Decía Fritz Lang que el CinemaScope solo servía para filmar serpientes y ataúdes. Él mismo se encargó de desmentir tal afirmación en Los contrabandistas de Moonfleet (1955), filme en el que la horizontalidad del formato resulta determinante para la composición de inolvidables secuencias como la de la despedida final entre Jeremy Fox (Stewart Granger) y el joven John Mohune (Jon Whiteley), que arranca con un reencuadre prodigioso en el que la plasmación del concepto de distancia (física y dramática) es fundamental. Moonfleet es una referencia insoslayable a la hora de enfrentarse a Libertad, el último trabajo de Enrique Urbizu que hoy se estrena en cines como largometraje y en Movistar + como miniserie de cinco episodios. No solo porque las dos versen sobre las vidas de contrabandistas y bandoleros —de distintas épocas y geografías—, sino, sobre todo, porque comparten un enfoque similar sobre las relaciones materno/paternofiliales y también porque presentan el reverso cuasi gótico de dos fábulas de corte romántico, amén de trabajar el scope con inusual maestría. Si Lang (se) demostró que el formato panorámico valía para algo más que para encuadrar ofidios y féretros, cineastas como Sergio Leone nos enseñaron que el diseño de un sombrero o el perfil de un arma bien justificaban el abandono del 4:3 o del 1.85:1 para abrazar una amplitud mayor. Otros como Anthony Mann abrieron nuevas vías compositivas con respecto al tratamiento del paisaje merced a la anchura del 2.35:1 y directores como el Budd Boetticher de Cabalgar en solitario (1959) fundieron con inusitada lucidez narración, entorno y psicología, con esos escenarios abruptos que apuntaban la dificultad de cumplir con una misión, pero que también se erigían como pregnantes metáforas del estado mental de los protagonistas.
Todo eso está en Libertad, como también está el Raoul Walsh de El último refugio (1941)/Juntos hasta la muerte (1949) —la persecución, montaña arriba, en el primer episodio, o el duelo entre grandes peñascos en ‘La frontera’ (1.04)— y, sobre todo, como veremos más adelante, el John Ford de Centauros del desierto (1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Estamos ante una obra que, sin embargo, se sitúa en un contexto histórico anterior a aquel en el que se inscribe el grueso del western, de manera que, la invocación de determinados autores que engrandecieron el citado género supone la reapropiación de un imaginario, una suerte de reconquista fílmica que viene a recordarnos que antes, mucho antes de que Will Lockhart (James Stewart), Ethan Edwards (John Wayne) o Ben Brigade (Randolph Scott) atravesaran el salvaje Oeste, tipos como el Aceituno (Isaak Férriz) estaban cansados de cabalgar por la meseta castellana.
Este cruce de herencias ya debería poner sobre aviso al espectador. La salida de la cárcel de Lucía la Llanera (Bebe, otro acierto de casting en la trayectoria de Urbizu) tras 17 años de cautiverio y el viaje que inicia con su hijo Juan (Jasón Fernández) y con la joven Reina (Sofía Oria) a fin de dejar atrás una tierra hostil dominada por un gobernador inflexible solo es el resorte que activa el mecanismo de funcionamiento de un relato coral entretejido de huidas, venganzas y legados. Huyen la Llanera y su hijo y detrás les va el Lagartijo (Xabier Deive), padre de la criatura, terrateniente caído en desgracia y metido a asaltante de caminos que quiere recuperar a su primogénito y marchar a Portugal, a un pueblito en el que ha invertido la fortuna robada y en el que su sueño latifundista ha de reverdecer. Pero Lucía es una pieza codiciada. Irle a los alcances bien puede valer un botín mayor. La atosigará el Aceituno, para quien es el peón decisivo en la apertura que ha de procurarle el definitivo jaque mate. La perseguirá el gobernador (Luis Callejo), respaldado por el representante de la aristocracia en aquella tierra inhóspita, Anastasio Monevón (Pedro Casablanc), que empleará todos los medios de que dispone —desde reclutar al propio Aceituno hasta enviar una patrulla de soldados— no ya para dar caza a la mujer, sino para erradicar la lacra bandolera que asola su jurisdicción. Lucía, refractaria a cualquier asociación y contraria a cualquier desenlace que no concluya con una existencia pacífica e independiente, se convierte en objeto de deseo para el Lagartijo, el Aceituno y los soldados del gobernador, lo que da pie a una estructura atravesada por puntos de fuga que encuentra mejor acomodo en su versión serial que en la cinematográfica, precisamente porque su mayor duración facilita la transición entre espacios y personajes (a veces demasiado bruscas en el largometraje), amén de que las motivaciones de algunos de los intervinientes —v.g.: el soldado que acompaña al Aceituno y su cuadrilla en la andanada final— quedan mejor explicadas. Cierto es que las dos versiones tienen un inicio un tanto explicativo y que el epílogo de ambas reúne demasiados acontecimientos —por más que el final desprenda una hermosura sobrecogedora—, también que la huida de la Llanera de las garras del Aceituno (1.02) resulta un tanto forzada, debilidades mínimas que no desbaratan una férrea construcción que se amolda mejor a la estructura capitular de una serie —no porque hay más trama sino porque, paradójicamente, hay más tiempo para el reposo— que cuenta con una hábil distribución de los picos de tensión —‘El lagartijo’ (1.02) termina con la antológica secuencia junto al pozo y ‘La frontera’ (1.04) con un violento ajuste de cuentas— que invita a seguir con el visionado. Incluso, cuando el libreto juega con el azar (“no sé si es culpa de la Providencia o del diablo”) a propósito de los cruces entre el Aceituno y el escritor John S. Cook (Jorge Suquet) no lo hace a favor de obra, sino para complicar las cosas aún más.
No obstante, por más que Libertad se plantee como una incesante persecución que se bifurca en numerosas desviaciones, la cadencia narrativa desoye los cantos de sirena de la trepidación. Si el guion de Michel Gaztambide, Miguel Barros y el propio Urbizu describe a unos personajes rudos, despiadados e implacables, en las antípodas de Curro Jiménez (Antonio Larreta, 1976-1979) o Diego Corrientes (Antonio Isasi, 1959), el perfil de la aventura no podía adoptar las formas de la linealidad ni la velocidad del vértigo. Aquí todo es hostil. La ‘desromantización’ del bandolerismo acuñado en las novelas por entregas de Manuel Fernández y González pasa por un desplazamiento continuo, jalonado por paisajes agrestes y tiempos muertos, por mostrar todo aquello que la novelística popular de mediados del XIX y sus posteriores adaptaciones fílmicas —Amanecer en puerta oscura (José María Forqué, 1957)— y seriales —Bandolera (Tirso Calero, 2011-2013)— ahorraban a lectores y espectadores en beneficio de la aventura.
Estamos, pues, ante una ficción serial a la contra: por su empleo del plano general y las escalas amplias, por la puntillosa labor fotográfica y de iluminación llevada a cabo por Unax Mendía (verán a Goya en un fusilamiento, a Murillo en el interior de un convento-sanatorio), pero también por su manso discurrir, por el arisco diseño de personajes y por la adustez de su belleza. También por mostrarnos, como en toda la obra de Urbizu, una violencia seca, fulgurante e inmisericorde reforzada por el expresivo uso de brevísimas elipsis que, por vía de la sustracción, magnifican su brutalidad (véase el incidente en la taberna del segundo episodio). Pero Libertad no solo va a la contra en lo formal y en lo tonal, también en lo discursivo: las historias de amor que contiene son homosexuales, la lectura que hace del periodo histórico de los últimos años del reinado de Carlos IV rezuma virulencia crítica y resuena con fuerza sobre la actualidad, son continuos los alegatos antimonárquicos al tiempo que no se vislumbra ninguna alternativa al orden imperante —representado por un gobernador pragmático y no falto de razones: “todo por el pueblo, aunque no se pueda confiar en él”— porque la llegada de las tropas francesas seguirá trayendo muerte y porque la población, en su mayoría pobre y analfabeta, carece de herramientas para voltear la situación. Es también una obra desoladora en la que la venganza no trae consuelo y, como bien señala Pedro de Urquijo (Ginés García Millán), hombre solitario de pensamiento liberal que ayuda a Lucía en su huida, la única opción para darle la espalda a un mundo violento, despiadado e injusto pasa por el exilio.
En definitiva, Libertad asume que en la era del streaming y del público de nicho se pueden desarrollar teleseries que exploren otras cadencias, que enviden la continuidad desde otro ángulo, que su valor no se circunscriba a la trama, sino que se desprenda, también, de sus encuadres. David Fincher y Andrew Dominik ya demostraron en Mindhunter (Joe Penhall, 2017-2019) que series reposadas, adscritas a otros ritmos y a otros modos son posibles. Aquí, el director de La caja 507 (2002) prolonga esta línea y nos deja composiciones que piden a gritos un análisis detallado, como el plano que encapsula el duelo final entre el Aceituno y el gobernador, un prodigio de contraste lumínico y de expresividad en el uso del reencuadre. Hay, sin embargo, otros pasajes menos vistosos pero igualmente magistrales, como esa conversación entre Aceituno, Lucía y su hijo durante un receso en la marcha. El bandolero está sentado delante de una roca enorme; madre e hijo a su derecha (izquierda del encuadre). Aceituno los ha capturado, los tiene a su merced. Mientras les explica cómo están las cosas y a qué han de atenerse, Urbizu lo filma en plano medio con un ligero escorzo. En el contraplano están Lucía y Juan, recostados sobre la misma piedra, el chico y el perfil de la roca marcan el centro del cuadro, con Lucía situada a la derecha del encuadre, siguiendo la charla con su captor aunque ambos apenas se dirijan la mirada. Para marcar quién tiene el control de la situación, en el contraplano madre-hijo, el realizador vasco utiliza el scope para colocar, en segundo término del encuadre y a la izquierda del plano a uno de los miembros de la cuadrilla del Aceituno, fusil en ristre. Nada en esta serie es azaroso.
Ford revisitado
Con motivo del estreno de Gigantes (2018-2019) ya se habló en este blog del ‘toque Urbizu’, un director que suele condensar la esencia de sus creaciones en la secuencia o secuencias de arranque. Libertad empieza en el Londres de 1809. En un salón elegantemente decorado, el escritor John S. Cook narra, utilizando una linterna mágica, la historia de Lucía la Llanera. Todo arranca con un travelling de retroceso que nos lleva de la luz a la oscuridad, nos introduce, pasando por el marco que forman unas cortinas, en una sala escasamente iluminada y encadenando una suerte de panorámica de derecha a izquierda nos muestra una pantalla en blanco. Un corte directo nos llevará a un primer plano de la portada de un libro: Life and adventures of Lucía Malvar. La llanera, obra del propio Cook. El siguiente corte nos muestra al escritor, que ha empezado a abrir el volumen, en un plano medio largo. De ahí pasamos a dos primeros planos de la linterna mágica, uno en escorzo y el otro frontal, con el objetivo del dispositivo mirando al espectador con su ojo blanco. Después regresaremos al plano medio de Cook, que comienza con su relato al tiempo que la cámara se aproxima hacia él. Ese movimiento se verá entrecortado por insertos de la pantalla, cuya primera imagen será la del mapa de España. Mientras el novelista inicia su narración, Urbizu intercala planos que nos muestran la manipulación de la linterna mágica, otros de los espectadores girando sus ojos hacia la pantalla en un gesto de atención e interés, y los de las imágenes que aparecen sobre el lienzo blanco. La última de ellas, la de una patrulla de soldados al galope, se fusionará con la imagen de acción real para situarnos en 1807, año en el que ocurrieron los hechos, en un recurso muy similar al que John Ford emplea para introducir el flashback que da pie a la narración de Ransom Stoddard (James Stewart) en El hombre que mató a Liberty Valance (1962) en el que una vieja diligencia cobra vida a través de la rememoración del viejo senador.
En Centauros del desierto (1956), Ford ‘impulsaba’ la narración con este ligero travelling —la cámara moviéndose antes que el personaje, evidenciando la existencia de una instancia narradora superior— que nos invitaba a viajar de las sombras al sol que alumbraba un territorio legendario. En El hombre que mató a Liberty Valance el narrador delegaba su labor en los personajes de manera que los hechos nos llegaban filtrados por su punto de vista y la verdad (‘su’ verdad) carecía de un valor absoluto. Estos dos hallazgos narrativos del maestro norteamericano confluyen en el inicio y en el final de Libertad. Inicialmente, parece que Urbizu cede el testigo narrativo a John S. Cook, sin embargo, una vez introducidos en la historia observaremos con facilidad que el escritor inglés no está presente en buena parte de las vicisitudes que conforman esta aventura fragmentaria (la disociación con respecto a su punto de vista es más evidente que en el filme del 62). ¿Cómo puede ser, pues, el narrador de los hechos? ¿Qué grado de verdad cabe atribuirle a lo que cuenta? Regresemos al inicio: el director vasco, al revés que Ford, parte de la luz para ir hacia la oscuridad y situarse en el territorio en el que se ‘fabrican’ las sombras y las leyendas (el travelling igualmente inmotivado, toma la dirección opuesta a la del director de Fort Apache). Una vez colocados ‘al lado’ del supuesto narrador, se nos presentan la linterna mágica, la novela y la palabra, tres herramientas consagradas al arte de la fabulación. Esa fusión de soportes narrativos y la posterior conversión de la imagen de la lámina en carne del relato abre una jugosa vía interpretativa que la propia serie se encarga de alimentar: la desaparición de una voz en off que solo regresará al final, la presencia de Cook como personaje dentro de la historia y las continuas referencias a tipologías narrativas —las pinturas rupestres, la tradición oral, los guiños a la obra de autores como Washington Irving o Richard Ford, el lenguaje folletinesco incrustado en unos diálogos más escritos como se escribe que escritos como se habla, la novela biográfica, el cómic (v.g.: los libros ilustrados de Cook), la linterna mágica…— plantean una reflexión de corte metalingüístico que afecta tanto al desarrollo del relato como a la serie como objeto textual.
Vayamos por partes. Libertad se cierra con la voz de Cook terminando de leer su novela (voz que se recuperará después de un travelling de retroceso que atraviesa el marco de una puerta; esto es, que sale de un relato para entrar en otro, y se funde con la pantalla de la linterna mágica), pero los hechos narrados no se corresponden con las imágenes que observamos: al igual que en El hombre que mató a Liberty Valance, una instancia narradora superior impugna la perspectiva del personaje que parecía haber tomado las riendas del relato (en el film de Ford será a través de una analepsis situada en el interior de la narración de Stoddard que introduce el punto de vista de Tom Doniphon (John Wayne) y nos da a conocer la supuesta verdad). Además, el plano final de la serie es (casi) idéntico al de Centauros del desierto, cerrando una estructura circular que, tal y como sucedía en el seminal film de Ford, contraviene la ortodoxia clásica, en la película de 1956 porque la supuesta restauración del orden inicial no era tal (ese plano del porche tomado desde el eje contrario o la puerta que en el plano de arranque se abre desde la izquierda y en el final desde la derecha, evidenciaban todo lo que había cambiado, todo lo que se había perdido) y aquí por un doble motivo, porque desconocemos si el regreso de Lucía al hogar es real, pero también porque su soledad final no es la misma que la de Ethan Edwards: mientras el exsoldado confederado es expulsado de la casa familiar, Lucía va hacia el que será su hogar; mientras que el último plano de Wayne es de espaldas, el de Bebe es frontal —incluso la puerta se cierra en dirección contraria (de fuera a dentro y no dentro hacia fuera)— y aunque los dos compartirán soledad, la de Lucía se nos presenta como conquista y la de Ethan como destino irrevocable. Si bien es cierto que en el filme de Ford las rimas entre inicio y final son más evidentes por la repetición de escenario y elementos —luz/sombra, interior/exterior, hogar/naturaleza, orden/caos—, en Libertad la reverberación, más alambicada y autoconsciente si se quiere, es muy similar por más que el espacio sea distinto: un travelling hacia atrás nos lleva de un salón iluminado a otro oscuro a través del marco de una puerta y también de un exterior bañado por el sol a una cabaña sin luz con el basto portón trazando un nuevo reencuadre, entrada y salida de una fábula cuya verdad se nos presenta inasible; ya no estamos ante el poderoso demiurgo que manifestaba su presencia en el interior de un relato finalista (Centauros), ni ante un narrador que finalmente intervenía sobre la realidad de unos hechos por más que fuera la leyenda lo que terminara imprimiéndose (Liberty Valance), aquí la verdad queda en manos de un espectador que habrá de decidir si prefiere las palabras o las imágenes, o sin ninguna de las versiones le satisface. Ya ven, libertad hasta para elegir. Por hilar un poco más fino: en la secuencia final de El hombre que mató a Liberty Valance —la del tren—, Ford da carta de naturaleza a la versión Doniphon contada por Stoddard y verifica la corrección del relato realizada por el protagonista de manera que el espectador, finalmente, esté en posesión de la verdad. En Libertad, una obra en la que no existen los personajes como Ransom Stoddard, se abre una herida de sentido que sitúa a la audiencia en una encrucijada similar a la que viven los personajes (¿Adónde ir cuando todo termina?) e incluso el país mismo, a la sazón debatiéndose entre la pervivencia de la monarquía y la llegada de las tropas francesas.
Esta doble pirueta no es en absoluto gratuita, ni puede ser reducida a la categoría de ejercicio de estilo, porque tiene un alcance reflexivo que trasciende lo puramente estético. Estamos ante una obra que da, desde su primera secuencia y después casi de manera subliminal, un repaso a la evolución de la narrativa. Nos enfrentamos a un relato que, como el Quijote, se sirve de un género para desmitificarlo. Ante nuestros ojos deshilacha un hilván de tradiciones que hermana rasgos de estilo de grandes directores sin acumular capas de impostura, que se interroga sobre cómo se cuentan las historias y sobre qué tipo de historias se han contado y que, en un brillante giro, se nos presenta como película y como serie de televisión (la elección de cómo enfrentarse a ella también recae en los ojos de la audiencia), ahondando en ese planteamiento que yace en la esencia misma de Libertad: que el poder de la fabulación reside en la mirada y no en el formato.