Desde su estreno en Netflix el pasado 13 de agosto, El reino, la serie argentina creada por el director y guionista Marcelo Piñeyro (Plata quemada, Kamchatka) y por la escritora y dramaturga Claudia Piñeiro (Betibú, Las viudas de los jueves), se ha visto envuelta en una polémica que, más allá de la recolección de declaraciones que han quedado expuestas en las páginas de diarios como La Nación y que derivaron en una oportuna sucesión de réplicas de la autora de ‘Catedrales’ en webs como CTXT o ElDiario.es, ha terminado generando un debate diacrónico que ha amplificado el ruido mediático entorno a una producción cuyo (aparente) éxito inmediato ha desembocado en el anuncio de una segunda temporada. Pero ¿dónde reside el conflicto? Y, para lo que nos ocupa, ¿acaso este enfrentamiento dialéctico centrado en cuestiones estrictamente temáticas no servirá para disimular ‘otras cosas’? Veámoslo. 

En el caso de que no hayan leído los enlaces anteriores resulta necesario explicar que esta producción de K&S Films para la compañía de la gran N roja relata el ascenso a la primera línea de la política argentina del pastor evangélico Emilio Vázquez Pena (Diego Peretti), candidato a la vicepresidencia acompañando a Armando Badajoz (Daniel Kuzniecka), líder de un partido de nuevo cuño forjado a golpe de talonario por las fuerzas vivas del país para garantizar la estabilidad -su estabilidad- desde la Casa Rosada. La estrategia electoral necesitará de profundas modificaciones cuando, en el acto de presentación de la candidatura, el aspirante a presidente sea asesinado por Remigio (Nicolas García Hume), uno de los más fieles seguidores del pastor. 

Sin embargo, detrás del magnicidio se esconde una doble conspiración cuyo descubrimiento arranca por un error de cálculo: Remigio no pretendía matar a Badajoz sino a su guía espiritual. La fiscal encargada del caso, Roberta Candia (Nancy Dupláa), el estrecho colaborador del pastor Emilio, Julio Clemens (Chino Darín) y el director de orquesta de la empresa electoral, Rubén Osorio (Joaquín Furriel), terminarán averiguando la existencia de un vasto historial de abusos a menores que, a pesar de las evidencias halladas, no podrá ser revelado puesto que las élites económicas y empresariales de la nación, garante del perfecto funcionamiento del sistema, no pueden permitirse el lujo de desperdiciar una campaña presumiblemente abocada al éxito.

El Reino | Tráiler oficial | Netflix

La chispa de la ira se encendió entre los líderes de distintas congregaciones evangélicas de la Argentina a causa de ese entrechocar de asociaciones que El reino expone (iglesia, poder, pederastia) y de la cruda descripción que hace tanto del líder religioso encarnado por Peretti como de su esposa, la implacable Elena (Mercedes Morán), presunta consigliere que, en realidad, actúa como verdadero motor de una organización corrupta hasta el tuétano y tan despiadada como una multinacional (se dedique o no al fértil negocio del crimen en alguna de sus múltiples variantes). Sea como fuere, el cielo lleno de gritos de evangelistas airados luce ahora como un inmenso cartel promocional que ha atraído las miradas de medio mundo para demostrar, una vez más, la vigencia de esa fórmula impepinable llamada ‘Efecto Streisand’. Mientras los responsables, con el caldo del éxito todavía caliente, ya preparan el servicio de la segunda taza, aquí nos toca ver si la cosa es para tanto, si a lo largo de sus ocho episodios este thriller político que ha pulsado mediante sus ficcionales conexiones la sensibilísima fibra de algunos líderes religiosos merece atención más allá de su oportunismo argumental y de su innegable perspicacia para reflejar determinadas tensiones políticas del momento. 

No les resultará difícil encontrar reseñas a propósito de El reino en las que se alaban su factura técnica y sus altos niveles de producción, elogios que terminan por confundir la calidad con los magníficos acabados que permite la tecnología digital (y que igualan los estándares de cine y televisión) y con la mayor inversión por proyecto de las grandes compañías de streaming en comparación con los estándares de las cadenas generalistas. La apariencia como garantía de excelencia.

Nancy Dupláa. © Netflix 2021

Si la serie luce bien parece que los desajustes de su (increíble) guion importen menos. Que, durante su ecuador, se nos presente a un personaje heredero del mismísimo Cristo, un niño Dios capaz de obrar milagros, figura que inyecta una dosis de fantasía mística en un desarrollo argumental organizado alrededor de una conspiración política y que supone un cambio de tono totalmente innecesario parece ser algo irrelevante cuando, en realidad, importa entre poco y nada para el destape de la trama de abusos que la última víctima del violador sea un nuevo Jesús, ¿o es que no basta con que se conozca que en el seno de una iglesia que había montado un hogar de acogida se violente sexualmente a niños desamparados? Para más inri, sus superpoderes servirán para solventar situaciones que no podrían resolverse de una manera realista (v.g.: la huida final del propio mesías y su custodio).

El guion de Piñeiro & Piñeyro, prolongando esa tendencia actual que exige la presencia de un giro decisivo por episodio, se preocupa más por sorprender al espectador que por mantener su coherencia. Nos presenta el tortuoso pasado de Julio Clemens y medio construye la relación con su padre (y con su madre y con su hermana) para luego abandonar ese islote dramático a la deriva. En realidad, el libreto está plagado de apuntes a pie de página cuyo único propósito consiste en hacer que la trama avance: desde esos personajes utilitarios y carentes de toda entidad como el de Celeste (¡qué bien le viene al guion contar con una feligresa que trabaja en el servicio de escuchas del gobierno para que le filtre, en el momento oportuno, toda la información a la pastora Elena!), hasta el uso de recursos manidos (¡Remigio susurrando al oído de la fiscal el nombre del culpable!) pasando por la creación de escenas chocantes (el momento peluca de Mercedes Morán o la absurda secuencia del exorcismo) que nada aportan al diseño general de la teleserie. La realización, a cargo del propio Piñeyro y de Miguel Cohan -quien ya se encargó de adaptar a Claudia Piñeiro en Betibú (2014)- oscila entre lo trivial y lo resultón, con alguna secuencia de montaje afortunada (el arranque del cuarto episodio a ritmo de Jesucristo Superstar) que cabrillea en mitad de esa llanura visual que es El reino. El monótono encadenado de pasajes shockeantes provoca que un capítulo tan sencillo y bien ordenado como ‘El informe Osorio’ (1.06) sobresalga gracias a esa cadencia que le imprime el uso del ‘falso’ material de archivo. El otro gran hallazgo lo encontramos en el episodio final, con esa ‘rajoyana’ pantalla de plasma que simula la presencia de las élites económicas y políticas en el mismo salón en el que el pastor Emilio anuncia su candidatura a la presidencia: el verdadero poder no se expone, siempre encuentra la mejor manera de ocultarse sin dejar de estar presente (de eso va, también, El reino).

Joaquín Furriel y Chino Darín © Marcos Ludevid / Netflix, 2021

¿Dónde están, pues, las razones que la han elevado, presuntamente porque aquí nadie da datos, a los altares del éxito? En este caso hay que buscarlas en otras partes del proceso creativo, concretamente en una colección de interpretaciones que consigue, contra todo pronóstico, que uno mantenga el interés por unos personajes que se mueven entre el cliché y el estereotipo. Uno se cree a Mercedes Morán como se creía a Jane Wyman en Falcon Crest (Earl Hamner Jr. 1981-1990) por más que la distancia temporal entre una y otra sea inversamente proporcional a las diferencias en el diseño de los roles. Otro tanto sucede con un inmenso Joaquín Furriel, al que el personaje de Rubén Osorio -ese Maquiavelo instruido en el hemisferio norte- le queda tan bien como los impecables trajes que luce. Y luego está Chino Darín, con esa belleza difícilmente impugnable, sin perfil malo, un actor al que le basta con la presencia para reclamar un espacio de privilegio en el oficio de la interpretación. En fin, milagros de la fotogenia. Dejamos para el final a las dos figuras más interesantes. La fiscal Candia, una mujer decidida a la que le ha costado años alcanzar un puesto relevante en la judicatura, rigurosa sin ser impulsiva, brillantemente encarnada por una Nancy Dupláa que hace malabares con su edad para mostrar, sin necesidad de lanzar panegírico alguno, cuán complicado es para las mujeres ocupar un puesto de responsabilidad (la quijotesca pareja que forma con su joven ayudante, sus problemas con la tecnología y la relación que mantiene con sus superiores, son indicativas de las extremas dificultades con las que se topa para ascender en la pirámide laboral).

Tampoco se queda atrás la ambigua composición que logra armar Diego Peretti para mostrarnos a ese pastor adorado por las masas, ejemplo de una autoridad que no aplica en el ámbito de lo familiar, donde su esposa ostenta la vara de mando. Un personaje escindido, que predica aquello que sus instintos le impiden cumplir, que abraza la fe de la hipocresía y emplea con maestría la retórica del autoengaño para convencerse de que todo va bien, de que hay que seguir adelante, de que para alcanzar el fin habrá que poner al servicio de la causa cuantos medios sean necesarios. 

Por ahí te agarra El reino. Te agarra una mirada torva de Furriel. Te agarran los ademanes torpes de la Dupláa ajustándose sus llamativas gafas. Te agarra y no te suelta Mercedes Morán clavando frases como quien sella un ataúd. Todo eso te atrapa, como también lo hacen algunas afinadas líneas de diálogo: “la política es el demonio”, “el poder no tiene moral”, “(el ministerio de) Cultura me lo quedo yo, que por ahí se mete mucha mierda en la cabeza de la gente”. Y, tampoco nos engañemos, te enganchan sus conexiones con la actualidad: la formación de un partido político diseñado desde las altas esferas, el continuo intervencionismo de Estados Unidos en las democracias de Latinoamérica, la expansión del populismo como herramienta para alcanzar el poder (las conexiones con las campañas de Trump o Bolsonaro), el auge de las religiones como vínculo para forjar una comunidad que sea capaz de defenderse de una realidad desoladora (y el rédito ideológico que de ellas puede sacarse) o la institucionalización de la corrupción. 

En todo caso, se llega hasta el final porque El reino más que una serie parece la convocatoria de la selección argentina de intérpretes y, ante un casting así, uno termina por deponer las armas, anular el sentido de la incredulidad y entregarse sin oponer resistencia.

@EnricAlbero