1. Ballers: Contra el imperio del deporte
Como admirador confeso de las aventuras de Eric Murphy, Vincent Chase, Johnny ‘Drama’ y Tortuga, iba a ser evidente que Ballers tendría todos los ingredientes para que me resultara atractiva. Si en El séquito (Doug Ellin, 2004-2011) unos recién llegados a Hollywood ponían patas arriba el mundo del espectáculo y, entre fiestas, rodajes, excesos y producciones imposibles, nos mostraban un striptease industrial; en la nueva serie de Stephen Levinson (productor de la anterior), la fórmula se aplica al mundo del futbol americano. La nómina de creadores se repite (directores como Julian Farino o guionistas como Rob Weiss o Evan T.Reilly), se suman nuevos apoyos (el dúo de productores formado por el director Peter Berg y el actor Mark Whalberg) y se adapta al medio deportivo la estructura de los guiones. En Ballers, como en El Séquito, pero también, por ejemplo, como en Silicon Valley (John Altschuler, Mike Judge & Dave Krinsky, 2014-2018), el libreto de cada capítulo tiene la forma de una campana de Gauss, de manera que cada temporada podría representarse como una sucesión de olas (o una gráfica de función de la forma). Cada episodio empieza en lo que podríamos denominar el punto cero, aparece una posibilidad de éxito, los protagonistas se lanzan hacía a ella, la agarran como si fuera el último cubata de la noche y, de repente, el vaso se les resbala y el Brugal con cola (light) se les derrama por las manos dejando un recuerdo pegajoso y dulce.
A partir de ese esquema, la comedia wannabe de HBO saca el libro de jugadas, coloca a cada uno en su posición y deja que Dwayne Johnson haga el resto. The Rock es como Marshawn Lynch, siempre lo quieres en el campo, más pronto que tarde le dará al botón del turbo boost, arrasará con media defensa rival y se colará en la end zone sin necesidad de invitación y con cara de haber pasado una mala noche en la cárcel del condado. Y, sin embargo, y a pesar de todo lo dicho hasta el momento, la cuarta temporada de las correrías de Spencer Strasmore (The Rock) y Joe Krutel (Rob Corddry) me estaba resultando del todo anodina: la receta había perdido frescura, no se añadían nuevos toppings a la base habitual -la gracia de la serialidad, vaya- y llegados al ecuador de la entrega te apetecía rebuscar en la app de Just Eat para ver si había alguna novedad. Y, justo cuando ya estaba a punto de cambiar mi dieta, boom, el ingrediente secreto: la actualidad (igual no era tan secreto, pero ya me entienden).
Recapitulemos, porque esta 4T arranca con un cambio de ciudad. Spencer y Joe cogen las maletas y se marchan de Miami con destino L.A. Su objetivo: expandir su área de negocio y meterse de lleno en los deportes de acción (del surf al skate). Para ello, y por iniciativa de Joe (otro cambio), invierten en la empresa de Lance Kilians (Russell Brand), mezcla entre visionario anacoreta y vendedor de crecepelo con una tesis sobre Malthus. Como buenos agentes, piden dinero a sus socios capitalistas -los hermanos Anderson interpretados por Richard Schiff y Steve Weber, a los que esta temporada les cuesta, literal y metafóricamente, un riñón- y se montan de lleno en la montaña rusa del sports marketing. Pausa.
Uno de los puntos de mayor interés de la serie radicaba en el diseño de unos secundarios con cierto peso dramático. Y ahí siguen el wide receiver Ricky Jerret (John David Washington), aparentemente retirado, también mudado a la costa californiana para, en teoría, buscar un mejor entorno en el que criar a su hijo y hacer vida familiar. Solo que Ricky y su barba a lo James Harden quieren volver, aunque sea contra la opinión de todo el mundo. Y ahí entra la tercera pata de ese banco cojo que es Ballers, formada por una galería de personajes a los que siempre les falta un último punto de apoyo para equilibrarlos. Y esa pata no es otra que Charles Greane (Omar Benson Miller) también desplazado a Los Ángeles para ejercer como manager de los Saint Louis Rams. Su relación con Ricky, rota por desavenencias en el pasado, florecerá de nuevo. Y ya se sabe que al final de ese proceso sale un capullo (spoiler botánico).
Dicho esto, las variaciones incluidas en la trama -ciudad, negocios, labor profesional- no introducían novedades significativas ni a nivel de desarrollo ni a nivel crítico, algo que, desde la posición dominante que ocupan sus protagonistas, en Ballers y El Séquito siempre había sido una constante. Será la aparición de Quincy Carter (ElieGoriee), la gran promesa del futbol americano que cursa su último año de instituto (un trasunto de Lebron James), la que dinamite la serie, sobre todo en sus tres últimos episodios. Spencer mantiene una relación con la madre del chico al que, legalmente, tiene prohibido representar. Aun así, tratará de conseguirle un jugoso contrato utilizando los derechos televisivos de los partidos universitarios (recuerden, todavía no hablamos de deporte profesional; ‘solo’ de deporte amateur en el que no se paga a los deportistas/estudiantes, ni pueden tener sponsors, ni agentes, etc.). Esa situación, que además plantea diversos problemas de carácter moral, desemboca en un conflicto de mayor envergadura: la desprotección que sufren los jugadores frente al poder omnímodo de las instituciones que rigen ese deporte (algo que Spencer sufrió a través de su hermano, quien, tras una lesión, fue apartado por la organización de los procesos de selección, poniendo fin a su carrera… y no solo a eso). La quijotesca decisión de Spencer no es otra que iniciar una cruzada contra la NCAA (la asociación que gestiona el deporte universitario en USA) para garantizar los derechos de los jugadores.
Por un lado, está el intento de Spencer por impartir justicia laboral (casi sindical, diría yo) y, por el otro, la voluntad de Charles por afroamericanizar los Rams y conectar al equipo con la realidad de sus aficionados. Esas actitudes apuntan a un cambio que está directamente relacionado con el affaire Kaepernick. Situémonos: el antiguo quarterback de los San Francisco 49’s se arrodilló durante la interpretación del himno nacional en la previa de un partido frente a los San Diego Chargers, como protesta por la opresión y la violencia ejercidas contra los negros (en un partido anterior contra los Green Bay Packers ya permaneció sentado mientras sonaba The Star-Spangled Banner). Aquello sucedió en 2016. Hoy ‘Kap’ está sin equipo, pero acaba de ser condecorado por Harvard y protagoniza la última campaña de Nike que lleva por eslogan: “Cree en algo. Incluso si ello significa sacrificarlo todo”. Esa iniciativa individual, que se integra dentro del movimiento Black Lives Matter, es percibida por Ballers como el síntoma de una posible transformación: la determinación de Spencer Strasmore para proteger a los jóvenes jugadores o la nueva estrategia que impone Charles Greane en los Rams en contra del criterio de los directivos blancos, tienen muy en cuenta ese acontecimiento. Con todo, en el último capítulo de la temporada (‘There is no place like home, baby’), en ese momento en el que Joe debe lidiar con sus socios capitalistas, unos Anderson iracundos tras perder unos cuantos millones de dólares, es cuando la serie estalla a través de sus diálogos:
Joe: - ¿En qué lado de la historia queréis estar? ¿En el de los blancos codiciosos que les roban el futuro a jóvenes superestrellas?
Anderson: -Así se construyó este país.
Joe: – ¿O en el de los que quieren luchar por la igualdad y hacerse ricos durante el proceso?
Bret Anderson: -Vives en un mundo de fantasía. Esas dos cosas son incompatibles.
Joe: - En este caso no, Bret. Hay genios de la informática de 12 años en Palo Alto que podrían compraros y venderos cien veces, … Un idiota llegó a la Casa Blanca solo mintiendo y mintiendo más.
Bret Anderson: - Cuidado.
Joe: -El mundo ha cambiado.
Esas líneas de diálogo acotan el espacio en el que Ballers quiere situarse. Una América en pleno proceso de cambio en el que, si hechos que hace no tanto tiempo eran impensables ahora suceden, puede que otro tipo de acontecimientos sean posibles. Sin abnegar de su filosofía liberal -get rich or die triyn’- los protagonistas de la serie asumen que es hora de tomar partido: de un lado están los que pelearán por la igualdad y por los derechos básicos; del otro, los mandamases, con el idiota que se sienta en el despacho oval al frente. Es el bando Kap, contra el bando Trump (en campaña, el actual presidente arremetió contra el ex quarterback y lo animó a irse del país). Y Ballers toma partido: primero por las decisiones que asumen sus personajes, y después por incluir a Nike como ‘actor’ dentro de la serie, con lo que ello implica (vean los vídeos de gente quemando zapatillas de la marca que se inventó lo de Just do it después de lanzar el anuncio protagonizado por Kaepernick).
Cuando la serie de Stephen Levinson pincha en hueso, el touchdown está asegurado. We want (Stras)more.
2. Insecure. Madurar
Si alguna serie había hablado alto y claro sobre los problemas de ser mujer, negra y pobre en el Los Ángeles de hoy, esa era Insecure que, cosas de los guionistas, ahora tiene puntos en común con su compañera de plataforma analizada en el párrafo anterior. La tercera temporada de la serie creada por Issa Rae puede describirse a partir de una decisión de planificación. Si en las entregas anteriores el uso del cenital para mapear la ciudad y mostrar sus contrastes y los planos autoanalíticos de Issa frente al espejo servían para describir los profundos desequilibrios sociales y emocionales que sobrevolaban la propuesta, ahora la marca visual definitoria es la de su protagonista en una esquina del plano. En no pocos episodios se ve un encuadre sin otro personaje que Issa situada en un lateral, jamás en el centro: una demostración formal de su estado existencial. A saber: dos trabajos (agente social, chófer de Lyft), sin casa propia (Daniel, con el que ha tenido una relación, pero con el que no se acuesta, le da cobijo temporalmente) y sin pareja estable, pero con una relación recién iniciada y otra que llama a la puerta desde el pasado. En resumen, Issa está en un impasse: sin la suficiente holgura económica para ser independiente, con unas relaciones sociales cada vez más volátiles y menos regulares y con una vida sentimental desordenada, es imposible avanzar. Bienvenidos al inicio de la treintena.
La teleficción de HBO sigue reflexionando, sin cortapisas, sobre asuntos raciales como la autoexigencia negra, la desconfianza entre los afroamericanos o los supuestos estándares étnicos. El momento en el que Kelli (Natasha Rodwell) afirma ser ‘negra ortodoxa’ da la medida de una serie inconformista, capaz de cuestionar comportamientos profundamente arraigados. Otro tanto sucede con ‘lo femenino’: los desequilibrios afectivos que surgen entre las amigas cuando aparece la maternidad, la asunción de la soledad como un fracaso personal o reconocer que tomar a Beyoncé como modelo es un error, son solo algunos de los destellos que deja Insecure.
En esta temporada, los asuntos prosaicos, propios de la vida diaria, adquieren una condición evanescente (amigos, trabajos, amor), como si pudieran desaparecer en cualquier momento (el capítulo ‘Ghost-Like’ es el mejor ejemplo). En esa tesitura, Issa necesita resituarse, encontrar un espacio propio: madurar. Esa situación de impasse a la que hacíamos referencia queda remarcada por las continuas repeticiones de motivos temáticos, visuales y argumentales. Esas amigas ahogadas por el trabajo, el embarazo o la volubilidad (tema), los despertares sobresaltados de Issa o su propia voz en off interrogándola (puesta en escena) o las reapariciones de Nathan (Kendrick Sampson) y Lawrence (Jay Ellis) -argumental- favorecen esa sensación de estancamiento que Issa solo podrá superar tomando decisiones. Si en el episodio cuarto (‘Fresh-Like’), una hermosísima comedia romántica de 25 minutos, rememorará sus orígenes, y en el quinto entenderá que la adolescencia ya no puede prolongarse más -el capítulo Coachella es magnífico como comedia existencial: las amigas terminan separadas y sin lograr su objetivo, ver a Beyoncé-, en el season finale se acomodará en su nueva casa y, en un gesto tan sencillo como proceder a ordenar el apartamento y decorarlo a su gusto, se revelará ese tránsito hacia una nueva edad, no sé si llamarla adulta, no sé si calificarla de mejor; tal vez solo valga un adjetivo: propia. En el fondo, cuando Colin Kaepernick se arrodilló, también estaba colocando las cosas en su sitio.