En plan serie por Enric Albero

'A Very English Scandal'. El mentiroso y el soñador

11 enero, 2019 09:45

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Hugh Grant en A Very English Scandal[/caption] En la madrugada del pasado lunes, Ben Whishaw recibió el Globo de Oro al mejor en actor de reparto en una serie, mini-serie o película hecha para la televisión por su papel de Norman Scott en la producción de la BBC, A Very English Scandal. Sirvámonos de la figura de Scott para explicar de qué va esta breve obra de tres episodios escrita por Russel T. Davies (Doctor Who, Queer as Folk) a partir de la novela de John Preston y dirigida por, nada más y nada menos, que Stephen Frears (Mi hermosa lavandería, Las amistades peligrosas, La camioneta, The Queen, ¿seguimos?). Pero volvamos a Norman Scott. Norman Scott fue, durante varios años, concretamente a principios de la década de los sesenta, el amante de Jeremy Thorpe (Hugh Grant), líder del Partido Liberal británico entre 1967 y 1979 y uno de los hombres más influyentes del país en aquellos tiempos. Antes que nada, conviene recordar que el delito de sodomía no se despenalizó en el Reino Unido hasta 1967, por lo que las relaciones entre Scott y Thorpe, más allá de la repercusión mediática que hubieran tenido de saberse desde un primer momento, eran constitutivas de delito. Dejando a un lado el contexto, a lo largo de los casi 180 minutos que dura esta mini-serie que en nuestro país se puede ver a través de Amazon Prime Video, asistimos, principalmente, a la génesis y ruptura de una relación sentimental socialmente inaceptable marcada por los condicionantes tanto de los implicados como de la época en la que se inscribe. Podríamos dividir la obra en cuatro partes -romance, ruptura, intento de homicidio, juicio- para resumir todo cuanto acontece dentro de un abanico cronológico que va desde 1961 hasta 1979. En esos 18 años, Thorpe, una vez que el brasero de la testosterona se apaga, trata de apartar a Scott de su vida por todos los medios, más aun teniendo en cuenta que aspira a liderar el partido en el que milita. De los sobornos pasa a las amenazas y de ahí a ordenar un chapucero homicidio, siempre secundado por un ejército de burócratas que han de encargarse de que ningún detalle de esa relación ‘contranatural’ salga a la luz: en ello les va la carrera y el sueldo.

Entre Scott y Thorpe existe, además, una visible diferencia de clase que, a la postre, es la desencadenante de todos los problemas. El segundo, en tanto miembro del parlamente, forma parte del establishment, y vive de manera acomodada. Scott es un pobre diablo. Alguien que trabaja en un establo y que clama, una y otra vez, que le concedan la tarjeta de la Seguridad Social que su amante le había prometido: no olvidemos que, para tenerlo cerca, además de alojarlo en el piso de su madre, Thorpe se convierte en su empleador. Rota ya la relación y sin ese documento, Scott es un paria, alguien fuera del sistema, carente de recursos, un tipo sin un lugar en el que caerse muerto. Pero como dijo Bob Dylan, el que no tiene nada, no tiene nada que perder y eso, si vives en el país de los tabloides y conservas cartas comprometedoras en las que tu antiguo novio te llama ‘conejito’ y que, además, llevan el sello de la Cámara de los Comunes, es bastante más que nada. Con esos mimbres (tampoco es cuestión de desvelar más), Davies y Frears construyen un relato vibrante, estilizando los hechos reales, para hablar, principalmente, sobre el abuso de poder, pero también sobre los derechos individuales, la lucha de la comunidad gay y las diferencias que establece un sistema judicial que incumple sistemáticamente su primera prerrogativa: la igualdad de todos los seres humanos ante la ley. Uno de los grandes méritos de esta producción de la BBC es su capacidad sintética; esto es, la selección de los momentos más importantes dentro de un vasto arco temporal sin que ni el hilo ni la claridad narrativas se pierdan (hay una linealidad, no percibimos una sucesión de bloques). Esa concisión narrativa, apoyada por la magnífica banda sonora compuesta por Murray Gold (no creo que la mención, en un momento determinado, de Benjamin Britten sea casual), convierte A Very English Scandal en un prodigio de ritmo, un allegro continuo que se ve reforzado por la vivacidad de los diálogos y el talento de los actores para encadenar réplicas y contrarréplicas sin que ello afecte a la comprensión. Todo va ordenadamente rápido (esos intertítulos) y los ojos se nos van detrás de unas imágenes que encierran una trama llena de reveses, felizmente contaminada por ese humor típicamente británico que ayuda a descomprimir el drama, y en la que se dan cita constantes temáticas propias del cine de Frears, pero en la que también aparecen guiños a otros cineastas como los hermanos Coen -imposible no ver su huella en ese proyecto de asesinato en el que la crueldad humana y la incompetencia más supina van de la mano. [caption id="attachment_976" width="510"]
Ben Whishaw interpretando a Norman Scott en A Very English Scandal[/caption] Además de ese tempo adictivo que viene marcado desde el guion, la escritura de Russell T. Davies aporta una construcción de personajes rica en matices. Por más que, al final de la contienda, la Historia haya situado a cada uno de los dos protagonistas en un bando (héroes y villanos que dirían los Beach Boys), sus personalidades están marcadas por los claroscuros: “esta es la historia de un mentiroso que conoce a un soñador (fantasist en el original), lo que sucede es que no sé quién es quién”, afirma el abogado defensor del líder del Partido Liberal, y quizá esa sea la mejor definición de dos personajes profundamente complejos. Jeremy Thorpe es un tipo pragmático y un orador impecable capaz de utilizar la retórica para barnizar de elegancia los actos más horrendos. Aun así, a pesar de su arribismo y de esa temible seguridad que, presumiblemente, otorgan los altos cargos, el libreto de Davies se cuida de mostrar su lado menos arrogante mediante las relaciones que entabla con sus dos mujeres convenientemente desposadas por el bien de su carrera. De todos modos, el gesto definitivo se produce en la secuencia en la que celebra su triunfo final -sí, spoiler- cuando, durante un breve instante, contrae el rostro en un rictus indicativo de una derrota que excede el fallo favorable de los tribunales. Ni qué decir tiene que quizás estemos frente al mejor trabajo de la carrera de Hugh Grant, un actor que ha sido capaz de borrar su característica sonrisa -ese horizonte de dientes- y pintarse los labios con una perenne mueca torva, ladina. Con todo, Ben Whishaw está a otro nivel. En primer lugar, porque su personaje es como un tráiler de Haribo. Un ser herido, pero al mismo tiempo inmaduro y superficial, alguien que no ha encontrado su lugar en el mundo y que, además, lo va a tener jodidamente difícil, primero porque es homosexual y después por culpa de su propio carácter, entre indolente y disoluto. Y ahí Whishaw se crece y nos presenta a un gay que nada, absolutamente nada, tiene que ver con el que interpretó en la notable London Spy (por si a alguien se le ocurría encasillarle). Su manera de andar, los tics faciales, los gestos con las manos, su locución… Todo contribuye a configurar un personaje inolvidable que al mismo tiempo que se rebela contra la adversidad no se constituye en un modelo de conducta. Damas y caballeros, por si no lo sabían, somos imperfectos.

Stephen Frears, director

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Hugh Grant y Stephen Frears en el rodaje de A Very English Scandal[/caption] Que Frears es un director notable está fuera de toda duda, que su carrera está repleta de altibajos, también. Con todo, el veterano realizador británico demuestra su oficio detrás de las cámaras y entrega su mejor trabajo desde The Queen (2006). Su conocimiento de los tiempos que exige la televisión -Frears empezó en la televisión y su currículum catódico es impresionante- y del lenguaje cinematográfico le permiten controlar el flujo narrativo mediante una puesta en escena sencilla -que no simple- que contribuye a ese vertiginoso fluir del que hablábamos en párrafos anteriores. Ese dinamismo se ve acrecentado por una serie de afortunadas decisiones visuales que salpican toda la obra. Por acotar el campo de análisis, fijémonos solo en el último episodio y extraigamos de él algunas secuencias reveladoras. En la primera, Edna Friendship (Michele Dotrice), la señora que acoge a Norman Scott, describe a las autoridades al hombre que intentó asesinar a Norman y el vehículo que utilizó para ello. En el momento del señalamiento del sospechoso, la cámara va acercándose a su rostro, constatando la importancia de la información transmitida. Ese movimiento de cámara -el del travelling hacia adelante- es utilizado por Frears en diferentes ocasiones y con distinto significado. Piensen en el instante en que la policía comunica el arresto a Jeremy Thorpe y a su abogado: los agentes están de pie, capturados por un plano fijo; en el contraplano, sentados delante de una pared en forma de retícula (motivo carcelario donde los haya) están Thorpe y su letrado. En primer lugar, existe una diferencia de altura -dominador del plano y de la situación vs. dominado- y en segunda instancia, cuando Frears encuadra a los acusados la cámara se mueve hacia ellos, encerrándolos aún más, agotando el espacio entre sus cuerpos y el muro posterior. La imagen ya nos avanza la resolución de la secuencia. Vayamos, ahora, al juicio. Señalemos, primero, que el hecho de que el proceso fuera público permite a Frears darle aún más brío a la sucesión de acontecimientos: el montaje paralelo entre lo que sucede dentro y las reacciones de los medios facilitan que la trama avance con mayor rapidez y jamás resulte redundante. Dicho esto, centrémonos ahora en las intervenciones de Norman Scott. Hay dos momentos especialmente brillantes. En su primera comparecencia, el abogado de la defensa carga contra él y lo vemos filmado con un leve contrapicado, en relación con su posición dentro del tribunal, y mediante un plano corto, como acosado, atenazado. Poco a poco, Scott se libera sobre el estrado y su carisma -y su divismo, por qué no decirlo- va apropiándose de la sala: toma el control de la situación. Los jurados y el público ríen sus ocurrencias, se muestra elocuente y sortea con brillantez las preguntas del letrado. En ese punto, Frears acuña un plano difícilmente olvidable: sitúa la cámara detrás de la espalda de Scott, en picado. Ese emplazamiento, con el acusado en el centro de la imagen, lo señala como el controlador de todo el espacio: está más elevado que todos los que están a su alrededor, que lo observan y quedan prendados por su magnetismo; en realidad, es el imán de todas las miradas (previamente, Frears ha dibujado un recorrido sutil con la cámara, pasando de la frontalidad, a la lateralidad del rostro de Scott para terminar detrás de él). Tras un receso, se llega a su segunda intervención; aquella en la que su mensaje trasciende su propia problemática para erigirse en portavoz de un colectivo: “me importa cómo los hombres como yo son empujados a las esquinas y masturbados en la oscuridad y luego arrojados por la puerta como si fuéramos basura, como si no fuéramos nada, como si no existiéramos. Y todos los libros de Historia en los que aparecen hombres como yo, desaparecidos. Así que hablaré, seré escuchado y seré visto, su señoría”. Para registrar ese speech, que es más largo, Frears acerca el objetivo a la cara de Whishaw como no lo había hecho hasta el momento, es un primerísimo primer plano que denota la importancia de un discurso que ya ha trascendido lo particular para inscribirse dentro de una reivindicación general. Esas escalas tan extremas, incluso en ocasiones agresivas, han de reservarse para los momentos realmente importantes. Y Frears lo sabe. Y sabe manejar ese recurso tan bien, que en esa confesión final de Thorpe lo vuelve a utilizar dentro de una composición plano/contraplano. Su abogado le pide que le explique por qué Scott no fue uno más, no fue un affaire de una noche sino una relación que se prolongó en el tiempo. El jurista está filmado de perfil, en primer plano, se le ven los hombros, la imagen respira y no hay profundidad de campo; la cámara está a su misma altura. En la otra parte, nuestro maltrecho parlamentario enclaustrado por un close-up que le corta la parte superior de la cabeza, en contrapicado y en escorzo, y con el oscuro respaldo de la bancada de madera detrás: una composición de la que el propio personaje no puede escapar; Thorpe no tiene salida, solo le queda decir la verdad. Si para Scott el primerísimo primer plano que lo enmarcaba de manera frontal servía para dar relevancia a su discurso, en el caso de Jeremy Thorpe, un leve cambio de angulación basta para asfixiarlo visualmente, para arrancarle la confesión de su más íntimo secreto. A esto se le llama dirigir. No duden en escandalizarse.
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