En uno de los planos finales de Memorias de una escritora, miniserie danesa estrenada por Filmin el pasado 24 de enero, observamos a la escritora Karen Blixen (Connie Nielsen) junto a la puerta de entrada de Rungstedlund, la mansión familiar que, ahora bajo sus dominios, pasará a convertirse en una residencia para artistas. Estamos ante una imagen amplia, frontal y limpia que denota la toma de posesión por parte de la autora de Memorias de África de un espacio hasta entonces compartido física pero también legalmente con sus parientes más cercanos.
En este biopic parcial que abarca únicamente la vida de la escritora a lo largo de los años treinta —desde que, arruinada, enferma y divorciada, se vio obligada a marcharse de Kenia hasta su consolidación literaria— vemos como su aclimatación al viejo (y a la vez nuevo) hogar se dirime en términos de conquista. De conquista de una autonomía vital inicialmente obstaculizada por sus insuficiencias económicas, pero también de un triunfo personal que ayudó a ornamentar con el verdor del profesionalismo su ímpetu vocacional, le permitió labrarse una carrera y, en definitiva, adueñarse de una posición social y artística por sus propios medios.
Por eso es importante prestar atención al tratamiento que Jeanette Nordal, directora de los seis episodios escritos por Dunja Gry Jensen, le otorga a los espacios y cómo en una obra intimista —casi de cámara— que tiende a la reclusión y, por ende, al uso de escalas cortas, se emplean los planos generales para determinar los cambios que operan en la vida de la protagonista.
Así, en los compases iniciales, cuando los recuerdos de su añorada Kenia y de su malograda explotación cafetera todavía percuten en su memoria, observamos la vasta sabana en su hermosa infinitud, un horizonte de libertad, final y desgraciadamente inalcanzable, para una mujer que experimentó, quizá como ninguna otra vez desde entonces, la felicidad en aquellas tierras lejanas. Sin embargo, el regreso a casa conlleva la introducción de leves pero significativos matices cuando se recurre a composiciones de gran formato.
Nordal obstaculiza la visión nítida de los bosques y jardines que rodean la finca y por los que Karen pasea, rumia o mata el tiempo. Los extremos del encuadre se llenan de objetos molestos (naturales o artificiales) que desequilibran las composiciones, asimetrías que reflejan la incomodidad de una baronesa desposeída de futuro, casi condenada a la reclusión y al ostracismo social. Ese trabajo en exteriores tiene su correlato en las estancias de Rungstedlund, no solo por el puntilloso trabajo de reencuadre —Karen vive en una cárcel familiar, pero también social— sino también por el desplazamiento de su figura a las orillas de la imagen cuando la vemos formando parte de un retablo familiar (v.g.: ella de espaladas mientras el resto canta, en el episodio primero).
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Ese ahogamiento de los espacios exteriores e interiores (vean las fotos 1 y 2), únicamente se abandonará en el capítulo final, cuando la ya autora de éxito alcance su independencia, obtenga la titularidad de la mansión y sea filmada igual que cuando contemplaba aquellos paisajes kenianos que la llenaron de gozo (volvemos al gran plano general impoluto, sereno, equilibrado).
Esa concepción del espacio como cincel expresivo sirve para certificar los triunfos de Karen Blixen, pero también para moldear las oscilaciones de una personalidad en la que la tenacidad, el deseo de emancipación y el egoísmo alimentan un temperamento avasallador, irresistible y, por momentos, del todo insufrible. La Karen Blixen de los años 30, la que viene después de aquella que retrató Sidney Pollack en Memorias de África (1985), pasó de ser una terrateniente potentada a mirar muy de cerca el abismo de la exclusión.
Su transformación en escritora de prestigio se sustentó en una rocosa firmeza de carácter, una fe inquebrantable en su talento literario y la absoluta convicción de que cada negativa recibida no era más que un peldaño en su ascenso hacia la aceptación definitiva. Para alcanzarla, no dudó en contravenir toda norma (escribió en inglés y usó pseudónimo), desatender casi cualquier consejo, desobedecer jerarquías y traicionar amistades.
Es interesante comparar a Blixen con su tía Bess (Solbjørg Højfeldt), a quien ella misma reconoce como una pionera en la reivindicación de los derechos de la mujer (fue la primera en hablar en el parlamento danés), y de cuya figura ejemplar parece emanar el espíritu contestatario de la autora de El festín de Babette.
Ahora bien, la guionista Dunja Gry Jensen no se arruga a la hora de manchar con el betún del interés personal una rebeldía individual que podría tomarse como inmaculado epítome de reivindicación colectiva (de hecho, para desautorizarla como referente impoluto, la serie nos mostrará cómo Blixen traiciona la confianza de su tía para entrar en contacto con la escritora Dorothy Canfield, amiga íntima de esta y, a la postre, mediadora decisiva para el impulso de su carrera).
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"La facilidad está sobrevalorada", le oímos decir a Blixen, y no dudará en marcharse a Londres a entregar el manuscrito de sus Siete cuentos góticos pese a carecer de ingresos propios y de haber recibido varias negativas de la editorial británica en la que desea publicar a toda costa. Tampoco vacilará en despedir al traductor de su obra al danés, y acometer la empresa ella misma, cuando se percate de que los resultados no se ajustan a lo exigido y la compresión lectora del contratado sea del todo insuficiente para asimilar el espíritu de su narrativa. Son solo dos de los muchos ejemplos del tesón, de la testarudez informada, de los que hace gala la escritora a lo largo de los seis episodios de esta cuidada miniserie.
Ese carácter indómito encuentra su traslación en la propia estructura del relato. Bajo su apariencia de drama de qualité, refrendado por la estudiada pulcritud de todo cuanto atañe a la cosmética audiovisual (diseño de producción, vestuario, etcétera), late una estructura menos académica de lo que sus primeras imágenes sugieren. Si Karen Blixen insistió en publicar sus cuentos en lugar de la novela que los editores les pedían "porque los relatos cortos no venden", y definió aquel primer trabajo de manera muy precisa ("there are stories within stories"), Memorias de una escritora le toma la palabra y, además de horadar con continuas elipsis la linealidad cronológica que va de 1931 a 1939, incardina en el relato pasajes de Los soñadores (incluido en Siete cuentos góticos).
Es decir, además de asumir el tempo literario de Dinesen, Dunja Gry Jensen hace que la propia obra irrumpa como cita directa y como crónica sentimental ampliada, pues los personajes de esa ficción son ella misma y los hombres de su vida (amén de su madre) y todo cuanto les acontece reverbera en su biografía (una mujer que se hizo libre a fuerza de no pertenecer a nadie).
Esa ruptura estructural es, también, formal, puesto que la puesta en imágenes de Los soñadores impugna la sobriedad que barniza el conjunto para lanzarse a una especie de minimalismo barroco, con esos escenarios oscuros que se hunden en la abstracción y se contraponen a las pequeñas islas arquitectónicas, edificios bañados en luz multicolor en los que se desarrolla la acción, que alumbran la negrura.
Esta teleserie danesa viene a completar un retrato poliédrico de Blixen conformado por el ya citado filme de Pollack y por la delicada aproximación que María Pérez Sanz le dedicó en Karen (2020), filme minimalista e introspectivo que dirigía su mirada hacía un tiempo, unos espacios y una relación laboral (la que mantuvo con su criado Farah) que no abordan ni Memorias de África ni Memorias de una escritora.
Al igual que sucede con las protagonistas de esos precedentes, aquí Connie Nielsen —ideóloga y productora de la serie— ofrece un recital interpretativo equiparable al de Hermanos (Susanne Bier, 2004) o Boss (Farhad Safinia, 2011-2012). Ahora bien, para que la rebeldía de Karen Blixen asumida por la actriz danesa cobre fuerza hacen falta guionistas que se acuerden de Paul Valéry y trufen los diálogos de réplicas tan afiladas como, por ejemplo, "la cortesía es la indiferencia organizada". Memorias de una escritora es, también, una antología de zascas. Y eso siempre es un valor añadido.