'The Punisher', fuera de la ley
Ahora que el romance entre Marvel y Netflix toca a su fin –la última cita la tendremos con la tercera temporada de Jessica Jones– ha llegado el momento de analizar la que es, junto a la trilogía de Daredevil y la entrega inicial de la serie protagonizada por Krysten Ritter, la mejor producción que esta entente entre el gigante del streaming y ‘La casa de las ideas’ ha engendrado hasta la fecha. Se trata de The Punisher, la libre adaptación del personaje de cómic ideado por Gerry Conway y dibujado por John Romita Jr. y Ross Andru en 1974, cuya segunda y última temporada se mantiene fiel a las claves que hicieron de su debut una de las propuestas más estimulantes del audiovisual superheroico contemporáneo.
En su segunda parte, la creación de Steven Lightfoot se abre en dos. Por un lado, el despertar de un desfigurado Billy Russo a. k. a. Jigsaw (Ben Barnes) establece una línea de continuidad con la temporada anterior y, por el otro, la recuperación de las fotografías del senador David Schultz (Todd Alan Crain) en actitud cariñosa con otro santo varón serán el resorte que active la segunda mitad de la trama. Esta composición bicéfala nos deja, de una parte, la historia de ‘contravenganza’ protagonizada por Russo: su huida del hospital (que recuerda a la de Hannibal Lecter en El silencio de los corderos… Lightfoot fue guionista de Hannibal, la serie), la creación de un grupo de asalto formado por exmilitares, la relación con su terapeuta Krista Dumont (Floriana Lima), el desarrollo de un proceso de transferencia y contratransferencia entre ambos, y el diseño y la ejecución de un plan para acabar con Frank Castle (Jon Bernthal). Si, en lo argumental, esta parte de la historia estaría ya resumida, en lo discursivo cabría añadir un par de apuntes. Como ya sucedía en la entrega anterior, la teleserie marvelita indaga en la (im)posible readaptación de los soldados que regresan del frente, tipos a los que les cuesta un mundo canalizar una violencia que, en otro contexto, es su herramienta de trabajo. De ahí que los psicólogos o las sesiones de terapia conjunta que conduce Curtis Hoyle (Jason R. Moore) sean tan importantes para combatir, desde el autoanálisis y el diálogo, un estrés postraumático del tamaño de un misil Tomahawk. En el fondo, toda esta galería de posibles héroes, defensores de su país en el exterior, queda desposeída de esa condición toda vez que abandona el marco en el que la lógica de sus acciones era validada por una instancia y una autoridad superiores. Dejada atrás la guerra, sus cualidades no solo ya no sirven en un entorno pacífico, sino que su explotación les lleva a incurrir en delitos, puesto que no operan dentro del sistema (ya no pertenecen a la estructura militar). Las taras, las secuelas y los brotes de ferocidad que de esa contradicción se derivan aproximan a Billy Russo y su pequeño ejército de ladrones a figuras como Chris Kyle (Bradley Cooper), el protagonista de El Francotirador (Clint Eastwood, 2014).
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Si en la que llamaremos 'línea narrativa Jigsaw' el excompañero de Frank se dedica a acosarle hasta poder exterminarlo, en la segunda el perseguidor será John Pilgrim (Josh Stewart), el brazo ejecutor de la familia Schultz y uno de los villanos con más punch de los últimos tiempos, un matón sin escrúpulos reconvertido en siervo de Dios que se aplicó en las lecturas del Antiguo Testamento y dejó el Nuevo para mejor ocasión. La trama es como sigue: al senador David Schultz le gustan mayores, de esos que llaman señores, solo que, en lugar de flores prefiere cosas mejores (morreos en bares, qué lugares… ya paro).
Sus papás, a los que el ala derecha del partido republicano les parece demasiado moderna y que quieren recuperar América en el nombre de Dios, están muy preocupados porque ese desliz pueda truncar la carrera política de su retoño. Como tienen dinero para empapelar la Casa Blanca por dentro y por fuera con billetes de 100 dólares, además de una fe que mueve montañas y fondos de inversión, no dudan en hacer todo cuanto sea necesario para recuperar esas fotos. Y ahí entra en juego nuestro peregrino (Pilgrim), solo que, en lugar de llevar una concha de vieira y un bastón, prefiere las armas semiautomáticas y los fusiles de asalto. Este exgángster convertido al fundamentalismo evangélico cumplirá con su misión no por fervor religioso, sino porque los Schultz, propietarios de Testament Industries, pagan el tratamiento de su mujer enferma y cuidan de sus dos hijos. La cuestión, no obstante, está en saber quién tiene la colección de besos robados y aquí, como ya sucedía en la primera entrega, Lightfoot se abona a la actualidad y a las conspiraciones. Inicialmente, la propiedad de las instantáneas pertenecía a la mafia rusa, comandada, desde la sombra y bajo la apariencia de empresario solvente, por monsieur Poloznev (Dikran Tulaine). Las fotografías no debían servir, sin embargo, para acabar con la carrera del senador, sino como herramienta de extorsión una vez que la esperanza blanca y evangélica de los Schultz llegara a la presidencia. Los paralelismos entre la relación del presidente Donald Trump con su homólogo ruso Vladimir Putin y la que busca Poloznev con respecto al joven político son evidentes: ¡que vienen los rusos!
Solo que las cosas no son tan sencillas si Amy Bendix (Giorgia Whigham), una pícara de manual, está de por medio. De hecho, esta segunda temporada de The Punisher es un accidente. Todo empieza en ‘Roadhouse blues’, un primer episodio que arranca como una novela de Danielle Steel que se transforma en una de Elmore Leonard y que termina como si Timo Tjahjanto hubiera rodado De profesión duro (Rowdy Herrington, 1989). Frank Castle se queda pillado nivel CR7 con su ego de Beth Quinn (Alexa Davalos), la camarera de un bar de carretera en el que se presenta para hacer un alto en su viaje de huida a ninguna parte. Y aunque Frank se dice que aquello es un polvo de una noche y al día siguiente regresa a la carretera, le basta con dar un volantazo para volver a la barra del Lola’s Roadhouse y mostrarle su afecto, y ofrecérsele todo él, con su cara tallada en granito, su cuerpo lleno de músculos y de costuras y esa parquedad gestual del que se expresa a hostias y a gritos. Y Frank, que parece no saber que solo puede ir hacia adelante, la caga. Porque por el garito anda Amy con las fotos del senador y un grupo de sicarios que ya se ha cepillado a todos sus colegas las quiere de vuelta a cambio de una puñalada intercostal o de una paliza estilo La Pasión de Mel Gibson. Y, claro, se lía el Armagedón.
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A partir de ese encuentro fortuito, nuestro Castigador iniciará un viaje de doble dirección: averiguar quién y por qué persigue a ‘la chica’ y, posteriormente, ayudar a la agente Madani (Amber Rose Revah) a terminar con Billy Russo. Es, precisamente, ese armazón el que ayuda a que la serie se sostenga a lo largo de sus 13 episodios, respetando el (fallido) estándar de duración de las producciones Marvel para Netflix. Sin embargo, esa construcción dual provoca ciertos desajustes, sobre todo en la parte central, cuando la línea narrativa Jigsaw cobra importancia y la sección Pilgrim queda en segundo plano (demasiado olvidada). Sea como fuere, la serie se mantiene fiel a sus constantes: los capítulos están estructurados en crescendo, con esos picos de violencia que estallan siempre al final; hay un constante suspenso de la tensión, con episodios que terminan cuando la acción se está desarrollando para que continúe en el siguiente; la violencia es brutal, seca y por momentos insoportable; no faltan las frases cínicas y cortantes del estilo “solo le has disparado, yo le he matado” o esas líneas de diálogo sobre la diferencia entre hecho y amenaza que figura en el series finale; la presencia puntual de personajes del Marvel Cinematic Universe como Turk Barrett (Rob Morgan) o Karen Page (Deborah Ann Woll); los numerosísimos guiños a los cómics o la repetición de ese motivo central propio de las buddy movies –dos personajes marcadamente distintos obligados a alcanzar un objetivo común–; en la primera temporada eran Frank y Micro (Ebon Moss-Bacharach), en la segunda, Frank y Amy.
Existe, además, una intención por variar el enfoque de las secuencias de acción, dejando algunas set-pieces brillantes, como la que protagoniza Pilgrim cuando se enfrenta a un viejo conocido (y sus secuaces) en un salón vacío: el montaje alterno permite que veamos primero las heridas y después como fueron causadas en una relación de uno a uno (una consecuencia, una causa). En realidad, el uso del montaje en ese capítulo décimo (‘The Dark Hearts of Men’) es muy interesante: la alteración cronológica –comienza con “un 24 horas antes”– preside todo el episodio en el que se expone el plan-trampa creado por Russo y Krista para hundir psicológicamente a Castle.
Además del brío de las secuencias de acción, The Punisher tiene muy claras cuales son sus referencias estéticas. Sin en la primera temporada era sencillo rastrear guiños al thriller conspiranoico de los 70 y actioners de principios de los 80 firmados por directores como Walter Hill o Ted Kotcheff, ahora las referencias incluyen al John Carpenter más hawksiano, el de Asalto a la comisaría del distrito 13, a la que se rinde homenaje en el magnífico tercer episodio (‘Trouble the water’) en el que también se juguetea con El jinete pálido de Clint Eastwood, a su vez revisión oscura de un clásico como Raíces profundas, dirigida por George Stevens en 1953. (Aquí les dejo el diálogo: "You ever see that western where the guy comes to town, turns out he's like the Devil or Death or something?").
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Es la segunda vez que citamos a Eastwood y quizás no lo hayamos hecho por las razones adecuadas. Si algo emparenta The Punisher con la filmografía (como actor y como director) del exalcalde de Carmel es su dimensión moral e ideológica. En última instancia, lo que plantea la serie es si la figura del vigilante está justificada o puede justificarse. Si, a partir de la aplicación de un código ético (ese que Billy Russo quiere romper) es moralmente lícito eliminar a criminales sin ningún tipo de intermediación legal. Aunque en su tramo final la teleficción de Netflix se decante por esta opción –con el asentimiento del sargento Brett Mahoney (Royce Johnson), en principio contrario a los métodos de Castle– siempre se busca un contrapunto que, en este caso, aporta Curtis, alguien que no duda en ayudar a su excompañero de trinchera y ahora amigo pero que se niega a ajusticiar a nadie y que, de hecho, pone fin a la escalada de violencia con una acción que puede ir en contra de los intereses de ese improvisado grupo al que pertenece.
Dicho esto, hay que reconocer que la serie puede resultar ambigua, pero, ante todo, es profundamente nihilista, tanto que parece gritarnos que no hay luz al final del túnel y si la hay, es la del tren que viene a arrollarnos. Ejemplos: en la secuencia en la que Frank enseña a Amy a birlar una pistola se observan las tendencias suicidas de alguien que no tiene nada que perder, que con sus actos violentos más que estar pidiendo venganza pide que alguien acabe con su sufrimiento. La relación entre Russo y su terapeuta también aborda estas cuestiones. Sus parafílicos encuentros sexuales, en los que ambos encuentran placer acariciándose y penetrándose las cicatrices de sus cuerpos (a lo Crash de David Cronenberg) refuerza ese vínculo que se establece con el dolor y el sufrimiento, presente incluso en los momentos de goce (la secuencia que une por montaje sexo y muerte en el episodio noveno no deja lugar a dudas). No hay esperanza para tipos como ellos.
Apartándonos de este debate ideológico, que la serie no solo no rehúye sino que plantea abiertamente, creo que The Punisher demuestra que la ficción serial superheroica aún tiene largo recorrido, más aún cuando las propias películas Marvel se están forjando a partir de recursos propios de la serialidad (cliffhangers post-créditos, cruce de universos, intercambios de personajes, desarrollo dramáticos por bloques, necesidad de continuidad y construcción de arcos argumentales en función de ella…). Veremos si en Dinsey+, la plataforma en la que teóricamente recalarán las producciones de ‘La casa de las ideas’, se afina en cuestiones cruciales como la duración de las temporadas o la incorporación de showrunners con cierta afinidad (no más Scott Buck, por favor) para que exista cierta coherencia; al fin y al cabo, hablamos de un universo compartido.