Entreclásicos por Rafael Narbona

Juan Panero y la Generación del 36

23 enero, 2018 10:47

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Juan Panero, Luis Rosales y Leopoldo Panero[/caption]

Pocos recuerdan a Juan Panero, eclipsado por la notoriedad de su hermano Leopoldo y la de sus sobrinos Juan Luis y Leopoldo María. Su muerte temprana interrumpió un prometedor vuelo poético que dejó memorables –y escasamente reconocidos– frutos. Juan Panero nació en 1908 en Astorga, León. Después de terminar sus estudios, viajó a Madrid para entrar en contacto con las principales corrientes poéticas de su época. Forjó una estrecha amistad con Luis Rosales y César Vallejo, que estimularon su propósito de devolver a la poesía su acento humano y su tensión hacia lo trascendente, sin renunciar a los hallazgos formales de las vanguardias. Publicó sus primeras prosas en las revistas locales Saeta y Humo, firmando con el pseudónimo “Critilo”. Su apropiación del nombre del protagonista de El Criticón de Gracián insinúa cierta afinidad con el desengaño barroco. El incipiente escritor no ignora flaqueza de los afectos y la fugacidad del existir, pero no es pesimista. Cree en Dios, el hombre y la poesía. Esa sensibilidad se plasma en los poemas sueltos aparecidos en las revistas La Saeta (1925) y Literatura (1934), donde se busca tenazmente el latido de la eternidad.

En 1936 publicará su único libro, Cantos del ofrecimiento, donde se aprecian influencias de Virgilio, Antonio Machado y Novalis: largos versículos que divagan sobre el amor, la muerte y la naturaleza; intuiciones visionarias que se funden con un sentido clásico de la belleza; incursiones en lo profundo, misterioso y desconocido. Cantos del ofrecimiento se publica en la colección “Héroe”, dirigida por Manuel Altolaguirre, republicano y antifascista. Cuando estalla la guerra civil, Juan Panero se incorpora a las tropas sublevadas como alférez provisional. El siete de agosto de 1937 muere en un accidente de tráfico mientras viajaba desde León hasta Astorga. Las revistas Escorial, Espadaña y Castilla publican sus poemas póstumos. En 1940, aparecen reunidos en Presentimiento de una ausencia, que corrobora su talento poético y evidencia la pérdida sufrida por la poesía española.

Se asocia a Leopoldo Panero, hermano menor de Juan, con el régimen franquista, olvidando que los nacionalistas casi le fusilan al principio de la guerra. Acusado de aprovechar sus viajes al extranjero para establecer relaciones de amistad con intelectuales marxistas, como Ilia Ehrenburg, se libra del paredón gracias a la intervención de su madre, que logra entrevistarse con Carmen Polo, esposa del general Franco, convenciéndola de la lealtad de su hijo a los valores del alzamiento militar. Intimista y existencial, la poesía de Leopoldo Panero es inseparable de la breve vida de su hermano mayor Juan. Ambos crecieron en la casona familiar de Astorga, un palacete situado a escasos metros del palacio episcopal. Adquirida por su tío Leoncio Núñez a su regreso de América, los hermanos se repartieron la casa por alturas. Leopoldo se instaló en la planta superior, que no tardó en convertirse coloquialmente en “el Palomar”. Juan se quedó abajo. Esta separación nunca implicó un distanciamiento afectivo o literario. Años más tarde, Leopoldo escribiría que su hermano había compartido con él “las más puras y nobles ilusiones del alma”. La vocación de Juan precedió a la de Leopoldo y ejerció una influencia decisiva después de su muerte. “El torbellino de su inspiración lírica, grave, leve, transparente, sombría, pasó […] a sacudir los arraigados versos, aún no nacidos, de Leopoldo –señala el profesor y crítico literario Francisco Martínez García-. Y la herencia poética de Juan no se perdió… del todo”. En su elegía “Adolescente en sombra”, Leopoldo evoca al hermano perdido, “ceniza de mi infancia / en las llanuras de León”: “A ti, Juan Panero, mi hermano, / mi compañero y mucho más; / a ti tan dulce y tan cercano; / a ti para siempre jamás”. Juan Panero también dejó una huella muy honda en Luis Rosales. En La casa encendida (1949), Rosales dedicará varias páginas al recuerdo de un amigo muy querido: “Era proporcionado de sueño y estatura, / y no podía cambiar, / porque estrenaba su vigoroso corazón a todas horas, / y ahora ha vuelto, / ahora se encuentra aquí porque siempre volvía”.

Gerardo Diego elogió Cantos del ofrecimiento en las páginas del ABC, calificando a Juan Panero de “poeta altísimo, ya en la eminencia de la plenitud”, con una escritura “pura, ingenua, transparente, sosegada”. Machadiano, unamuniano, Juan Panero cantó a Castilla, con autenticidad y delicadeza (“¡Prodigio de cristal rozado por los ángeles! / Valentía del aire”), e intentó comprender “la voz callada de la muerte”, abordando la idea de Dios desde una perspectiva cristiana. La cuestión religiosa es un tema recurrente en los poetas agrupados en la generación del 36. No podía ser de otro modo en una época de crisis social, política e ideológica, que desembocó en una guerra civil. Como ha señalado Arturo Serrano-Plaja, uno de los poetas del grupo, la violencia irrumpió en sus vidas cuando aún se hallaban “en vías de formación, de desbrozamiento de la voz, a la caza de su verdadero timbre y personal sonido”. El sufrimiento desatado por la guerra hizo que los poetas del 36 se aferraran a los recuerdos de su infancia y al consuelo de la fe. “Arrojados”, por utilizar la expresión del filósofo José Luis Aranguren, a una circunstancia histórica particularmente trágica, que asignó a la violencia un protagonismo indeseable, la mayoría se rebeló contra la hegemonía de la muerte, buscando alternativas que garantizaran el predominio de la vida y la esperanza. Humana, sentimental e ideológicamente “escindidos”, según el calificativo empleado por Ricardo Gullón, los poetas del 36 se aglutinaron en dos grupos. La revista Hora de España, fundada en 1937 en la Valencia republicana, cedió sus páginas a poetas como Juan Gil-Albert y Arturo Serrano-Plaja. La revista Escorial, editada en Madrid entre 1940 y 1950, reunió a Leopoldo y Juan Panero, Luis Rosales, Dionisio Ridruejo y Luis Felipe Vivanco. Otros, como Miguel Hernández y Germán Bleiberg, permanecieron fuera de estos focos, desarrollando su actividad creadora de forma más independiente. Miguel Hernández y Bleiberg, fervientes republicanos, sufrieron las consecuencias más dramáticas de la guerra. Como es bien sabido, Miguel Hernández murió en la cárcel y Bleiberg se exilió en Estados Unidos. Muchos procedían de la Facultad de Letras de Madrid y pertenecían a la burguesía. Todos formaron su conciencia poética leyendo a los poetas del 27, pero hacia 1935 ya habían adquirido una estética propia. En esa fecha, Luis Rosales publica Abril, un libro esencial que contempla la vida y la poesía desde una perspectiva menos formal y más arraigada en lo humano. Luis Felipe Vivanco describe el giro experimentado: “Si en algún momento la imagen ha tenido más importancia que la palabra, ahora va a suceder todo lo contrario y la palabra va a ser más importante que la imagen”.

La preocupación por lo humano parece inseparable de la pregunta por Dios en un tiempo dominado por la incertidumbre. No es una cuestión asociada a la fe, sino a la necesidad de hallar un sentido a la vida. En su “Oración a la muerte”, Germán Bleiberg escribe: “¿Qué harás de mí, Señor, cuando yo muera? / ¿Qué flores tornarán cristal mi vida?”. En El rayo que no cesa (1936), Miguel Hernández clama: “Me llamo barro aunque Miguel me llame. / Barro es mi profesión y mi destino”. El tiempo se detuvo para Juan Panero en 1937, pero nos dejó poemas como “Consagración de la sangre”, que oponía a la silenciosa penumbra de la muerte la alborozada claridad de la esperanza cristiana. “Consagración de la sangre” es un poema ambicioso, que confronta la muerte con la vida y apela a Dios para afirmar la trascendencia del alma humana. Para el poeta, la muerte no es “partir a las sombras espesas de la tierra para escuchar del viento la queja lastimera que pone en los cipreses”. Ni “es la leve ceniza que se lleva la tierra como nieve humildísima de un pecho que se hunde lentamente en el olvido”. Juan Panero utiliza un versículo larguísimo, casi bíblico, que combina las imágenes clásicas (“el llanto de la amada derramado en las flores”) con imágenes más modernas (“los pasos de los hombres tristes que llevan el corazón con peso”). El eco de las vanguardias está amortiguado, pero no silenciado, pues las imágenes son muy poderosas (“el oro que los cirios dejan caer, temblando, sobre el grave silencio”). Pervive desdibujada la sensibilidad modernista (“el desmayo de los labios serenos como rosas”, “el rosal ungido por aguas del otoño”), pero sobre todo prevalece el acento hondamente humano: “el llanto de la madre que queda esclava de los ríos”.

Tras decir lo que la muerte no es, Juan Panero se aleja de la tristeza con una visión alegre y trascendente. Morir no es el final, sino “mostrar el revés como su almendra muestra al madurar su fruta”. Morir es “la entrega del alma a la perenne paz remansada del tiempo” (de nuevo el clasicismo). “Morir es desbordar el ámbito del mundo”, “cortar las tinieblas para alcanzar el manso manantial de la luz”, “romper gloriosamente con los estrechos límites que ahogan y torturan lo encendido del hombre en su estancia de tierra”. El optimismo metafísico de Juan Panero ya no se corresponde con el pseudónimo de “Critilo” utilizado en sus primeros escritos. El desengaño se ha convertido en plenitud pascual. La muerte no reina en el universo, pues la “apacible dulzura” de la fe salva al hombre de una caída interminable. “La plata fugitiva del sueño de los ángeles” nos rescata de la podredumbre, permitiendo a la carne “perecer con júbilo de pájaros”. Juan Panero identifica a Dios con “un torrente” o “un manantial de luz” que nos anega y revive, abriéndonos las puertas de lo eterno. La muerte se desvanece “donde el tiempo nace”. Llamamos caridad al “sostenido asombro de Dios en nuestros ojos”. La inspiración de Juan Panero roza su momento más alto cuando escribe: “Morir es consagrar el fervor de la sangre como la flor de harina consagra la blancura”. La muerte suele concebirse como una experiencia de oscuridad y derrumbamiento, pero el poeta se refiere a ella con un luminoso vuelo hacia lo eterno: “La muerte es plenitud perfecta de la vida”. No hay sombras, sino blancura cuando “el delgado sonido de la carne […] luce su transparente vidrio”; cuando el alma inmortal y serena inicia su tránsito hacia la madurez del descanso eterno.

En “Consagración de la sangre”, Juan Panero aborda la muerte del hombre, no la muerte en sí misma. Sólo el ser humano se acerca a la muerte lleno de preguntas. En las sociedades modernas, no se ha aceptado la muerte. Simplemente, se la ignora. Pero la muerte sigue ahí, interrumpiendo nuestros proyectos, separándonos de nuestros seres queridos, arrojándonos al olvido. Juan Panero ascendió tempranamente “con sus alas de sueño a la morada última”. No sabemos con qué ojos nos contempla, pero conservamos el poema que le escribió su hermano Leopoldo, casi una plegaria, donde vibra el dolor unánime de todos los vivos, afligidos por las pérdidas y por la nostalgia de los que caminaron un día a nuestro lado: “A ti que habitas tu pureza, / a ti que duermes de verdad; / casi sin voz, el labio reza; / acompaña mi soledad”.

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Nota bibliográfica:

Los libros de Juan Panero están descatalogados. Sólo son fácilmente accesibles poemas sueltos publicados en antologías poéticas de la generación del 36. En librerías de segunda mano, puede adquirirse su Obra poética, publicada en 1986 por el Centro de Estudios Astorganos. Se trata de una edición que ha descuidado algunos aspectos, reiterando versos y publicando fragmentos sueltos que apenas merecen la consideración de apuntes.

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