Esta segunda parte de la historia particular de la infamia estadounidense, centrada en el homicidio del diseñador Gianni Versace, carece de la consistencia del volumen anterior, aquel que glosaba las andanzas del ex jugador de fútbol americano y actor de éxito,
O. J. Simpson. El cambio de focalización es importante, puesto que en la primera entrega el peso dramático gravitaba alrededor del asesino y en esta segunda sesión, a raíz de la propuesta que nos ofrece el título, podría parecer que la víctima se haría acreedora de la atención de la trama. Sin embargo,
más que enfrentarnos a un biopic sobre Versace, a lo que asistimos es al rebobinado de la génesis de un asesino serial, Andrew Cunanan, victimario del famoso tótem de la
haute couture calabrés. Así que lo lamento mucho por todos aquellos que se hayan acercado a la serie –en la versión antiproletaria de Antena 3 o en la versión ‘a-tu-ritmo’ de Netflix- buscando carnaza sensacionalista y especulaciones pintadas de rosa: aquí no van a encontrar nada de eso.
Esa vacilación narrativa, que hace que el guion de Tom Rob Smith oscile entre las peripecias del homicida y las vicisitudes que jalonan la vida de la víctima –sin olvidarnos de los momentos dedicados a la chapucera investigación policial- hacen que, en demasiadas ocasiones,
esta segunda entrega de American Crime Story se sabotee a sí misma abandonando personajes para después recuperarlos o introduciendo breves secuencias a modo de tic mnemotécnico que haga que el espectador recuerde a según qué caracteres.
A nivel conceptual también existe cierta confusión. Si uno analiza el episodio octavo (‘Creator/Destroyer’), un
flashback que nos lleva a la infancia de Versace y de Cunanan, podría pensar que el equipo creativo de la serie de FX ha querido buscar en la genealogía de ambos el origen de sus respectivas evoluciones –la del creador y la del asesino serial- como si, de alguna manera, el entorno familiar determinara nuestro futuro (un “la culpa es de los padres” que, en última instancia, ¿no justifica al propio Cunanan? Nótese que es una pregunta, no una afirmación). Esta explicación psicologista, con la que se podrá estar más o menos de acuerdo, vuelve a poner de manifiesto el desequilibrio del conjunto:
resulta mucho más interesante, desde un punto de vista dramatúrgico, desentrañar el pasado del asesino que desenterrar la raíz del éxito del creador italiano (solo hay que fijarse cuantos minutos se le dedican al pequeño Gianni y a su comprensiva madre y cuantos a Modesto ‘Pete’ Cunanan y a su hijo menor).
La construcción de The assassination of Gianni Versace es, pese a sus ya mencionados desajustes, todo un atrevimiento. Organizada en
flashbacks, cada nuevo episodio precede cronológicamente al anterior, de manera que viajamos desde el día del asesinato hasta la más tierna infancia de los dos actantes de tan luctuoso acontecimiento (alguna vez piqué piedra en la sección de sucesos, así que confío en que disculparán la terminología). Con esa estructura, el guionista Tom Rob Smith –que ficcionaliza convenientemente el libro
Vulgar Favors de Maureen Orth – parece querer retrotraerse hasta hallar el origen de mal. La producción de FX se convierte así en un ejercicio de minería emocional que va desgranando la trayectoria de Cunanan, de asesinato en asesinato, rastreando sus posibles motivaciones, las causas que condujeron al desastre definitivo.
Ryan Murphy, el hombre detrás del proyecto, fija la huella estética de la serie en el episodio inicial (‘The man who would be Vogue’), sin duda el que más tiempo dedica a Versace. El barroquismo visual –apropiándose del gusto del diseñador-, un uso vigoréxico del color (con esos filtros que hinchan las tonalidades) que se aprovecha del sol de Miami y de la fortaleza cromática que Versace imprimía a sus prendas o el uso expresivo del
soundtrack, con cada canción aportando información contextual pero también emocional (piensen en el
Freedom de George Michael en el capítulo 6), serán las pautas visuales que dominaran el segundo tomo de esta antología de la fatalidad norteamericana. Probablemente, el final de la temporada sea el que sirva para resumir el estilo de la serie, con el connotadísimo
Adagio de Albinoni (versión Boston Pops Orchestra) acompañando a un montaje paralelo marcado por una sucesión de escenografías recargadas. El momento
Whip It de Devo, pura oda clipera, tampoco se queda atrás dentro del pódium de
hits visuales.
Otro apunte formal interesante reside en los escenarios. Piensen en el encuentro Versace/Cunanan en el proscenio de la ópera de San Francisco (lo veremos dos veces durante la temporada).
Cunanan es alguien que ‘se pone en escena’ continuamente, alguien que no es sino una representación de sí mismo continuamente modificada y siempre modificable para ajustarse a su audiencia. La teleficción escrita por Rob Smith juega continuamente con esa dualidad espectáculo/espectador: Andrew aparece, en numerosas ocasiones, situado frente a sus oyentes que se colocan a su alrededor como si estuvieran en un anfiteatro, esperando que la obra empiece, solo que aquí el
serial killer es la representación de sí mismo, él es la ficción por la que se sentirán fascinados aquellos que observan. (Por cierto, esa capacidad para mentir, para negar la evidencia de manera continuada, empareja a Cunanan con su antecesor en la saga: O.J. Simpson).
No está de más señalar que el segundo episodio lo dirige Nelson Cragg, director de fotografía del piloto o que Gwyneth Horder-Payton, habitual de la factoría Murphy-Falchuk (
American Horror Story,
Feud,
9-1-1, etc.) está al frente de tres de los nueve capítulos, al igual que sucede con Daniel Minahan que ha pasado por series como
A dos metros bajo tierra,
Deadwood o
Juego de tronos. La única nota discordante la firma el actor Matt Bomer, que debuta en la dirección con ‘Creator/Destroyer’ aunque todo cuadra si recordamos que el protagonista de
White Collar gano su hasta ahora único Globo de Oro como mejor actor secundario por su papel en
The Normal Heart (2014), dirigida por… Ryan Murphy.
Darren Criss. Premios a mí
Buena culpa de esa irregularidad que detecto en la serie –de ritmo, en el tratamiento de cada parte, de organización dramática- puede que la tenga Darren Criss, el encargado de echarse a la espalda la interpretación de
Andrew Cunanan. Su trabajo raya la perfección y se amolda a un personaje mucho más elaborado que los demás. Su capacidad para ficcionalizar su propia biografía en función de sus intereses, el talento para medrar en una sociedad que se rige por la apariencia o los conflictos interiores a los que tiene que hacer frente (la relación con sus padres), lo convierten en un caramelo interpretativo que Criss borda desde la mirada, el gesto –esas escenas de baile- y la palabra.
Ser frágil y resultar macabro al mismo tiempo está a la altura de pocos actores. La nota con la que Cunanan firma su anuario escolar (“Aprés moi, le deluge / Después de mí, el diluvio”) también podría ser su anuncio para cuando se inicie la carrera por los premios: allá por donde él pase, parece que no quedará nada para los demás.
NOTA: no sé por qué, cosas de la infancia, la interpretación de Criss me acojona tanto como –y me recuerda a- la que hizo Mark Harmon de Ted Bundy en un telefilm de los 80 llamado 'Deliberadamente extraño' (Marvin J. Chomksy, 1986).
Vadeando a Ricky Martin, el elenco actoral brilla tanto como el pelo de Donatella, cuya personalidad asume una Penélope Cruz que salva cualquier distancia física entre ella y la original con un trabajo vocal majestuoso.
De Edgar Ramírez solo hace falta poner una foto de su Versace al lado del real y caerse de culo (una semejanza que, por cierto, había que ver… no estaba a simple vista: mini-punto para Murphy). Baste señalar que la actuación del venezolano está a la altura de su parecido físico con el diseñador. Algo muy a tener en cuenta, sobre todo porque sus minutos en pantalla no son tantos, de ahí la necesidad de desprender fortaleza en cada aparición hasta hacerse inolvidable para la audiencia.
En el fondo, observamos la doble cara del sueño americano: la del triunfo basado en el tesón y el esfuerzo representada por Versace y la del fracaso, en su versión abominable, personificada en Cunanan, alguien que fue moldeado para ser especial, para destacar en un entorno hipercompetitivo en el que solo el éxito (a cualquier precio) es la única opción. Con todo, la génesis del monstruo parece ser más la consecuencia de un fallo de lectura del libro de instrucciones del neocapitalismo que un error del propio sistema: al fin y al cabo, Versace lo logró.
Finalmente, The Assassination of Gianni Versace es, también, un alegato homosexual en el que se denuncia la situación de la comunidad gay en aquel momento: la negación del saludo del sacerdote a D’Amico (Ricky Martin) durante el funeral sintetiza la asiduidad con la que los gais podían ser no solo pisoteados sino, además, culpabilizados por ello. Por más que la serie haga referencia a unos acontecimientos situados en la segunda mitad de los 90, gestos como la ‘desarmarización’ de Versace en contra de la voluntad de su propia hermana, que acepta su condición de puertas para adentro, insisten en recordarnos que este tipo de luchas no han terminado y que, en ningún caso, a pesar de los avances alcanzados, las conquistas basadas en la libertad individual y/o colectiva no son sencillas. Esta es, sin lugar a dudas, una de las constantes que atraviesan toda la obra de Ryan Murphy, quien, por cierto, ya prepara la TV Movie
One hit wonders y las series
Pose,
The Politician y
Ratched. Un tipo que nos obliga a recuperar nuestro mantra:
stay tuned.