Los premios de la Academia de Televisión norteamericana se entregarán el próximo 17 de septiembre en Los Ángeles. Así que tenemos tiempo para repasar las candidaturas, alegrarnos por los que están y maldecir a esa corte de miopes profesionales de la industria por haberse olvidado de nuestras favo… Eh, esperen un momento. Este no es nuestro estilo. Sí, hay gente que se cabrea por los premios. Hay que gente que va a Cannes y se acuerda de los familiares del jurado que premió a Ken Loach. Y tipos y tipas que ven los Oscar enfebrecidos como un supporter del Betis cuando juega en Nervión. Y se indignan. Y claman justicia. Y yo siento una ternura infinita. Siento ternura por esa capacidad casi infantil para anular el juicio, para dejarse llevar por ese instinto primario, animal, que los lleva a eliminar el contexto que rodea el sarao final en el que, después de mastodónticas campañas de promoción, se entregan unos premios que poco o nada tienen que ver con la calidad de la cosecha de ese año. Principalmente porque son premios industriales, y cuando hablamos de industria, hablamos de beneficios. Pero tampoco nos dejemos arrastrar por los prejuicios de índole comercial. Que haya series de corte industrial, enfocadas a captar una gran masa de espectadores -teniendo en cuenta el atomizado panorama actual- no significa que sean pestiños. Lo mejor, al menos para mí, es jugar con las cartas que nos han dado, ver si nos ha tocado algún as y descartar las que no nos interesan.
Ya les avanzó que tendremos tres posts dedicados a los Emmy 2018, uno para los dramas, otro para las comedias y un último dedicado a las mini-series y TV Movies. Para que conozcan las reglas de este juego veraniego -y luego no puedan llamarme tramposo- les diré que las entradas puede que sean más cortas de lo habitual -es verano, hace calor, ustedes querrán bañarse, socializar, beber cerveza fría y no estar demasiado tiempo pegados a la tablet… Si no son autónomos: ¡vivan! También les anuncio que la series que ya han sido ampliamente examinadas en post anteriores -a los que pueden volver con solo un click- tendrán menos espacio y que, oh sorpresa, habrá series que solo aparecerán mencionadas porque… ¡no las he visto! (hagan como si vieran el emoticono que se parece a El grito de Münch).
Abramos boca con los nominados a mejor drama. Y empiezo con la serie que me ha roto el corazón (si la habéis visto y seguís con la patata intacta, tenéis menos sentimientos que la filmografía de Michael Haneke).
The Americans
La temporada final de la serie creada por Joseph Weisberg y desarrollada, principalmente, junto a Joel Fields, ha supuesto la inauguración de una nueva disciplina: la geopolítica matrimonial. La habilidad de los guionistas para mezclar -y conseguir que una esfera se refleje en la otra- las tensiones de los últimos años de la Guerra Fría con las desavenencias que rodean a la pareja de espías rusos, infiltrada en territorio norteamericano, formada por Phil (Matthew Rhys) y Elizabeth Jennings (Keri Russell) hace de The Americans una de las grandes series de la década.
Desde un punto de vista estrictamente histórico, a lo largo de sus seis entregas, ha hecho desfilar ante nuestras retinas todos los desmanes cometidos por EE.UU. durante la era Reagan -también cuestionada en otras series como, por ejemplo, Fargo-, época en la que se prendió la mecha de algunos de los conflictos a los que ahora nos enfrentamos (pienso en el terrorismo de corte islamista). Pero más allá de ese revisionismo crítico, la serie de FOX es un apasionante relato de espías que se beneficia, a efectos de identificación, de esa dilatación temporal intrínseca a la narración serial. Su clausura ha estado marcada por el ascenso de Gorbachov a la presidencia de la URSS, su voluntad por poner en marcha la calefacción y deshelar la Guerra Fría, y las contradicciones que sus disposiciones políticas generan en el seno de su propio gobierno, en sus servicios secretos y en los ajenos. Los soviéticos, divididos entre los que apoyan al creador de la Perestroika y los nostálgicos (que se lo quieren cepillar); los americanos, desconfiando de las intenciones de Mikhail y de las de la KGB que no saben exactamente cuáles son porque, en realidad, hay dos bandos dentro de la inteligencia enemiga. Y el matrimonio Jennings está en las mismas: Phil está out of duty, dedicado a una agencia de viajes en bancarrota, desencantado con su vida pasada y tratando de que su hijo se integre en el seno del American Way of Life. Elizabeth sigue en la brecha, procurando hacer de su hija Paige (Holly Taylor) un clon suyo, peleando con denuedo por la madre Rusia y cumpliendo órdenes como el más servicial de los soldados. Y claro, la convivencia se resiente, sobre todo cuando Phil, casi sin comerlo ni beberlo, se ve obligado a retomar su actividad… en la facción en la que no está su esposa.
Con este panorama -una URSS dividida y una familia partida en dos; padre e hijo, por un lado, madre e hija por otro- la serie saca a relucir todos los elementos que la han hecho grande y se marca un cierre antológico. El uso de las canciones como explosiones sentimentales, con connotaciones que van más allá del valor contextual y que describen las emociones que experimentan los protagonistas: del We Do What We’re Told de Peter Gabriel que suena en el capítulo inicial, al Dance Me To The End Of Love de Leonard Cohen. The Americans es una serie que podemos seguir escuchando su playlist.
Otra de sus grandes virtudes radica en el uso del montaje paralelo para poner a todos los personajes en relación y crear ‘grandes momentos’ a partir de los lazos que se han establecido entre ellos y de las implicaciones que esa yuxtaposición de imágenes tiene para el espectador. En ese sentido, la teleficción de Weisberg & Fields alcanza su cénit en el series finale con dos secuencias vinculadas, cómo no, a dos canciones: en la primera, mientras suena el Brothers In Arms de Dire Straits, se repasa en qué situación se encuentran los principales actantes de la narración después del momento en el que el agente Stan Beeman (Noah Emmerich) ha descubierto que, efectivamente, sus vecinos son espías rusos (no diré más). El significado de la canción y la unión mediante edición los coloca en el mismo nivel: a pesar de estar en bandos diferentes, todos son ‘compañeros de armas’, peones en una partida de ajedrez pensada por otros. El segundo gran ‘momentum’ arranca en un McDonalds, símbolo de americanidad y de reunión familiar. Suena el With Or Without You de U2 y los Jennings, llevándose a su hija y dejando a su hijo en Estados Unidos, deciden huir, renunciando al tipo de vida que vende esa cadena de hamburgueserías. Al mismo tiempo, el agente Beeman regresa a su hogar y duda, ante su mujer dormida, si esta es una espía como le han insinuado. El desenlace de la secuencia remite al tema de los irlandeses: contigo o sin ti, la decisión está tomada, y cada personaje asume las consecuencias de la suya, sabiendo que hay cosas importantes que quedarán atrás.
Con un final duro y lógico -que no revelaré puesto que creo que, dada su escasa audiencia en España es una serie que muchos aún tienen que descubrir- la teleserie emitida por FX es una de las cimas de los últimos años. Que Matthew Rhys y, sobre todo, Keri Russell estén nominados como mejores actores es el justo reconocimiento a un trabajo sobresaliente, marcado por la contención y los duelos de miradas (a Keri Russell le perdono que fume mal: su actuación me ha vuelto turulato). Si no la han visto, ya están tardando (y me dan cierta envidia, no crean).
Stranger Things
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No tengo claro que Stranger Things sea un drama. Pero si los miembros de la academia la han colocado aquí, quién soy yo para quitarles la razón. Ahora bien, si que tengo claro qué es Stranger Things. La serie de los Duffer Brothers es, como ya la describimos en el post que le dedicamos a su segunda temporada, una Thermomix fílmica hecha serie. La segunda entrega de las aventuras de estos nuevos Goonies está formada por pedazos de Aliens (James Cameron, 1986), Cazafantasmas y Cazafantasmas II (Ivan Reitman, 1984-1989) y El exorcista (William Friedkin, 1973); acompañadas por Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981), El imperio contraataca (Irwin Kershner, 1980) o Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) e incluso The Warriors (Walter Hill, 1979). ¡Sí sale hasta Mamá, la araña que diseñó Louise Burgeois y que se ‘pasea’ por al lado del Guggenheim!
No voy a extenderme demasiado en esta producción de Netflix ya desmenuzada con anterioridad. Baste decir que se limita elevar a los altares la dudosa técnica del copy/paste, que tiene serios problemas de guion -con dos tramas que parecen dos autos locos conducidos por Pierre Nodoyuna y Patán- y con unas referencias demasiadas veces gratuitas puesto que ni siquiera se corresponden con el periodo en el que se ambienta la historia. Pero oye, ¿y lo bien que lo pasamos recordando los cardados de Farrah Fawcett… y de Bon Jovi?
Por cierto, como era de prever, el efecto ‘Eleven’ ha hecho que Millie Bobbie Brown, esa niña a la que han convertido en estrella casi a la fuerza, esté nominada a mejor actriz de reparto. La acompaña su padre adoptivo en la ficción, David Harbour (o sea, el jefe de policía Jim Hopper).
Juego de tronos
He aquí la serie-fenómeno de la década. Y esta lo es a todos los niveles (The Americans puede que lo sea a nivel crítico). Audiencia, críticos, estudiosos, analistas de datos… Todo el mundo está pendiente de lo que suceda con Juego de Tronos. He presenciado discusiones que acojonarían a Marion Cobretti (sí, yo también juego a las referencias) por spoilear secuencias de la serie de David Benioff y D.B.Weiss. Y eso no pasa con ninguna otra serie, porque en este caso no estoy hablando de grupos en los que estén implicados seriéfilos de pro. Es decir, si hay personas que solo ven una serie, ven Juego de Tronos. Tal vez por eso sea a la que más espacio le hemos dedicado en el blog (dos posts, 1 y 2, que datan del verano pasado… qué rápido va esto, leñe).
La serie con más nominaciones en la historia de los premios (22… en los Emmy se dan muchos, muchísimos premios, entren en su web y compruébenlo) amenaza, antes del arranque de su última temporada (6 episodios previstos para 2019), con arrasar en el palmarés. Por ejemplo, y en tanto drama coral, la serie de HBO cuela a tres de sus actores en la categoría de secundarios: Lena ‘Cersei’ Headey en el apartado femenino y Peter ‘Tyrion’ Dinklage y Nicolai Coster-Waldau (sí, el feo) en el masculino. Hagan sus quinielas (si les apetece, que lo mismo lo de Emmy les suena al nombre de una prima que tienen en Sumacàrcer).
The Crown
Con la serie creada por Peter Morgan tengo problemas ideológicos. Serios problemas. Vaya por delante que creo que está pensada y ejecutada con una brillantez capaz de descabalgar cualquier argumento, como si te vieras ganador del Derby de Ascott y a tu corcel le entrara un ataque de ciática en la última recta y Morgan te pasara como un avión dedicándote una peineta del tamaño del Big Ben.
En The Crown todos son malos -y no lo digo en el sentido moral del término - menos ella. La reina Elizabeth II (Clare Foy) nunca, jamás, tiene la culpa de nada. Su marido Phillip (Matt Smith) pasa menos por Buckingham que Bruce Willis por el peluquero y, para colmo, lleva a su hijo Carlos, ‘futuro rey’ (JA!) a un colegio escocés (Gordonstoun) que es como ponerle un vestido de Agatha Ruiz a Meghan Markle. En ese capítulo espléndido que es Paterfamilias los intertítulos finales se encargan de desacreditar al príncipe consorte, recordando que Gordonstoun fue una experiencia horrible para su primogénito, que llevó a sus hijos a Eton (como quería su madre). Su marido sale mal parado, sus primeros ministros también -como ella misma recalca en el último capítulo a costa de su escasa durabilidad-, su hermana Margarita (Vanessa Kirby) es una cabecita loca que bebe whisky durante su embarazo y que se casa con quien no le conviene… No se salva nadie: ni los Kennedy. Para que lo sepan: la Jackie, una pobre mujer eclipsada por un marido mujeriego y celoso, y los dos, sí los dos, ella y JFK, unos yonquis de aúpa: como os lo digo. Por cierto, en una serie tan perfecta, el único borrón es colocar a Michael C. Hall como Kennedy y a Jodi Balfour como Jackie (miscasting total).
¿Y nuestra Lilibeth? Pues tan bien escrita que no es que nos den gato por liebre, es que nos quieren vender un zoo y que creamos que es Windsor. Es un personaje que duda, plagado de aristas, sometido por su cargo, tratando siempre de escapar de su condición de títere en una monarquía constitucional, ahogada por un matrimonio que no puede romper por ley… Todo lo que ustedes quieran, pero… ¿Conflicto internacional con Egipto a propósito del canal de Suez? Ella no sabía nada (ha sido engañada por sus ministros). ¿Que recibe críticas en los medios por su actitud arcaica? Sabe escuchar y rectificar. ¿Que descubre que su tío Eduardo fue un poco nazi? Como patriota y persona fiel a sus ideales, lo manda al exilio. En resumen: ella siempre está de lado de la verdad; no se equivoca, la hacen equivocarse; duda, porque es una persona normal -esos momentos Casa y Jardín- con una gran responsabilidad con la que sabe lidiar. ¿Con una reina así, quién piensa en una república?
Dicho esto, The Crown es una producción impecable. Tanto que, si a nuestro rey emérito tuvieran que hacerle una serie, querría que fuera como esta. Y es que Peter Morgan es como el sastre de la reina. Y es un sastre tan bueno como los de Savile Row. Su concepción de la progresión dramática, la doble intencionalidad de los diálogos, el talento para matizar las conversaciones… Piensen en ese segundo encuentro entre la reina Isabel II y Jackie Kennedy, con la monarca haciéndose sus tostadas, aparentando total normalidad (mientras hierve por dentro) escuchando las disculpas de la Primera Dama. The Crown está plagada de escenas de ese estilo. También tiene grandes secuencias de montaje, construidas casi siempre en crescendo, como la que termina con el suicidio de Stephen Ward (Richard Linern): mientras el fiscal lanza una arenga contra la podredumbre moral de la sociedad británica que representa Ward y el prime minister Macmillan acude al teatro para ver cómo le parodian, la reina viaja a reposar a Escocia y el enjuiciado dibuja un retrato del príncipe que será crucial para el desenlace; todo construido con un aumento continuo de la tensión (reforzado por la música de Rupert Gregson-Williams). También en ese capítulo final, hay determinados recursos del lenguaje clásico muy bien empleados, como demuestra el uso del picado y el contrapicado en ese momento decisivo de sumisión de Phillip a su esposa.
Pero, además, saca pecho de la gran inversión en producción hecha por Netflix para la que debería ser su serie de cabecera. La secuencia del entierro nazi de Cecile, la hermana del príncipe Phillip, da la idea de lo que permite el dinero (igual que sucede con las escenas aéreas). Todo es exquisito en esta teleficción, heredera de la mejor tradición serial británica: la fotografía, el diseño de interiores, el vestuario… El look está a la altura del mundo que representa. Eso es impepinable. Pero que a través de su apariencia y de su astuta arquitectura nos quieran convencer de que la reina, más que reina, es santa, YA NO.
El cuento de la criada
Desde el post que le dediqué a la serie de Hulu solo he avanzado un capítulo más. Voy por el octavo. Sé que la terminaré. Pero no sé cuándo. Su afectación estética me provoca empacho, la importancia de la temática que trata, destrozada desde su puesta en escena, me induce a pensar que es una serie que ha cobrado importancia de manera acrítica, atendiendo solo a las cuestiones sobre las que reflexiona y no a los modos de representación que articula para pensar sobre ellas (si es que piensa en algo que no sea el puro espectáculo, que esa es otra). Puede que algún día, cuando la acabe, vuelva a ella (si es que tengo algo nuevo que aportar o mi percepción ha cambiado, seguramente tras leer otras aproximaciones que me abran nuevas vías de interpretación que yo no acierto a descubrir). De momento, quedaos con lo ya escrito.
Westworld
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Pereza máxima. Ese es el primer pensamiento que brotó en mi cabeza cuando vi que se estrenaba la segunda temporada de la serie de HBO. Y encima el primer episodio es más largo que Rashomon (Akira Kurosawa, 1950). La dejé aparcada. Hasta que salieron las candidaturas a los Emmy. He visto cinco capítulos en apenas tres días; esto es, contraviniendo mi mandamiento -ese que me salto a la torera cuando me conviene- escribiré sobre ella habiendo llegado solo a su ecuador. De Westworld diré que es una serie que no entiendo. No entiendo el formato: ¿por qué demonios una ficción que bebe directamente del wéstern y que ‘vive’ del paisaje no utiliza el 2:35:1? Mentira, lo utiliza en un momento puntual y gana enteros, pero dale Perico al torno con el 16:9. No entiendo que el primer capítulo tenga más trampas que la carrera de Lance Armstrong. La manida -y repetida- frase de “¿es el ahora?” que pronuncia Bernard (Jeffrey Wright) y los juegos con su memoria hacen que sus creadores, Jonathan Nolan y Lisa Joy, se marquen una partida al solitario con las cartas marcadas. Journey into the Night es la apoteosis del giro, hay tanto twist de guion que terminan por carecer de interés.
Esta segunda temporada, cimentada en la revolución de los anfitriones que habitan el parque temático y su lucha por la libertad, toca temas no poco importantes como la posibilidad tecnológica de alcanzar la vida eterna, la esclavitud moderna impuesta por las corporaciones, el potencial de la inteligencia artificial, el libre albedrío, el mesianismo… El I+D+i como religión (las referencias a Moisés son evidentes). Sin embargo, todos estos ítems que ya incorpora la propia acción, están rodeados de discursos cargados de falsa trascendencia. Los personajes, víctimas de una mortalidad sisífica, necesitan ganar peso dramático exponiendo sus ideas sobre lo divino y lo humano, como si se hubieran tragado las obras completas de Schopenhauer y necesitaran vomitarnos el saber adquirido para que notemos su presencia. Desordenar el guion -cómo tanto les gusta a Arriaga/Iñárritu-, ir ampliando mundos y ver como crecen las instalaciones según interesa, hacer malabarismos con el tiempo narrativo, todo ello para crear expectativas continuas más allá de la coherencia de una obra a la que, como al ejército que comanda Dolores (Evan Rachel Wood), solo le importa ir hacia adelante. Por cierto y para terminar, he de decirles que cuando comencé esta segunda temporada NO RECORDABA NADA DE LA PRIMERA.
This is us
Pónganme falta. No la sigo. Vi el piloto y sentí que trataban de venderme crecepelo. Y, otra cosa no, pero he sido bendecido con el don de la abundancia capilar. Como no quiero dejarles huérfanos de pensamiento seriéfilo, aquí les traigo un magnífico artículo de Miguel Ángel Oeste, que le hace una autopsia a la serie que ni el vejete aquel de las gafas modernas de CSI.
La semana que viene nos vamos a reír. Vienen las comedias (y Atlanta).