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La admiración que despertó la literatura de Hermann Hesse entre los jóvenes rebeldes y descontentos de los años sesenta y setenta se transformó con el tiempo en un lastre. La crítica se mostró implacable con su obra cuando las protestas se apagaron y se enfriaron los sueños revolucionarios. Hesse sufrió el mismo ajuste de cuentas que la generación beat y el Mayo francés. A pesar de los juicios adversos, la literatura de Hesse, lejos de ser mediocre o deleznable, ocupa un lugar indiscutible entre los clásicos, reflejando los conflictos del individuo para construir y preservar su identidad, sin sucumbir al dogmatismo religioso o político y sin desembocar en un nihilismo impregnado de tendencias autodestructivas.
El lobo estepario se publicó en 1928. La novela surgió a consecuencia de una crisis emocional y psicológica de Hesse, que sufrió un cuadro depresivo tras separarse de Ruth Wenger, su segunda esposa. Durante esa época, el escritor experimentaba serias dificultades para relacionarse con sus semejantes y buscaba el aislamiento para mitigar su inseguridad y el dolor que le producía el contacto con el mundo exterior. El lobo estepario recrea ese estado, que incluyó fantasías suicidas y una agresiva misantropía. La novela se interpretó como el diario de una rebeldía que ensalza al individuo frente a la masa, gregaria y estúpida. Muchos lectores se identificaron con la figura del “lobo estepario”, un disidente existencial que defiende ferozmente su independencia y su derecho a ser diferente, sin comprender el verdadero sentido de la obra. Hesse no concibe la soledad de Harry Haller, el protagonista de la novela, como un desafío o un gesto de libertad, sino como un fracaso. Su incapacidad para amar y ser amado le reduce a un ascetismo improductivo, donde el yo repudia cualquier lazo comunitario o responsabilidad sobre los otros.
El lobo estepario comienza con las observaciones del sobrino de la mujer que alquila una habitación a Harry Haller. Haller, de unos cincuenta años, exhibe “una desesperanza callada” y un talante reflexivo sin apariencia de vanidad, ambición o narcisismo. Posee “la mirada del lobo estepario” que se conduele de la fatuidad del género humano, afanado en naderías e indiferente ante las grandes creaciones del espíritu. Es evidente que Harrry Haller es Hermann Hesse, sometido a insoportables tensiones morales e intelectuales: “Haller era un genio del sufrimiento. En el sentido de muchos aforismos de Nietzsche, se había forjado dentro de sí una capacidad de sufrimiento ilimitada, genial, terrible”. Esa dureza interior convive con un profundo odio hacia sí mismo que le impide amar al prójimo. Haller es un hombre desarraigado, que interpreta su dolor como una herramienta al servicio del conocimiento. Su angustia existencial le convierte en el testigo privilegiado de una profunda crisis histórica. No se trata de un simple cambio de época, sino de la colisión entre dos paradigmas culturales que sólo aceptarán la destrucción de su antagonista. Hesse no menciona la muerte de Dios ni habla del Estado totalitario, pero es evidente que se refiere a la crisis religiosa y política de la Europa de entreguerras, donde se gestan los genocidios de la segunda mitad del siglo XX.
Sin disimular su fascinación, el autor de la nota introductoria presenta las “Anotaciones de Harry Haller. Sólo para locos”, un manuscrito inédito donde “el lobo estepario” relata su itinerario espiritual. Haller no oculta su desprecio hacia “todo lo mediocre, normal y corriente”. Nada le parece más ofensivo que el “optimismo del burgués”, confortablemente acomodado en “el templo del orden”. En esa concepción del mundo, no hay espacio para la búsqueda de Dios o del sentido de las cosas. Aunque reconoce que el jazz -“rudo, alegre y salvaje”- le atrae, opina que sólo un necio o un insensato podrían compararlo con Bach o Mozart, verdaderas cimas del espíritu humano. Haller teme que esa música vulgar e infantil sólo sea el preludio de un tiempo de estupidez y banalidad. Durante un paseo, Haller se topa con un hombre que lleva un cartel donde se lee: “Velada anarquista. Teatro mágico. Entrada no para cualquiera”. Se acerca al desconocido y acepta el folleto que le ofrece con aparente desinterés. Haller se retira a su habitación y comienza a leerlo. El folleto se titula “Tractac del Lobo Estepario. No para cualquiera” y habla sobre el propio Harry, donde el lobo y el hombre luchan entre sí con un “odio constante y mortal”, preguntándose si el ser humano es “un tremendo error, un ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza” o “un hijo de los dioses destinado a la inmortalidad”. El “lobo estepario” presume de su soledad y su independencia, pero su rebeldía es inofensiva. Harry no es un revolucionario, sino un diletante, que desprecia el estilo de vida burgués, sin advertir que su existencia es tan sencilla y conformista como la de un tendero aficionado a la ópera. No es un santo ni un libertino. No pertenece a la estirpe de esos artistas que “logran lo absoluto y sucumben de manera admirable”. Harry sólo es un hombre y el hombre no es algo acabado, sino “un ensayo y una transición; no es otra cosa sino un puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu”. Ese carácter inacabado, de proyecto sin terminar, explica que el ser humano albergue infinidad de identidades. La personalidad es un mito, una absurda reducción de la pluralidad de fuerzas que conviven en el interior de un individuo. “El hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto por muchos hilos”. El “lobo estepario” también es “zorro, dragón, tigre, mono y ave del paraíso”. Harry presume que la verdadera sabiduría no consiste en volver a ser niño (la alusión a Nietzsche es evidente), sino en “acoger al mundo entero en un alma dolorosamente ensanchada”. Ese y no otro es el camino “hacia la inocencia, hacia lo increado, hacia Dios”. Sin embargo, en esa filosofía trágica no hay un ápice de alegría. Acoger el mundo no debe implicar dolor, sino gozo, dicha, plenitud, y Haller no experimenta nada de eso.
Después de leer el “Tractac del Lobo Estepario”, Harry entiende que su vida es una impostura y que el “lobo estepario” debe morir. Pablo, un saxofonista alegre y desinhibido, Armanda, una mujer que ama sin celos ni exclusividad, y María, que carece de sentimientos de culpa o pecado, le enseñarán a vivir de otro modo. La risa y el baile reemplazarán a los largos encierros entre partituras de Bach, poemas de Novalis y novelas de Dostoievski. Armanda le enseñará a bailar. El baile no es algo pueril, sino un ejercicio de amor a la vida. Harry ha cultivado excesivamente el espíritu y ha descuidado la inmediatez de los sentidos, la ligereza de sentir sin elaborar juicios reflexivos. Pablo le descubrirá la belleza del jazz, una música que constituye la apoteosis de la libertad, pues no está sujeta a una partitura, sino a intuiciones e inspiradas improvisaciones. El saxofón es más libre que la batuta y no anhela la eternidad. El instante colma todas sus expectativas. Armanda y María le mostrarán que el sexo no es algo solemne, que implica lealtad y compromiso, sino un juego hermoso y sencillo, un jardín donde es posible ser bestia y niño, sin perder la inocencia ni sufrir el acoso de un moralismo enemistado con el placer. Armanda y María también le revelarán que las pequeñas cosas (un bolso, una pitillera, una sortija) no son objetos desdeñables, sino la discreta manifestación de la poesía de lo minúsculo. La poesía de lo minúsculo no es un canto a la riqueza material, pues -según Armanda- “el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte”. Inquieto, Haller replica: “¿Fuera de eso, nada en absoluto?” Armanda responde: “Sí, la eternidad”, pero la eternidad no es algo heroico, sino un presente interminable que recoge cualquier gesto de generosidad, belleza o audacia.
El aprendizaje y la redención de Harry Haller culminan en el “Teatro Mágico”, un espacio simbólico y metafórico donde Armanda se transmuta en Armando y cuestiona los roles sexuales, insinuando que el deseo, libre del lastre de la moral, cambia de objeto continuamente, transitando por todas las formas de placer. En el “Teatro Mágico”, Harry descubre “la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud, de la unión mística de la alegría”. Puede decirse que -gracias al viaje físico, carnal y espiritual realizado con sus jóvenes e inesperados maestros- el “lobo estepario” ha muerto. “Yo ya no era yo -afirma Harry, lleno de júbilo-; mi personalidad se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua”. Los otros ya no son extraños: “su sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los suyos”.
Es evidente que El lobo estepario se interpretó mal. Harry Haller no es un héroe, sino un pobre diablo que se ha parapetado detrás de Mozart y Goethe para disimular su incapacidad de convivir con los otros, experimentando sentimientos de placer y comunidad. Armanda, María y Pablo le proporcionarán la educación sentimental que le permitirá abrirse a los otros y liberarse de sus inhibiciones. En esta novela, Hesse se aleja indistintamente del budismo y el cristianismo. El budismo identifica la dicha con la extinción del deseo y el cristianismo redunda en la oposición platónica entre cuerpo y alma como realidades opuestas. Ambas tradiciones menosprecian la materia y exaltan el espíritu, si bien se separan en su concepción del más allá. Hesse se aproxima a la filosofía de Nietzsche, al “gran sí a la vida” de Zaratustra, pero sin aceptar la inversión de valores, la nueva moral de amos y esclavos que justifica la esclavitud y la guerra. Hesse escribió: “Nunca he vivido sin religión, y no podría vivir sin ella un solo día, pero he podido pasar toda la vida sin ninguna iglesia”. Su religiosidad no implica la execración del instinto o la penitencia corporal, sino un humanismo abierto, tolerante y sensual. Antibelicista, místico y con un amor hacia la naturaleza de connotación panteísta, Hesse concibió El lobo estepario como el relato de una crisis personal. Su experiencia de la depresión le mostró que soledad es un estado enfermizo, donde el yo se escinde del otro, exacerbando su subjetividad. Ese estado sólo conduce a una deshumanización radical, pues lo verdaderamente humano es fundirse con el otro y difuminarse en el nosotros. Hesse no elogia el gregarismo, sino el amor y la fraternidad. “La felicidad es amor, no otra cosa. El que sabe amar es feliz”. La enseñanza última de El lobo estepario es de una sencillez evangélica. No debe sorprendernos. Los clásicos desconfían de la retórica y, a finales de los años 30, el nazismo ya era una amenaza real, que explotaba lo dramático y grandilocuente. Al igual que otros intelectuales, Hesse intuía que el totalitarismo provocaría una nueva guerra, con un enorme caudal de sufrimiento. “No reniego del patriotismo, pero primeramente soy un ser humano, y cuando ambas cosas son incompatibles, siempre le doy la razón al ser humano”. A diferencia de Heidegger, Hesse no se dejó seducir por el ideal comunitario del nacionalismo alemán. Conoció el exilio y la prohibición de sus obras. Su editor fue detenido por la Gestapo y sus libros desaparecieron de las bibliotecas.
Al igual que su buen amigo Thomas Mann, deseó la derrota de su propio país, pero cuando obtuvo el Premio Nobel en 1946 manifestó que no deseaba el ocaso de las diferencias nacionales, pues eso llevaría a “una humanidad intelectualmente uniforme”. La paz y la reconciliación le parecían inconcebibles sin la diversidad: “¡Es fantástico que existan muchas razas, muchas lenguas y una infinidad de actitudes y perspectivas!”. Los “poderes oscuros” que amenazan a la civilización sólo podrán ser vencidos con amor, tolerancia y apertura hacia la diferencia, pues “el amor es más fuerte que la violencia”. La figura del lobo estepario sólo es una etapa de la conciencia humana. La plenitud del ser humano se halla en la risa, el baile, el juego.