'Copenhagen Cowboy': la apuesta más arriesgada de Netflix con Nicolas Winding Refn
La teleserie binomial, consecuente e hipnótica es un noir antinaturalista atravesado por la corrupción que refleja esa extraña convivencia entre la belleza y la muerte.
A lo largo de sus distintas etapas evolutivas, la televisión ha sufrido alteraciones narrativas y estéticas moduladas por las novedades tecnológicas que, a su vez, conllevaron la implementación de nuevos modelos de negocio. Para no apartarnos del terreno de la ficción, consideremos que la introducción del telefilme —esto es, de los programas grabados— supuso el paulatino final de los anthology live drama y, con ello, una reducción en la duración de los episodios, la preferencia por los relatos episódicos y la sustitución de un modelo de patrocinio por otro de esponsorización múltiple que derivó en una explotación más rentable del medio.
Otro tanto sucedió con la consolidación de la televisión por cable, que aplicó un modelo de suscripción que ya no se basaba en atender a las preferencias de grandes grupos de público, sino en crear productos distinguidos, creativamente más arriesgados y caracterizados por su calidad.
Sin embargo, si uno piensa en esas series del cambio como puedan ser I love Lucy (1951-1957) o Dragnet (1951-1959), situadas en los albores de la televisión grabada, o en títulos como Los Soprano (David Chase, 1999-2007) o The Wire (David Simon, 2002-2008), tótems de la televisión por cable, u en otros menos recordados pero igualmente rompedores como Oz (Tom Fontana, 1997-2003), no es descabellado afirmar que, pese a las notorias diferencias entre ellos (diferencias visibles en todos los terrenos), se mantienen vivas un conjunto de pautas narrativas mínimas basadas en un esquema clásico.
Si la ficción televisiva ha ido transformándose en la misma medida en la que lo ha hecho su soporte, no debería resultarnos extraño que la irrupción del streaming comportara la llegada de novedades en el capítulo creativo. La instauración de un modelo líquido, que suprime la televisión lineal, incorpora el binge watching como seña de identidad (y todo lo que ello supone) y necesita nutrirse de nuevas producciones cada muy poco tiempo para mantener a sus abonados y captar otros nuevos.
Por ese mismo motivo, diseña numerosos productos de nicho para satisfacer a usuarios con variadísimos intereses (al tiempo que intenta interconectarlos para globalizar lo, a priori, minoritario), con todas estas novedades traídas por los servicios OTT —que a su vez terminan por contaminar esa vieja televisión con la que coexisten— no debería resultarnos extraño que aparezcan (algunas) series de perfiles inasibles como Copenhagen Cowboy, desde su estreno el pasado 5 de enero ya integrada en la exclusiva familia que componen títulos como Legion (Noah Hawley, 2017-2019), Atlanta (Donald Glover, 2016-2022), Twin Peaks: The Return (David Lynch & Mark Frost, 2017), The Leftovers (Damon Lindelof & Tom Perrotta, 2014-2017) o Irma Vep (Olivier Assayas, 2022).
En esta nueva televisión que se articula a partir de catálogos inmensos, con una programación atomizada para atender a todos los gustos, que reduce los tiempos de espera y nos hace llegar las temporadas al completo, se antoja consecuente que aparezcan teleseries como las arriba mencionadas, producciones que introducen un factor de cambio que pone en jaque la idea misma de narración seriada, pues por más que no reniegan de la continuidad (son relatos episódicos protagonizados por los mismos personajes), dinamitan otros patrones inherentes a la serialidad canónica.
Por ejemplo, anulan la progresión dramática en buena parte de sus episodios, introducen conceptos a-continuos como el loop, apuestan sin ambages por los tiempos muertos y, en no pocas ocasiones, desatienden la lógica causa-efecto —pilar maestro de la narrativa realista de la que bebe el 90% de la teleficción— para abrazar otros modelos de relación (normalmente insatisfactorios para una mayoría de espectadores familiarizados con la ortodoxia clásica).
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Muchas de ellas son, en puridad, atelevisivas (antitelevisivas, dirán algunos) y no hacen más que ensanchar los límites de aquello que hoy se puede contar en (o expresar a través de) una nueva televisión que, por su propia idiosincrasia, se permite, aunque sea muy de vez en cuando, el lujo de la experimentación. Serán estas series, casi siempre minoritarias y normalmente despreciadas porque contravienen la norma establecida, las que harán que el lenguaje televisivo avance, como ya lo hicieron en su día Alfred Hitchcock Presenta (1955-1962), El prisionero (George Makstein & Patrick McGoohan, 1967-1968), El detective cantante (Dennis Potter, 1986), Canción triste de Hill Street (Steven Bochco & Michael Kozoll, 1981-1987) o Twin Peaks (David Lynch & Mark Frost, 1990-1991).
En esa línea creativa se inscriben los trabajos para el streaming creados por Nicolas Winding Refn, obras que ni en lo estético ni en lo narrativo pueden disociarse de su carrera cinematográfica (sus rasgos de estilo permanecen inalterables) y que apuntan a la flexibilidad de un medio que ofrece las mismas posibilidades técnicas que el cine (si en los 50, Hitchcock extraía todo el potencial de las limitaciones de la televisión, ahora se trata buscarle la vuelta a sus nuevas prestaciones) a las que hay que sumar, en palabras del propio Refn, "una cantidad infinita de espacio" que le permite crear una serie a partir "de momentos destacados inscritos en una especie de flujo indefinido".
Así pues, la ampliación de opciones que proporciona el nuevo modelo de transmisión —que el director danés asocia con la pintura: "Cuando hice Demasiado viejo para morir joven, hice un evento de 13 horas. Era como ir al estudio de un pintor y simplemente pintar y pintar. Realmente se acaba cuando te quedas sin dinero"— le permite desarrollar con mayor profundidad sus inquietudes autorales. De hecho, como Fear X (2003) o Solo dios perdona (2013), Copenhagen Cowboy es una historia de venganza, la de Miu (Angela Bundalovic), una joven lacónica e inexpresiva —el reverso femenino de los papeles que Ryan Gosling ha encarnado para Winding Refn— que posee el don de la sanación y que es utilizada por distintos clanes mafiosos para obrar milagros (lograr que una cincuentona se quede embarazada) o curar los males del alma.
Como en la trilogía Pusher (1999-2005), volvemos a visitar a los mandamases del lumpen de Copenhague, esta vez en su versión rural, y Miu, en tanto amuleto salvador y remedio natural para mentes torturadas, irá de mano en mano, de mafia en mafia, siendo utilizada por albanos, chinos, daneses y serbios que, o bien requieren de sus servicios, o bien la consideran un elemento demasiado comprometedor al que hay que eliminar.
El rastreo no ha de detenerse únicamente en los parecidos argumentales con obras previas —estamos ante otro de sus neónnoir— pues es en el apartado estético donde el cineasta danés sigue mostrándose fiel a sus constantes estilísticas. Sin exhibir la misma contundencia longitudinal de Demasiado viejo para morir joven —la musculatura autoral hinchándose con el anabolizante de la duración—, Winding Refn aprovecha la extensión inherente a la serialidad para redefinir desde lo sensorial el relato pulp.
Para ello exprime tres tropos fundamentales: el travelling circular (y los largos paneos), la oposición colorimétrica entre el azul y el rojo, y la inusualmente larga duración de los planos (en relación con los estándares actuales del audiovisual mainstream). Ahora convendría analizar si esas formas obedecen al capricho de un autor comúnmente calificado de narcisista, caprichoso y, en definitiva, vacío; o sí, por el contrario, detrás de esos recursos de puesta en escena late alguna lógica que exceda el esteticismo impostado, la belleza fatua de un escaparate de Gucci.
Atendamos, primero, a ese uso recurrente del travelling circular. Si uno desmenuza el argumento de esta primera temporada de la serie de Netflix se topará con una evidente narración en forma de loop en la que Miu se enfrenta a la misma situación hasta en tres ocasiones (y cada dos episodios), por lo que podemos colegir que la circularidad es la forma primordial del relato, de ahí que traspase las fronteras de la escritura para encarnarse en el movimiento mismo de la cámara.
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Tampoco es casual que el primer episodio empiece y acabe con la misma imagen o que la idea círculo vicioso defina la propuesta a la perfección. Si uno se detiene en la trama principal y se deja llevar por las deambulaciones de Miu, observará las interconexiones tentaculares de una red mafiosa urdida a partir de distintos nodos autónomos pero interconectados entre sí. Los negocios comunes, ya sea la compra de cerdos o el tráfico de cocaína, o la figura de ese abogado de la mafia que interpreta Zlatko Buric, un habitual de los primeros films de Refn, que ejerce como terminal en la que confluyen todos los hilos de la trama criminal, remiten a una forma geométrica sin principio ni final, una serpiente que se muerde la cola.
Cierto es que el guion se toma algunas licencias para tejer esa tapiz de relaciones que Miu atraviesa como una aguja —la repentina aparición de una joven embarazada en 'Vengeance is my name', que le dará acceso al restaurante de Mor Hulda (Li Ii Zhang), lo que le facilitará la entrada en contacto con los hampones chinos comandados por Chiang (Jason Hendil-Forsell)— pero, en líneas generales, y pese a lo tenue del argumento, las conexiones se establecen con claridad y de manera causal, aunque esta no sea la única lógica a partir de la cual se ordene (toda) la historia.
Un ejemplo: Miu contacta con la familia de Nicklas (Andreas Lykke Jørgensen) porque Hulda recurre a ellos para comprarles un cerdo para el restaurante; la mafia china aparecerá en la mansión de Nicklas, aparentemente de manera inopinada, pero obedeciendo a una clara motivación, puesto que se sobreentiende que Hulda ha avisado a Chiang —piensen en la relación entre ambos— de que Miu ha decidido quedarse allí, y dado que este la necesita para curarse, manda a sus secuaces a buscarla. Salvo esa primera licencia —sin mujer embarazada, Miu no traba amistad con Hulda y la historia se termina— Refn y su equipo de guionistas procuran que los pasos de su heroína estén siempre justificados.
Atendiendo a esta disposición circular, no es casual que, en su tramo final, Copenhagen Cowboy termine con la protagonista formando un corro junto a una compañía de mujeres que, como ella, van uniformadas de azul (quiénes son y de dónde salen es un misterio que quedará para la segunda temporada). Tampoco es gratuito que a esa indumentaria añil se le oponga el rojo carmesí del mono en el que va enfundada su némesis, Rakel (Lola Corfixen… la hija del director), oposición expresada no solo a través de la vestimenta sino también del montaje paralelo.
Esa dualidad colorimétrica está presente a lo largo de todo el metraje y se utiliza como manifestación del enfrentamiento entre el bien (azul) y el mal (rojo), si bien Winding Refn no duda en disolver, cuando conviene a la historia, las dos tonalidades para expresar cuan lábil es la frontera entre uno y otro. Hay dos ejemplos que lo ilustran con claridad. Uno, la pelea entre Miu y Chiang en 'The Heavens Will Fall' en la que el director danés superpone los dos colores, cada uno asociado inicialmente a un personaje, mientras se entrega a la filmación de un número musical en el que los golpes actúan como la percusión que ordena la partitura a partir de la que se dispone la coreografía; esa superposición provoca que ambas tonalidades se mezclen y los dos conceptos y sus representantes se fundan.
Y es que, y aquí va el segundo ejemplo, aunque las acciones de Miu estén basadas en cierto sentido de la justicia, su capacidad para administrar certificados de defunción es equivalente a su poder sanador, por eso, en ese majestuoso flashback oral en el que Miroslav (Zlatko Buric) le relata lo que conoce de su pasado, la cámara de Refn evita la redundancia y examina el cuerpo de Miu y sus movimientos; un cuerpo alanceado por el azul y el rojo, pues tal es su naturaleza dual y antitética ("la gente a tu alrededor muere. Eso, o obtienen vida de ti").
Y, por último, nos queda ese tempo heredado de las partes más contemplativas de Valhalla Rising (2009) y seña de identidad del director desde entonces. ¿Por qué esta maldita serie es tan deliberadamente lenta? En primer lugar, la morosidad contribuye a aumentar la tensión, puesto que se incardina en un relato abiertamente violento en el que los tiempos muertos siempre son la antesala del horror (ni que decir tiene que esa buscada parsimonia, la misma que hará huir a un buen puñado de espectadores, ayuda a que las secuencias cinéticas tengan un impacto superior precisamente a causa del cambio de velocidad que el director les imprime).
Ese ritmo laxo, sumado al uso del color, al encuadre pictórico y a los fraseos musicales de Cliff Martinez (cuyas composiciones no subrayan la dramaturgia, sino que crean ambiente o predisponen estados de ánimo; véase el uso de la música en los primeros compases de Copenhagen que anticipa la guerra de bandas que vendrá después), hacen de Copenhagen Cowboy un noir antinaturalista, una estilizada sucesión de subyugadores paisajes mentales atravesados por la corrupción que refleja esa extraña convivencia entre la belleza y la muerte, extremos que definen a la propia Miu y que sobrevuelan los seis episodios de una de las más arriesgadas producciones de Netflix hasta la fecha.
Hemos dejado voluntariamente a un lado el elemento sobrenatural incorporado por Miu que, no obstante, excede su presencia y sus habilidades curativas ajenas a toda ciencia. Su don abre la puerta para que, en un relato de esencia hard-boiled, entre el fantástico, representado aquí por Nicklas —el Mason Verger de Hannibal injertado de vampiro— y su hipersexualizada familia.
Así, mientras la lógica argumental transita por las vías de la novela pulp, el ADN cuasi superheroico de una protagonista de orígenes inciertos y la génesis vampírica de su némesis —de eso va esta primera temporada, de procurarle a Miu una enemiga a su altura después de que se haya cargado a todos los monstruos del (video)juego— facilitan una hibridación genérica que ya se encontraba en The Neon Demon (2016) y que aquí se articula mediante proyecciones oníricas —Miu se duerme y acto seguido vemos como se prende fuego la casa en la que vive Rosella (Dragana Milutinovic); Niklas soñando que sacrifica a su madre para, con su sangre, dar vida a su hermana— que terminan convirtiéndose en realidad y que establecen una tipología distinta de relación entre los personajes; otra composición dual más en esta teleserie binomial, consecuente e hipnótica (absténganse los amantes de la narración pura; aquí la apuesta es muy otra, aunque nos cuenten una historia. Avisados quedan).