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María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904-Madrid, 1991) afirmaba que “el hombre y lo divino” podría ser el título que aglutinara toda su obra, pues su escritura era una búsqueda incansable de Dios o quizás sería más exacto decir: una espera, pues -como apuntó Simone Weil- “es Dios quien busca al hombre”. Dios se manifiesta como luz, roca, misterio, presencia, visión, soplo, intuición, belleza, certeza, fulgor. Es silencio y armonía, quietud y movimiento. Podemos deducir su existencia mediante las huellas de su quehacer, pero la fe no echa raíces con argumentos, sino con vivencias. El aparecer de lo divino acontece en el corazón, no en la razón, que absolutiza lo empírico, sin explicar el origen del ser y, menos aún, su finalidad. María Zambrano señala que el delirio del superhombre culmina “el proceso de desarraigo de todo lo humano”. El superhombre se arroga el poder de legislar, justificando ese privilegio mediante el poder: “¿Qué es lo bueno? Todo lo que acrecienta en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad” (El Anticristo, 1888). Nietzsche pensó que “la muerte de Dios” liberaría al hombre de quiméricos trasmundos, que presuntamente expresan odio hacia la vida, pero en realidad su “buena nueva” arrojaba al ser humano a una finitud mecánica, donde no hay espacio para la libertad ni la esperanza. En ese escenario, prevalecen la angustia, la náusea, las pasiones inútiles, el reino de la nada, pues el hombre no puede trascender sus límites por sí mismo. Sólo le cabe soportarlos, con la fatalidad de un Sísifo que repite una y otra vez una tarea absurda, grotesca.
“La nada es inercia –advierte María Zambrano-. Invita a ser y no lo tolera: es la suprema resistencia. Por eso crea el infierno, ese infralugar donde la vida no tiene textura”. En cambio, Dios es plenitud, ser, vida, totalidad, amor. “Es la verdad, la verdad que espera en el futuro. […] Es el futuro inimaginable, el inalcanzable futuro de esa promesa de vida verdadera que el amor insinúa en quien lo siente. El futuro que inspira, que consuela del presente […] Es la libertad sin arbitrariedades. El que atrae el devenir de la historia que corre en su busca. Lo que no conocemos y nos llama a conocer. Ese fuego sin fin que alienta el secreto de toda vida. Lo que unifica con el vuelo de su trascender vida y muerte, como simples momentos de un amor que renace siempre de sí mismo”.
Nietzsche caracterizó lo divino como servidumbre, pero María Zambrano estima que lo sagrado representa la forma más alta de libertad, pues implica la superación de lo biológico. La obediencia a Dios no constituye una humillación, sino la liberación de la materia, que rueda ciegamente por el tiempo. El cristianismo es abundancia, tensión creadora, textura con la fecundidad de un campo de trigo. La Encarnación hace posible “un Dios que padece y muere; que agoniza y resucita, Dios del amor, cuyo misterio supremo es una Pasión: la Pasión divina que sufre dentro de sí todas las pasiones que afligen y engrandecen la condición humana”.
María Zambrano publicó El hombre y lo divino en 1955, pero en 1973 extendió y profundizó sus reflexiones, añadiendo nuevos capítulos. Decidió cerrar la obra con “El libro de Job y el pájaro”, un ensayo que había aparecido en 1969 en Papeles de Son Armadans. En el prólogo de la segunda edición, Zambrano explica que escribe sin ningún propósito sistemático. Simplemente, se deja llevar, sin planificar nada. No confía en la improvisación ni en la intuición, sino en la inspiración que proviene de la gracia. Por eso, su escritura tiene “algo de rito, de conjuro y, más aún de ofrenda”. Se trata de palabras que salen al encuentro del tiempo, rastreando signos. María Zambrano se fija en Job porque su desgracia representa la desposesión completa de Dios, un desamparo de carácter filial, no metafísico ni abstracto: “Job es figura de una tradición donde Dios propiamente no existe. Lo que existe es mi Dios –o nuestro. Y aún más precisamente: mi Señor”. Dios es el Hacedor, el Omnipotente, pero Job no le percibe como algo lejano e inaccesible. Por el contrario, mantiene con su Señor “un trato directo, íntimo, personal”. La distancia entre lo empírico y lo sobrenatural se sortea gracias a que su Dios es puente y vía, apertura y revelación.
Job soporta con entereza la pérdida de su hacienda y sus hijos. No se queja porque su carne se ulcere y se pudra: “Si aceptamos la dicha que Dios nos envía, ¿por qué no aceptar la desgracia?” (Job 2, 10). El trato íntimo con Dios no implica un conocimiento directo: “Si pasa junto a mí, no lo percibo; / si me roza, no lo advierto” (Job 9, 11). Dios se acerca a nosotros, pero nuestro corazón está cerrado y no apreciamos su proximidad. Somos algo insignificante, apenas una sombra fugaz o una flor que se marchita, pero a pesar de nuestra insignificancia Dios detiene su mirada sobre nosotros. La esperanza de Job es grande, casi temeraria, pues Dios aún no ha mostrado su rostro en Cristo, que sanará nuestra naturaleza herida y abrirá las puertas a la esperanza. Job se pregunta si revive el alma, tras la muerte: “¿Dónde estará mi esperanza? / y mi dicha, ¿quién la verá?” (Job 16, 15). Job no se rebela, pero se justifica: “No me gocé en la desgracia de mi enemigo / ni celebre que el mal le alcanzara” (Job 31, 29)”. Siempre acogió al que iba de paso, sin importarle que no perteneciera a su pueblo: “Nunca el extranjero pasó la noche al raso; / yo tenía mi puerta abierta al caminante” (Job 31, 32). Ni siquiera presumió de virtud: “No oculté mis pecados a los hombres” (Job 31, 33). María Zambrano destaca “su entrega a la muerte, su ir en desesperanza y desesperación unidas hacia su Dios, para adentrarse en él”.
Aunque Dios le devuelve sus bienes y le bendice con catorce hijos, Zambrano asegura que “no ansiaba que se le restituyera esa vida: nacimiento impuro, días contados, felicidad perdediza”. En el dolor, Job ha ahondado su conocimiento de Dios. Antes de sufrir un alud de calamidades, pensaba que se hallaba muy cerca de Dios, pero vivía equivocado. El sufrimiento le ha enseñado que el hombre “sólo es una entraña que gime”. Ese quejido sólo se aplacará cuando pueda ser como un pájaro cobijado en “un árbol invulnerable de un reino más allá del paraíso y sin posible salida, sin finitud”. Ese reino es el Reino de Dios, cuyo gozo no se atisbará la venida de Cristo y el júbilo del Pentecostés. En medio de su penar, Job ha conocido el amor y “el amor trasciende siempre”. Su morada es “la eternidad, esa apertura sin límite a otro espacio y a otro tiempo, a otra vida que se nos aparece como la vida de verdad”.
María Zambrano siempre se mantuvo fiel a la fe católica y contempló con desagrado los cambios introducidos en la liturgia por el Concilio Vaticano II, pues consideraba que menoscababan el Misterio de la Santa Misa. En 1964, escribe a una amiga desde el exilio: “Pienso, digo, rezo; Señor Dios mío, ya que me mandas vivir, haz que vivir tenga y pueda así cumplir tu voluntad”. María Zambrano dejó dispuesto que se amortajara su cuerpo con el hábito de la Orden Tercera Franciscana y se grabara en su lápida el epitafio: “Surge, amica mea, et veni” (“Levántate, amiga mía, y ven”), un hermoso versículo del Cantar de los Cantares. Nunca pensó que la muerte constituyera un fin, pues “el Dios creador creó el mundo por amor, de la nada. Y todo el que lleva en sí una brizna de este amor descubre algún día el vacío de las cosas”. De ahí que “todo ser que conocemos aspira a más de lo que realmente es”. María Zambrano no pensó, sino que rezó. Y lo hizo con la esperanza de la eternidad, pues, al igual que Job, no concibió una dicha más alta que ser y estar en Dios, como el pájaro que canta sobre la piedra, ebrio de luz.
Yo leí El hombre y lo divino en la edición del Fondo de Cultura Económica, un pequeño tomo encuadernado en tela. Es innegable que la edición de Galaxia Gutenberg (Barcelona, 2011) es infinitamente mejor, pues corrige infinidad de errores. El hombre y lo divino aparece en el tercer volumen de las Obras Completas, editado, prologado y anotado por Jesús Moreno Sanz. La prosa poética de María Zambrano no deja de concitar admiración y reconocimiento, pero casi nunca se repara en la profunda espiritualidad católica de una pensadora que no se dejó intimidar por la interpretación de la realidad de las ciencias naturales, cuyo criterio de verdad rebaja la experiencia religiosa a fraude o necedad. Lectora apasionada de San Agustín, nunca se desvió de su lección esencial: “Nos busques fuera; vuelve a ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad”. En nuestros días, la caverna platónica es una subjetividad que sólo reconoce la objetividad de sus percepciones. María Zambrano huyó de esa caverna y escribió sobre el amor y la libertad. O, lo que es lo mismo, sobre ese Dios que nunca se cansa de buscar al hombre, con la paciencia de un pastor y la misericordia de un padre.