las manos después de leer lo que viene a continuación. Voy a forzar un poco, solo un poco, el texto. En un momento determinado de Stranger Things 2 vemos, clavada en el suelo, una estaca anunciando la candidatura a la presidencia de los Estados Unidos de Ronald Reagan (con George H. W. Bush como vicepresidente), campaña que terminaría con la reelección del exactor. Bajo esa estaca, un virus de carácter paranormal infecta, de manera lenta pero segura, la ciudad de Hawkins. Podrá parecerles exagerado -incluso a mí me lo parecía hace un momento- pero ahora me resulta imposible dejar de observar las semejanzas entre las políticas y los gestos de Reagan y el comportamiento de Donald Trump, como si aquella estaca que se clavó en el ficticio Hawkins hace 33 años fuera la causante de una infección que parecía erradicada hasta que, aquí y ahora, ha vuelto a brotar con más fuerza que nunca. Los polvos y los lodos, ya saben.
La segunda tiene que ver con cuestiones de género (ejem, sí otra vez). Que una niña con superpoderes y otra con un carácter digno de Max Rockatansky se enemisten/peleen por un niñato cuyo mayor mérito es saber gritar, viene a reproducir, aunque sea de manera naíf y pretenda reflejar comportamientos propios de los adolescentes, un estereotipo nocivo, puesto que termina por definir el carácter de ellas, hasta el punto de negarse el saludo, en función de su compañero. Lo sé, es solo un detalle, pero… (ah, y lo de las revistas de tendencias colocando a una niña de 13 años como una de las mujeres más sexys del año, tiene delito -y no es un eufemismo-).
Sobre gustos
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A estas alturas, es bastante probable que crean que el penúltimo pelotazo de Netflix me ha gustado tanto como compartir una cena con Javier Cárdenas o soñar que soy una mujer en el plató de El Hormiguero. Y, sin embargo, he decirles que me lo he pasado bien viéndola. Que me interesa ese halo de oscuridad que baña una segunda temporada que se mira menos en E.T. y más en Sam Raimi. Que me conturba que Netflix interprete tan bien los datos que almacena y le dé más protagonismo a Dustin (Gaten Matarazzo). Que me divierte que la franquicia siga conservando el sentido del humor (si hay que mirarse en alguien que sea en el Richard Lester de Superman III y no estas nuevas versiones del DC Universe que supuran trascendencia) y que incluso sea capaz de reírse hasta en dos ocasiones de sí misma y de su propia estrategia copy/paste. Que me río con esas coñas sobre los cardados y Farrah Fawcett. Que me satisface tanto la playlist como la sesión de revival fílmico a la que me invitan los hermanos Duffer (no nos engañemos, reconocer el original en la copia da gustirrinín, aunque te llamen listillo o freak). Pero todo esto, en su mayoría relacionado con el gusto personal, nada tiene que ver con los problemas que Stranger Things (1 y 2) arrastra. También digo sin reparos que hay grandes películas que me aburren, sin que ello les reste ni un ápice de grandeza (el sopor o la diversión son más cuestiones subjetivas que relativas al objeto). Y no duden ni por un segundo que, cuando llegue la tercera entrega, ahí estaré para ver qué directores y qué títulos pasan por la mesa de mezclas. Yo no sé ustedes, pero por lo que a mí respecta, cuando los Duffer empiecen con su tercera sesión de remember allí estaré. Así que stay tuned.