Bethany Gwyndaff (Gabrielle Creevy) tiene 16 años y estudia en un colegio público de Cardiff. A las cuitas propias de la adolescencia tiene que sumarle una madre con trastorno bipolar y un padre que piensa seriamente en denunciar al ayuntamiento porque del grifo de su cocina sale agua potable en lugar de cerveza Pipes.
La realidad del hogar se ve ligeramente aliviada cuando la abuela de Bethany entra en escena, una señora independiente y con carácter que, no obstante, solo le ofrece a su nieta atajos que no puede tomar (dejar a sus padres y su vida e irse con ella, lo que supondría una grave irresponsabilidad) mientras sigue sin meter en vereda a un hijo cuya única actividad se reduce a llenar de alcohol el depósito de su estómago y que el combustible le mantenga en estado de ebriedad hasta la resaca siguiente.
La joven encuentra cierto refugio en la escritura, solo que cuando encuentra su propia voz (de eso va, también, In My Skin, de cómo se forja nuestra identidad) esta le sirve para expresar, en el último verso de su primer poema, que se siente como la hija equivocada, alguien fuera de lugar, un funko en el Museo del Prado.
['Esto te va a doler': el (no tan) buen doctor]
A la primera temporada de In My Skin uno le agradece su descreído sentido del humor, que se esfuerce por encontrar pepitas de oro en un pozo colmado de inmundicias cuando lo fácil era refocilarse entre tanta excrecencia y empaquetar un dramón que atufara derrotismo, vendiese determinismo social y nos drenase los lagrimales cada cinco minutos.
Aquí, Kayleigh Llewellyn, creadora de la serie, es consciente de que para que la crudeza de una historia que se basa en sus propias experiencias resuene con mayor fuerza necesita equilibrarla con buenas dosis de comicidad, principalmente porque, de ese modo y por contraste, los pasajes dramáticos devienen mucho más potentes.
De esta producción de la BBC que Filmin estrenó en un tiempo que ahora nos parece remoto y cuya segunda temporada también está disponible en la plataforma española se han escrito innumerables artículos a los que pueden acceder fácilmente, así que la penitencia para los que llegamos a deshora al producto cultural que sea siempre debería ser aportar algo nuevo (que conste que soy de los que piensa que nunca se llega tarde a nada, si bien en asuntos periodísticos la actualidad nos penaliza cuando no nos movemos a su compás).
De In My Skin, además de su concisión (5 episodios de 30 minutos), me interesa su personaje principal, una joven que se ha diseñado una doble vida que consiste en proyectar una imagen medianamente cool construida a partir de retazos de mentiras, imagen que oculta una triste y desesperada cotidianeidad hogareña de la que ni sus dos mejores amigos ni nadie de su entorno escolar tiene la más mínima idea.
Llewellyn inscribe a su Bethany Gwyndaff dentro de una cierta tendencia contemporánea (y británica) en la que figurarían personajes como Fleabag o el doctor Adam Kay (Ben Wishaw). Existen claras similitudes tanto en la confección de los tres protagonistas como en los recursos de puesta en escena que se utilizan para mostrar su fehaciente inestabilidad.
La Fleabag de Phoebe-Waller Bridge se nos confiesa directamente a cámara; sin embargo, no conoceremos sus carencias emocionales hasta bien entrada la primera temporada de la serie. Es un personaje que no nos dice lo que realmente siente; alguien que, en el fondo, se engaña constantemente a sí misma, que busca autoconvencerse convenciéndonos a nosotros, intentado que seamos cómplices de sus decisiones. De la misma manera se conduce Adam Kay. Ambos buscan nuestra comprensión, aunque, en realidad, no se abren en canal ante la audiencia hasta que llega la catarsis final.
Bethany Gwindaff es un pelín distinta. Bethany Gwindaff no se miente a sí misma, ni nos miente a los espectadores, que somos conscientes en todo momento de qué le sucede y de cómo se siente, por más que su edad la obligue a bucear en mitad de un mar de dudas por el que naufragan su futuro inmediato o su propia sexualidad (estamos ante alguien que se está descubriendo, ante alguien que, repetimos, está encontrando su voz, literal y metafóricamente).
Bethany Gwindaff engaña al resto de personajes y el público lo sabe. Fleabag y Adam Kay pueden llegar a decirnos lo que piensan, pero nunca sabremos qué sienten; de Bethany lo sabemos todo (recordemos que, hasta el último episodio, el doctor Kay sigue intentando convencer a su pareja y a sí mismo de que pueden tener una relación pese a su trabajo, cuando los espectadores sabemos que es del todo imposible).
Con los mismos recursos formales -el uso de la voz en off y la ruptura de la cuarta pared, mecanismo este último que en In My Skin se emplea de manera muy puntual- Kayleigh Llewellyn nos brinda una protagonista que introduce ligeros matices con respecto a sus antecedentes, también porque el tema de la serie no es otro que el de la doblez.
Si, por un lado, Bethany nos muestra sus dos caras (la de casa y la que ofrece al resto); por el otro, su relación tanto con sus amigos como con Poppy (Zadeiah Campbell-Davies), la chica popular del instituto, también vendrá marcada por ese uso ladino de la amistad, por ese establecer lazos en función de intereses espurios.
Una dualidad que, por cierto, también está en consonancia con esa alternancia tonal que tan bien maneja la guionista, capaz de encajar latigazos de humor negro entre situaciones muy delicadas, y con la doble realidad que ha de afrontar Bethany, alguien que lidia como buenamente puede con sus obligaciones escolares y con el cuidado de su madre, interpretada con sobrecogedora brillantez por Jo Hartley.
['Barry': el coleccionista de máscaras]
Por lo demás, la serie retrata sin condescendencia y apelando a una naturalidad tranquila el ambiente escolar y las rutinas adolescentes; es decir, sin paternalismo, sin criminalizar a los jóvenes y manejando hábilmente distintos arquetipos aplicados siempre a personajes muy secundarios (la inadaptada, el fanfarrón, el sabiondo, etc.). Tengamos en cuenta que, aunque sea por elisión, se nos habla de una violación y ni siquiera ese pasaje se aborda con tremendismo, porque los guiones asumen los contradictorios comportamientos de los personajes sin por ello justificar según qué actuaciones.
Su aproximación naturalista al entorno que describe, con esa fotografía mortecina que refleja una realidad dura, fea y gris, contrasta con esas evasiones mentales que sirven para proyectar los deseos, a veces los temores, de la propia Bethany, otra muestra más de esa convivencia de registros por la que apuesta la serie y que tan bien le sienta.
El mejor ejemplo de esto lo encontramos en el cuarto episodio, cuando Bethany se enfrenta a su padre y lo amenaza de muerte (sic) si vuelve a maltratar o a amenazar a su madre. Lucy Forbes, también directora de Esto te va a doler, la filma aplicando un marcado claroscuro sobre su rostro que refleja esa naturaleza dual de la protagonista, una joven por muchos momentos creativa y luminosa que, no obstante, posee un temible lado oscuro (quien sabe si heredado por vía genética).
A In My Skin se le puede reprochar algún que otro subrayado musical en los momentos más tiernos, medidas enfáticas del todo innecesarias porque el poderío dramático de esos instantes fugaces en los que madre e hija conectan no necesitan de ningún aderezo para causar una demolición emocional. También alguna cita excesiva que no concuerda con el contexto reflejado, por más que comparta cierto clima de desesperación con la serie, como la mención a El caballo de Turín (Béla Tarr, 2011), mucho más exótica en ese ambiente que las referencias al cine de Almodóvar o Mi nombre es Harvey Milk (Gus Van Sant, 2008), ambas más pertinentes en virtud de los personajes que las pronuncian y de la situación.
Aunque quizá lo más problemático sea someter a un breve ejercicio de estrés la propia premisa de la historia: ¿cómo ha podido Bethany sostener durante tanto tiempo esa mentira? ¿Cómo es posible que nadie del instituto, ni ninguna de sus amistades, sepan que su madre entra y sale de un psiquiátrico (más cuando nos es presentada montando un escándalo público) y que su padre ayuda a financiar a la mitad de los bares de la ciudad?
Llewellyn es lo suficientemente inteligente como para arrancar la narración con el drama ya iniciado; nos suelta en mitad del huracán, nos rodea de personajes que atraen como un imán y eso hace que nos olvidemos de que, probablemente, una adolescente, por muy avispada que sea, no puede sostener ese entramado de trolas durante demasiado tiempo.
Ahora bien, si esa joven está interpretada por Gabrielle Creevy con una naturalidad capaz de transformar en Bambi a Simon Cowell, uno está dispuesto a asumir la propuesta, a votarla como delegada del instituto y a que le den todos los premios a los que opte.