'Poker Face': una cumbre del entretenimiento
Entre chistes desternillantes y brillantes giros de guion, la serie retrata un país arribista en el que cualquiera está dispuesto a entregarse a ejercicios homicidas con tal de alcanzar el éxito y la riqueza.
Cuando el rótulo de Poker Face queda sobreimpresionado sobre la pantalla del televisor, la moviola de la memoria da un salto hasta 1971 e inmediatamente lo asocia con el de Colombo (1971-1978), la mítica teleserie creada por Richard Levinson y William Ink y protagonizada por el inconmensurable Peter Falk.
El parecido tipográfico puede verse como la primera pista de un juego de referencias que tiene en la longeva serie de la NBC su principal inspiración, pero que trasciende el mero ejercicio de imitación para constituirse como una vindicación del buen entretenimiento. La teleserie ideada por Rian Johnson —y por Natasha Lyonne, aunque su nombre no figure bajo el crédito de created by— asume el legado representado por aquel teniente italoamericano armado con un lápiz y un cuadernillo.
Como señala el escritor Javier Pérez Andújar en su insoslayable Los príncipes Valientes, Colombo “es el hombre que se queda pensando después de que las cosas han pasado, y luego anota algo”. En tan escueta frase se concentran dos asuntos esenciales para entender tanto la propuesta de Levinson e Ink como la de Johnson y Lyonne. Ese quedarse pensando después de que las cosas hayan pasado remite a la propia estructura de ambas series, misterios invertidos en los que nunca se trata de averiguar quién lo hizo (el famoso whodunit) sino de atrapar al culpable (howcatchem).
El armazón dramático de Poker Face —que en España ha estrenado SkyShowtime este viernes— fotocopia el de Colombo aunque, como luego veremos, le imprime vistosas variaciones, es decir, constituye una evolución del viejo modelo. La estructura en cuatro actos se compone de una introducción (de entre 12-15 minutos) en la que asistimos a la comisión del delito. El segundo acto, de una duración similar, sirve como introducción en la historia del personaje de Charlie Cale (Natasha Lyonne) cuya idiosincrasia luego analizaremos más detenidamente. El tercer bloque, ligeramente más extenso, está dedicado a la investigación y el cuarto y último a la resolución del caso / enfrentamiento con el villano.
A nivel general, la plantilla de escritura es casi idéntica, con un misterio semanal que desentrañar, un férreo diseño de los arcos capitulares y la condición de secundario recurrente de la protagonista. Sin embargo, la arquitectura general de Poker Face introduce unas cuantas novedades con respecto a su referente principal. En primer lugar, y a diferencia de Colombo, posee una dimensión diacrónica que aquella no tenía.
En el primer episodio (‘Dead Man’s Hand’) Charlie resuelve el asesinato de su amiga Natalie (Dascha Polanco), empleada del casino en el que las dos trabajan, y eso la obliga a emprender una huida después de actuar contra los intereses de su empleador, que ha jurado darle caza hasta acabar con ella. Esto hace de esta producción para Peacock TV una serie itinerante (los movimientos de Colombo se circunscribían a la ciudad de Los Ángeles; era una serie más estática) y, a su vez, la dota de un running plot que atraviesa toda la temporada, una trama horizontal (la persecución) que, además de a Charlie, incumbe al sicario Cliff Legrand (Benjamin Bratt) y al agente del FBI interpretado por Simon Helberg que se incorpora en ‘Time of the Monkey’ (quinto episodio situado justo en el ecuador de la temporada).
Esa disposición argumental que favorece la diacronía —y por tanto que los personajes recurrentes ‘cambien’— viene aderezada con ciertas libertades cronológicas que disuelven el rígido armazón capitular que poseía la teleserie de los 70, algo lógico atendiendo a las características de la ficción serial televisiva contemporánea, mayoritariamente fragmentaria y tendiente a la discontinuidad.
El uso de los flashbacks, las prolepsis y las elipsis —utilizados casi siempre en beneficio de chispeantes plot twist— es constante y alcanza su máxima expresión en el capítulo octavo (‘The Orpheus Syndrome), un mecano virguero a propósito del éxito vinculado al crimen en el seno de la industria cinematográfica, un homenaje al trabajo analógico -hay citas indirectas a Ray Harryhausen, también al John Carpenter de Cigarrette Burns (2005), y no es este el único guiño a la obra del director de La cosa (1982) —y una defensa de los currantes en oposición a los bussiness man que hoy manejan el cotarro (aunque este caso sea una mujer, impresionante la ladina Cherry Jones… ver foto inferior).
El episodio, dirigido por la propia Lyonne y escrito junto a Alice Ju (y para quien esto firma el mejor de la temporada), avanza y retrocede continuamente, repite pasajes desde distintos puntos de vista, duplica el acto primero con un segundo asesinato… En definitiva, funciona como la vieja moviola que utiliza Arthur Liptin (Nick Nolte) para revisar sus películas.
Regresemos al final de la frase de Pérez Andújar a propósito de Colombo: “y luego anota algo”. El lápiz y la libreta eran dos de los elementos que singularizaban la figura del teniente. No eran los únicos. Vestido como si acabara de salir de un contenedor de la basura, con un puro verdoso entre los dientes y un Peugeot destartalado, Colombo sumaba a esos rasgos exteriores tan definitorios de su personalidad una voz inefable, digna de un experto catador de aguardiente, unos andares desmañados y un muy particular concepción del arte de la inquisición, entre lo prosaico y lo extravagante, siempre cargado de disculpas que anticipaban un aumento de la duración del interrogatorio con regresos constantes tras haberse despedido de sus sospechosos (esa mano siempre en alto en señal de excusa pero también de advertencia).
Su despreocupada apariencia funcionaba como un perfecto disfraz para no ser tenido en cuenta —para ser muchas veces ninguneado— en oposición a su falsamente descuidado interés por cada detalle de la cotidianidad de los investigados. Colombo, como Sherlock Holmes, está hecho de azar, tiene una biografía mínima, acompañado por una esposa que no aparece nunca y una familia que conocemos de oídas. Sus únicas relaciones duraderas son su coche y su perro.
A esa estirpe pertenece Charlie Cale, con Natasha Lyonne imitando los ásperos registros vocales de Peter Falk, mujer que no salió de una madre ni supo de mayores, otra hija del azar cuya andadura se inicia en uno templo consagrado a la fortuna (un casino) y cuyo posterior deambular a lomos de su Plymouth Barracuda del 69 —y a la que tampoco le faltará un perro como puntual compañero— no lo guiarán las brújulas ni los GPS, sino los siempre imprevisibles hados.
Ese componente azaroso también se aplica a la conjunción de determinadas casualidades que permiten la resolución de una minoría de casos, pero, sobre todo y a diferencia de Colombo, es consustancial a un personaje que por bendición genética se comporta como un detector de mentiras ambulante (si alguien falta a la verdad, inmediatamente ella suelta un estentóreo “bullshit”), cualidad necesaria para alguien que no es policía sino, más bien, una detective por accidente (el hecho de que no sea una agente de la ley hace que la serie posea un sentido de la justicia ligeramente distinto al de los policíacos al uso).
La caracterización exterior de Lyonne también es extremadamente singular: el pelo alborotado, las combinaciones estrambóticas, las botas de cowboy, los puritos y las latas de medio litro de Coors… Signos de un desaliño nuevo y al mismo tiempo heredado. Lo mismo pero distinto.
Decíamos al inicio que la serie es algo más que un remedo de Colombo. Si hablamos de su componente azaroso, no resulta extraño que, en el primer episodio, situado en un casino y con el juego como cuestión tangencial a la trama principal, se cite una película como El rey del juego (Norman Jewison, 1965) una oda a la derrota y a las dificultades para dominar el azar, también una película entretenida que no estaba reñida con una incisiva lectura de los Estados Unidos de la Gran Depresión.
Poker Face se lee mejor si se la pone en relación con sus incontables —y nada vacuas— referencias, un coleccionable de títulos que nos permite descifrar la idea que Johnson y Lyonne tienen del cine y de las series, en las que lo popular no está reñido con lo profundo, y en las que el género funciona como un vehículo para conducirnos hacía determinadas reflexiones. No es casual, pues, que el cine de Quentin Tarantino se constituya en piedra de toque de Poker Face.
Por un lado, la cita directa a Pulp Fiction (1994) viene acompañada de determinadas construcciones narrativas muy representativas del segundo largometraje del director de Knoxville —las historias cruzadas, el cambio de puntos de vista, el gusto por el diálogo largo— del que también, aunque de manera no tan diáfana, se saquea Kill Bill (2003-2004). En primer lugar, por la inversión de su argumento: si en la película de Tarantino, la protagonista emprendía un viaje de venganza contra aquellos que habían matado a su pareja y la habían dejado en coma, aquí Charlie inicia una huida para, precisamente, no convertirse en La novia (Uma Thurman).
También por la reproducción de algunas estampas icónicas (Charlie saliendo de su ‘tumba’ en ‘Escape from Shit Mountain’), pero, sobre todo, por el encadenado de referentes que ayudan a levantar un monumento reivindicativo a propósito de una manera muy concreta de entender el entretenimiento.
Si el director de Malditos bastardos (Quentin Tarantino, 2009) trazaba una historia iconográfica y argumental en defensa del cine de serie B, aquí Rian Johnson defiende un entertainment que se mira en Defensa (John Boorman, 1972) y El exorcista (William Friedkin, 1973), pero también en Mujer blanca soltera busca (Barbet Schroeder, 1992) y Amor a quemarropa (Tony Scott, 1993) —ninguna cita, repito, ninguna cita es azarosa; cada una de ellas encuentra su eco en la serie—. Nos encontramos así un catálogo que, por ejemplo, incluye un guiño a Benson (Susan Harris, 1979-1986) que ya era un spin-off de Enredo (¿no es Poker Face una continuación bastarda de Colombo?).
Una cita que va más allá de lo anecdótico puesto que, inserta en el capítulo cuarto (‘Rest in Meatal’), ofrece una lectura sobre la originalidad como copia de algo preexistente (¿y no es eso mismo Poker Face?) argumento que se repite en ‘Exit Stage Death’ (1.06) con dos actores veteranos cuya supervivencia pasa por ser un remake de sí mismos.
Ahora bien, el gran referente serial de la creación de Johnson y Lyonne es Último aviso (Matt Nix, 2007-2013) de la que se hereda el tono irónico y con cuyo protagonista, Michael Weston (Jeffrey Donovan), Charlie guarda no pocas similitudes con Charlie. Cuando en el primer episodio Cliff la compara con el espía quemado que resolvía casos por su cuenta mientras trataba de averiguar quién le había vendido, nos informa que ambos poseen el mismo tipo de habilidades para escapar de situaciones adversas. Podríamos seguir ampliando el número de referencias —la socarronería de The Rockford Files, la estructura de Quantum Leap— pero la idea de fondo de la serie ha quedado suficientemente explicada.
Poker Face se inscribe en esa tradición y, entre chistes desternillantes y brillantes giros de guion, retrata un país arribista en el que cualquiera esta dispuesto a entregarse a ejercicios homicidas con tal de alcanzar el éxito y la riqueza (lo mismo un pobre mecánico que la dueña de una empresa de efectos especiales que una cantante de death metal en horas bajas), aborda cuestiones como el consentimiento, la violencia de género, el acoso, la masculinidad tóxica, la ola neofascista que arrasa con el país (el gag del perro en el tercer episodio es hilarante), … Todo ello sin hacer de esos temas el tuétano de las historias, sino utilizándolos como aderezo contextual que puede apreciarse o pasar desapercibido (o colarse en nuestro subconsciente como un avispado ratero mientras nos entretenemos).
Si hemos citado a Colombo y a Sherlock Holmes, convendría traer a colación el nombre de C. Auguste Dupin, protagonista de tres relatos seminales dentro de la crime & mistery novel, entre los cuales figura ‘La carta robada’. En aquel relato breve, su creador Edgar Allan Poe daba carta de naturaleza a aquel argumento tan propio del género que señalaba que la mejor manera de esconder algo es ponerlo a la vista de todo el mundo.
Ese principio, motor dramático de los misterios que rodean el irregular díptico Puñales por la espalda, también obra de Rian Johnson, se traslada aquí al apartado visual, en concreto a un cuidadísimo trabajo con bien con las escalas cortas (principalmente insertos), bien con la repetición de motivos que señalan, casi siempre al inicio de todos los episodios, cual será el elemento clave para resolver el caso.
Sucede que, pese a poner las cartas sobre la mesa, la evolución argumental y los reveses de la trama hacen que nos olvidemos de aquella imagen inicial que regresará, como plasmación del plot twist final, en el último acto (valga como ejemplo el arco de seguridad del episodio piloto, aunque en cada capítulo ese elemento subrayado al inicio por la puesta en escena se repite).
Terminemos regresando a Colombo, a ese gozoso homenaje que es ‘The Stall’, versión parrillera (con guiños a la película Okja y al veganismo) del legendario ‘Cualquier viejo puerto para una tormenta’ (capítulo segundo de la tercera temporada) situado en las bodegas que pretendía conservar un maquiavélico Donald Pleasence. O al uso de los movimientos de acercamiento (ya sean zooms o travellings) para relacionar espacios o aumentar la tensión entre los personajes como hiciera Steven Spielberg en el arranque del impresionante piloto ‘Asesinato de acuerdo con el libro’, escrito por Steven Bochco (ver, por ejemplo, el clímax de ‘Time of the Monkey’, dirigido por Lucky McKee). O a ese deseo, acompañado por el consiguiente apoyo presupuestario, por convertir cada episodio en un all-star por el que desfilan Adrien Brody, Chloë Sevigny, Joseph Gordon-Levitt, Nick Nolte, Hong Chau, Ellen Barkin, Tim Blake Nelson o Ron Perlman. Total: una cumbre del entretenimiento. Un despiporre.