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El sentimiento religioso retrocede en todos los frentes, hostigado por los avances de la física y la biología, pero la mística aún concita simpatía, quizás porque constituye una vivencia heterodoxa de la fe que ha sufrido la persecución y la condena de las distintas ortodoxias, incapaces de aceptar fórmulas alternativas para acercarse a Dios. Algunos místicos se han convertido en santos, casi siempre después de aguantar amargos reproches de impostura o impiedad, pero otros han sucumbido a las campañas de descrédito, acabando sus días entre rejas. Es el caso de Miguel de Molinos, acusado de herejía y de comercio carnal en sus formas más aberrantes. No disponemos de las actas del proceso, que fueron destruidas por el Santo Oficio, pero sabemos que se utilizaron argumentos teológicos de escasa consistencia. Tal vez por ese motivo se le acusó de sodomía y bestialismo, recurriendo a la tortura para hacerle confesar. Molinos no soportó el interrogatorio y se declaró culpable, abjurando de sus errores. Los inquisidores le impusieron un hábito penitencial perpetuo y una estricta disciplina de rezos y mortificaciones. Nueve años después consintieron su traslado a un monasterio, pero su deteriorada salud apenas le permitió disfrutar de la prisión atenuada. La vida de Molinos se extinguió en Roma el 28 de diciembre de 1696. Se puede decir que su muerte representa la última página de la literatura mística española.
Miguel de Molinos nació en Muniesa, Teruel, el 30 de junio de 1628. Educado por los jesuitas, se doctoró en teología en el Colegio de San Pablo y obtuvo licencia como confesor de monjas, logrando una pequeña renta o beneficio de la iglesia de San Andrés de Valencia. Sabemos poco de ese período, pero todo indica que lo dedicó a leer a los grandes místicos: Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Jan von Ruysbroek, Johannes Tauler, San Buenaventura, Dionisio Areopagita. Inicialmente, se trasladó a Roma como delegado de la Diputación del Reino de Valencia con la misión de postular la canonización de Francisco Jerónimo Simón, que no prosperó. Jamás regresó. Se quedó en la Ciudad Santa y no tardó en adquirir fama como predicador y director espiritual, granjeándose el aprecio de figuras tan notables como Giovanni Paolo Oliva, general de los jesuitas, la reina Cristina de Suecia, con la que mantuvo un fructífero intercambio epistolar, y el papa Inocencio XI, que le agasajó con su amistad. Molinos consiguió atraer a un grupo de discípulos que se identificaban con su espiritualidad. Solían reunirse en la Basílica de San Lorenzo in Lucina. En 1675 publicó su breve e intensa Guía espiritual, “que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la interior paz”. La obra obtuvo la aprobación de sus superiores y de los calificadores de la Inquisición romana. Cosechó un éxito inmediato. En un período de diez años, se reimprimió tres veces en España (Madrid, 1676; Zaragoza, 1677; Sevilla, 1685). En Italia, corrió un destino similar y enseguida aparecieron las traducciones al latín, el francés, el inglés, el holandés y el alemán. Arzobispos y cardenales ensalzaron la Guía, recomendando su lectura a presbíteros, frailes y monjas. Se dijo que Inocencio XI pensó seriamente en concederle el capelo cardenalicio. Sólo los jesuitas mostraron reservas, pues objetaron desde un principio que la meditación y la penitencia no debían ser postergadas por la contemplación o unión mística, un don que Dios reservaba a unas pocas almas y que, en ningún caso, podía alcanzarse mediante un procedimiento alumbrado por el ingenio humano.
En su Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), Marcelino Menéndez Pelayo apunta que los protestantes acogieron con entusiasmo la Guía, pues menospreciaba la oración verbal, el culto a las imágenes, la penitencia física y las buenas obras, insinuando que sólo la fe podría salvar al hombre de la eterna condenación. Eso explicaría que jesuitas y dominicos se aliaran para condenar la doctrina de Molinos, subrayando que subestimaba la humanidad de Cristo y minimizaba la importancia de los sacramentos administrados por la Iglesia Católica. Algunos le acusaron de alumbrado; otros, cuestionaron la limpieza de su sangre, rastreando ascendientes musulmanes o judíos. El padre La Chaise, confesor de Luis XIV, afirmó que Molinos conspiraba contra los intereses de Francia, recomendando que se adoptaran medidas contra él y sus discípulos. El rey ordenó a su embajador en Roma, el cardenal D’Estrées, antiguo amigo de Molinos, que presentara una denuncia ante el Santo Oficio, aportando las pruebas que pudiera recoger. Se detuvo a doscientas personas y se incluyó la Guía espiritual en el Índice de libros prohibidos. Después de la Reforma, la Iglesia Católica no podía transigir con especulaciones que cuestionaban la teología dogmática, la necesidad de las indulgencias, el valor de las imágenes, la excelencia de la vía ascética o la importancia de las obras. El destino de Miguel de Molinos frenará a futuros místicos, que adoptarán preventivamente la praxis ascética, distanciándose de la búsqueda del éxtasis. En el plano teológico, la meditación discursiva se impondrá a la comunión mística, reacia a los conceptos y difícilmente explicable. Más tarde, los ilustrados reducirán la experiencia mística a locura melancólica, negándole toda credibilidad. Bajo distintos ropajes, inquisidores e ilustrados lucharán contra una vivencia que constata los límites del lenguaje y la razón.
La Guía espiritual de Miguel de Molinos sostiene que la ciencia mística no se adquiere en los libros, sino por “la liberal infusión del divino espíritu”. Nada puede hacer el hombre sin la intervención de la gracia, que sigue su propio camino. Tendemos a pensar que Dios prefiere a los prudentes, templados y recios, pero no suele ser así: “No llama Dios por mérito al más fuerte, sino al más flaco y miserable, para que más resplandezca su infinita misericordia”. Si queremos conocer a Dios, debemos abrazar el recogimiento interior, dejando atrás todo entender, todo discurso, toda representación basada en los sentidos, pues “toda imagen corporal o sensible dista infinitamente de Dios”. El recogimiento interior o contemplación sólo puede florecer en el “santo y bienaventurado silencio”, no en el árido taller de los conceptos, impotentes para una genuina comprensión de lo sobrenatural. El mismísimo Santo Tomás de Aquino ya advirtió que “es muy poco lo que el entendimiento puede alcanzar de Dios en esta vida, pero es mucho lo que la voluntad puede amar”. El amor a Dios nos enseña la “perfecta resignación”, la aceptación incondicional de su voluntad, que debe prevalecer sobre nuestros deseos y afectos. La meditación no es desdeñable, pero sólo es el primer paso de la ascensión hacia Dios: “La meditación siembra y la contemplación coge; la meditación busca y la contemplación halla; la meditación rumia el manjar, la contemplación le gusta y se sustenta con él”. Molinos advierte que “la meditación obra con trabajo y con fruto; la contemplación sin trabajo, con sosiego, paz, deleite y mucho mayor fruto”. Este punto de vista irritó especialmente a los jesuitas, pues reducía a la insignificancia el papel del libre albedrío en el sometimiento a la providencia divina. Sin la determinación de ofrecer resistencia al pecado y observar la ley de Dios, la salvación no sería posible. Dios lo puede todo, pero el hombre debe ganarse la salvación mediante la fe, la esperanza y la caridad. La gracia sólo es eficaz cuando el alma se esfuerza y vence las tentaciones. El jesuita Luis de Molinos (Cuenca, 1535-Madrid, 1600) ya había desarrollado estas tesis, que se habían utilizado para combatir a luteranos y alumbrados, y que ahora se consideraron válidas para desautorizar el quietismo de Molinos.
Miguel de Molinos sostiene que debemos buscar a Dios en nuestro interior y no en los dogmas: “Has de saber que es tu alma el centro, la morada y el reino de Dios. Pero para que el gran rey descanse en ese trono de tu alma, has de procurar tenerla limpia, quieta, vacía y pacífica”. El alma debe callarse, resignarse, morir, abandonar todo anhelo, toda ambición material o intelectual, y cultivar la quietud. Sólo de ese modo será digna morada de Dios. Aparentemente, su estado de inactividad puede confundirse con un ocio estéril, pero está labrando su camino de salvación. El alma no debe orar con ternura, amor y sentimiento, sino con sequedad, desolación y aspereza, bordeando abismos y sin rehuir la angustia, el miedo y la tribulación. La mortificación de la carne es mucho menos importante que la mortificación interior. Hay que sumergirse en la nada, la paciencia, la humillación, la oscuridad, el vacío, el olvido, el desapego. Es necesario prescindir de imágenes y palabras que complacen a los sentidos, si queremos lograr una fe pura, sencilla, desnuda. “La perfección del alma no consiste en hablar ni en pensar mucho en Dios, sino en amarle mucho”. El amor a Dios no necesita signos externos, sino un silencio perfecto, místico, donde no hay espacio para discursos o exclamaciones. Pedro proclamó una y otra vez su amor a Cristo, pero le negó tres veces. En cambio, “la Magdalena no habló palabra, y el mismo Señor, enamorado de su amor perfecto, se hizo su cronista, diciendo que amó mucho”.
El alma culmina la vida contemplativa cuando al fin logra estar sola, menospreciada, muerta al querer, entender y pensar, vaciada y despojada: “¡Oh, qué dichosa alma la que así se halla muerta y aniquilada! Ya ésta no vive en sí, porque vive Dios en ella; ya con toda verdad se puede decir que es otra fénix renovada, porque está trocada, espiritualizada, transformada y deificada”. La vía contemplativa de Miguel de Molinos muestra un estrecho parentesco con la mística de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, pero hay una significativa diferencia. Molinos habla de desposarse con Cristo, pero en su dimensión sobrenatural, no en su condición de hombre ultrajado y escarnecido. Su amor es demasiado abstracto y puede confundirse con una forma de panteísmo, que desdibuja los límites entre el ser humano y Dios. Se aleja de la carne de Jesús. No repara en la Pasión, con su carga de dolor físico y psíquico. Tal vez eso explica su desdén por la mortificación, sin entender que la penitencia no es sino una manera de participar en la Pasión. Molinos exagera el papel de la gracia, olvidando que Jesús conoció la duda y la vacilación cuando oraba en el huerto de Getsemaní. De hecho, sudó sangre e incluso suplicó: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz” (Mateo 26, 40). El hombre no puede esperar que la gracia le exima de la lucha por su salvación. Afirmar que Dios lo hace todo, anula la responsabilidad individual. La gracia necesita del concurso de la virtud para contrarrestar la inclinación al pecado. No es suficiente estar encerrado en la nada, esperando que Dios obre prodigios. Molinos subvierte aspectos básicos del catolicismo, como advirtió Menéndez Pelayo. Aunque los inquisidores argumentaran con torpeza, la condena, solemnemente ratificada por la bula papal Caelestis Pastor, no constituyó una arbitrariedad, sino una consecuencia lógica del espíritu de la Contrarreforma.
Miguel de Molinos escribió una Defensa de la contemplación para justificar su Guía, pero no llegó a publicarse. Sólo conservamos fragmentos, que reiteran su elogio de la vía contemplativa, apoyándose en la tradición mística del cristianismo. Sus razonamientos, repetidos ante el tribunal inquisitorial, no resultaron convincentes. El 13 de septiembre de 1687 se retractó públicamente en Santa María sopra Minerva, una de las basílicas menores de Roma. Durante mucho tiempo, la Guía espiritual de Miguel de Molinos resultó inaccesible. Las ediciones que recuperaron el texto lo hicieron con escaso rigor, incluyendo infinidad de erratas. En 1969, José Ángel Valente y el escritor cubano Calvert Casey decidieron preparar una nueva edición. Jaime Salinas aceptó el proyecto. Ni el editor, ni el poeta español, sospechaban que Casey se quitaría la vida ese mismo año. En 1976 apareció la edición de Valente, cuidadosamente depurada y precedida de un esclarecedor prólogo, que destacaba el valor de la obra como poética, como modelo literario, particularmente en el novecientos español. De hecho, Valle-Inclán invocó la espiritualidad de Miguel de Molinos en La lámpara maravillosa (1916) para exponer su ideario estético: “El último y más levantado tránsito de la intuición estética es el amor con aniquilamiento, renuncia y quietud”. La Guía espiritual no es sólo un tratado místico. Como pieza literaria ocupa un lugar prominente en el panteón de los clásicos. Es posible adentrarse en sus páginas buscando una visión diferente de Dios, que muestra ciertas coincidencias con la mística protestante y la liberación budista, pero no debe desdeñarse su dimensión poética. La Guía espiritual nos revela el poder de la palabra para crear o reconocer la belleza. O, más exactamente, nos enseña que la belleza no es un simple rasgo formal, una convención cultural, sino una forma de transcendencia que nos acerca al fondo último del ser, donde nuestra perplejidad, sabiamente orientada, puede convertirse en conocimiento. Conocimiento de Dios, del Ser o la Nada, tres términos fronterizos que expresan indistintamente nuestra sed de absoluto.