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¿Es posible la poesía sin misterio? Ernestina de Champourcin entiende que no, pero su poesía no abriga oscuridad o hermetismo, sino claridad, hondura y transparencia. Su decir poético es luminoso, límpido y cristalino como una plegaria que intenta salvar el abismo que separa al hombre de la transcendencia. Esta aparente paradoja no constituye una contradicción. El misterio es un enigma que sólo se hace inteligible mediante el resplandor e inmediatez de la palabra exacta. En Españoles de tres mundos (1940-41), Juan Ramón Jiménez afirma que la profundidad lírica de Ernestina es “un misterio repetido, […] una nube fogueante, […] una larga primavera” rodeada de “esbeltos ánjeles adolescentes”. Poeta esencial –nunca le agradó la denominación de “poetisa”-, no se conforma con exaltar la tierra. Desde sus primeros poemas, hay una ardiente búsqueda de la trascendencia que rescata al mundo de su caída en lo finito e imperfecto. “¿En qué peligrosa zarza ardiente de lo estraño se ha metido Ernestina?”, se pregunta Juan Ramón Jiménez, que no es ajeno a esa tensión hacia lo último y originario, lo infinito y prístino. Ernestina no se conforma con la belleza, ni con el compromiso social –que jamás rehuyó en su vida personal-, sino que busca una vía de comunicación entre la carne y el espíritu, lo perecedero y lo eterno. Por eso, su poesía es “¡Trueque incesante de orillas confundidas!”, como exclama el poeta de Moguer, intentando explicar el estilo sencillo y visionario de Ernestina.
Poco leída y conocida, Ernestina de Champourcin y Moran de Loredo nació en 1905 en Vitoria en el seno de una familia aristocrática, católica y tradicionalista. Su padre era el barón de Champourcin. Sus ideas monárquicas convivían con una sensibilidad liberal-conservadora, que le mantenía alejado de planteamientos reaccionarios. Su mujer nació en Montevideo y era hija de un militar de ascendencia asturiana. Ernestina fue educada en inglés, francés y español. Aprendió a hablar, leer y escribir en los tres idiomas. En 1915, la familia se trasladó a Madrid. Ernestina estudió en el Colegio del Sagrado Corazón, manifestado una creatividad precoz, que se plasmó en unos prometedores primeros versos. La lectura de Víctor Hugo, Lamartine, Musset, Vigny, Maeterlinck y Verlaine determinó que eligiera el francés para componer sus primeros esbozos líricos. Más tarde, leyó a San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Rubén Darío, Concha Espina, Amado Nervo, Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez, que se convirtió en su poeta de referencia después de adentrarse en las páginas de Platero y yo (1914). En 1923 publica sus primeros poemas en revistas como Manantial, Cartagena Ilustrada o La libertad. Tres años más tarde, se une al Lyceum Club Femenino, fundado por María de Maeztu y Concha Méndez, plenamente identificada con el proyecto de integrar a la mujer en la vida política, social y cultural de su época. Envía un ejemplar de su obra En silencio a Juan Ramón Jiménez, pero no recibe respuesta. Sin embargo, coincide con el poeta y su esposa Zenobia Camprubí en La Granja de San Ildefonso. Comienza así una amistad que le permitirá conocer a los grandes poetas de la Generación del 27 (Alberti, García Lorca, Aleixandre, Cernuda, Salinas, Dámaso Alonso, Jorge Guillén) e iniciarse en la poesía de John Keats, Shelley, William Blake y Yeats. Aunque nunca elaboró una poética, pues no sentía la necesidad de explicar mediante conceptos su labor creativa, el contacto con los hallazgos formales de las vanguardias y el conocimiento de una poesía simbólica, alucinada y metafísica, le permitió orientar su estilo hacia una pureza despojada de fantasías modernistas y con un impulso ascendente hacia lo absoluto. Durante los años siguientes, publica una serie de libros que evidencian su alta inspiración: Ahora (1928), La voz en el viento (1931), Cántico inútil (1936). Gerardo Diego la incluye en su célebre antología de 1934 y, de este modo, Ernestina introduce en la Generación del 27 una nota mística que vibra al compás de la exaltación del amor.
A pesar de su linaje aristocrático, Champourcin celebra la proclamación de la Segunda República y comienza una relación sentimental con Juan José Domenchina, poeta y secretario personal de Manuel Azaña. Se casarán el seis de noviembre de 1936, fundiendo sus destinos en un momento particularmente trágico de la historia de España. Todos los testimonios de la época destacan el profundo entendimiento de la pareja. En Españoles de tres mundos, Juan Ramón Jiménez dedica dos textos a Domenchina. El primero en 1930: “Alto, lleno, apeponado, […] Juan Pepe de amarillo y blanco, […] cuyo torneo de cuerpo humano rejistrado no podía borrar su no sé qué íntima belleza”. El segundo en 1934: “Quien vuela por sí, sin alas, sin otra ala que el impulso, el peso vertical ascendente, sienta bien la planta, […] esclavo feliz de la cuerda y la pluma”. La “íntima belleza” de Domenchina y la “larga primavera” de Champourcin se aliaron para luchar por la libertad y la poesía. Durante la guerra civil, Domenchina continúa al lado de Azaña, ocupando distintos cargos políticos. Ernestina trabaja como enfermera en el comité de “Protección de Menores” creado por Juan Ramón y Zenobia para proporcionar amparo a los niños huérfanos o abandonados a causa de la contienda, y algo después, traslada sus servicios al hospital dirigido por Dolores Rivas Cherif, esposa de Azaña. Su labor humanitaria no impide a la poeta publicar su única novela, La casa de enfrente, donde reflexiona desde una perspectiva crítica sobre la educación que recibían las niñas de la burguesía. A pesar de contar con el apoyo de su madre, Ernestina no pudo cursar estudios universitarios por la oposición de su padre, lo cual le causó un perdurable malestar. La casa de enfrente reivindica la igualdad entre los sexos con un tono sereno, moderado, elegante, lejos de confrontaciones estériles. Ernestina comenzó otra novela, Mientras allí se muere, que narraba las penalidades de la guerra, pero no llegó a finalizarla. La derrota republicana obligó al matrimonio a exiliarse. Después de un breve tránsito por Francia, se establecen en México. Acompañados por la madre y la hermana de Domenchina, ambas viudas, y por dos sobrinos, el matrimonio afronta una situación de estrechez e incertidumbre. Alfonso Reyes coloca a Domenchina en la Casa de España. Ernestina publica algunos versos en las revistas Romance y Rueca, pero la necesidad de ingresos económicos no le deja otra alternativa que trabajar como traductora e intérprete en conferencias internacionales. Entre los autores traducidos, podemos citar a Mircea Eliade, Gaston Bachelard, Emily Dickinson, Edgar Allan Poe, Anaïs Nin. En esos años, compatibiliza la traducción con la crítica literaria, reseñando libros de poesía.
Ernestina se adaptó bastante bien a México, llegando a considerarla una segunda patria. Por el contrario, su marido nunca logró aclimatarse, enfermando prematuramente. A principios de los cincuenta, Ernestina –que nunca había abandonado su fe católica- experimentó un renacimiento interior. Algunos aún no comprenden que una mujer republicana y moderadamente feminista abrazara con fervor el tradicionalismo católico, olvidando que María Zambrano adoptó la misma actitud. De hecho, la autora de El hombre y lo divino nunca ocultó su oposición a las reformas litúrgicas introducidas por el Concilio Vaticano II. Jaime de Siles intenta explicar su conducta con argumentos emocionales, psicológicos: “Cuando la historia parece hundirse, lo único que queda como asidero es la idea de Dios. Un Dios a veces panteísta y otras veces cristiano”. No comparto esta interpretación. Para Ernestina, la fe no fue un refugio, sino la culminación de una trayectoria poética impulsada por la búsqueda de la trascendencia, del sentido último de las cosas. En su caso, el amor a Dios no es un ardid de la mente para huir del fracaso y el dolor, sino una experiencia liberadora que transforma la vida cotidiana en un camino de perfección. En 1952, publica Presencia a oscuras, retomando su quehacer poético después de una década de silencio. En una carta a Carmen Conde, escribe: “Yo he guardado un silencio casi completo estos diez años, pero ahora me ha salido una voz nueva, clásica y mística que canta a pesar mío y a la que no puedo resistir. Si encuentro editor, la oirás pronto…”. Presencia a oscuras incluye sonetos, décimas, romances y otras estrofas tradicionales de la poesía barroca. Además, recrea las catorce estaciones del Viacrucis con brillante prosa poética: “Aquel suelo agrietado debió de esponjarse dulcemente al recibirte, soñando ser, para Ti, una mullida y fragante pradera”. El reencuentro con la fe ayuda a Ernestina a sobrellevar con entereza y alegría la enfermedad de su marido. Domenchina falleció en 1959, confortado por el amor de su mujer, que lo cuidó con ternura maternal. El matrimonio no había tenido hijos y Ernestina tuvo que enfrentarse a una viudez prematura. La dolorosa pérdida no truncó su resurgir poético. Los libros se encadenan: Cárcel de los sentidos (1960), El nombre que me diste (1960), Hai-kais espirituales (1967), Cartas cerradas (1968), Poemas del ser y del estar (1972).
En 1972, Ernestina regresa a España. No le agradan las transformaciones que ha experimentado. Madrid le parece una ciudad extraña, ajena, muy distinta de lo que recordaba. Con el paso de los años, la soledad y la vejez adquieren un indeseado protagonismo. Su tristeza no ahoga su vuelo poético. Publica nuevos libros de carácter intimista y nostálgico, que miran hacia el porvenir sin miedo, preparando el encuentro con la muerte: Primer exilio (1978), La pared transparente (1984), Huyeron todas las islas (1988), Los encuentros frustrados (1991), Del vacío y sus dones (1993), Presencia del pasado (1966). En 1981, aparece La ardilla y la rosa (Juan Ramón en mi memoria), una selección comentada de las cartas intercambiadas con Zenobia Camprubí. Fallece en Madrid el 27 de marzo de 1999. Nunca temió a la muerte, pues jamás consideró que constituyera un final, un anonadamiento: “Yo creo que morir es estar / es estarse por fin en lo absoluto / en lo definitivo… / Morir es una rosa / que se nos da de balde / un perfume cuajado / en un amor para siempre”.
El sociólogo y periodista Emilio Lamo de Espinosa, sobrino de Ernestina, ha comentado que su obra ha caído en el olvido por su dimensión religiosa, obviando otras facetas como su compromiso con la causa república y con los derechos de las mujeres. Para Champourcin, la poesía no es una simple actividad creadora, sino una apremiante necesidad vital: “Yo sin la Poesía no existo, no soy nada. Prescindir de ella sería anularme”. No necesita justificar esa vocación con filigranas teóricas: “Carezco en absoluto de conceptos. La vida borró los poco que disponía, y hasta ahora no tuve tiempo de fabricarme otros nuevos. Por otra parte, cuando todo el mundo define y se define, causa un secreto placer mantenerse desdibujado entre los equívocos linderos de la vaguedad y la vagancia”. Esa indefinición no evita que podamos apreciar tres etapas en la poesía de Ernestina. Entre 1905 y 1936, prevalece la exaltación del amor humano con un estilo modernista y tardorromántico que evoluciona hasta los planteamientos de la poesía pura de Juan Ramón Jiménez. Después de un prolongado silencio, la publicación en 1952 de Presencia a oscuras marca el comienzo de una poesía religiosa que acata los dogmas del catolicismo, celebrando el amor divino. El regreso a España en 1974 no implica un alejamiento de esta postura, pero sí acentúa la nota intimista, el recuerdo nostálgico y la prefiguración de la muerte. Ernestina nunca se sintió cómoda con esas divisiones y jamás aceptó ser una de las voces femeninas de la generación del 27, pues le parecía absurdo establecer distinciones por sexo. En 1976, declaró en una entrevista: “Nunca he logrado pensar en la poesía como algo exclusivamente masculino o femenino. Y en igual forma me repugnan los calificativos con los que suele acompañarse esa palabra. Para mí, la poesía es poesía o no es nada. Y entonces sobran las etiquetas de social, amorosa, religiosa, femenina, etc; creo que toda la poesía que lo es, o sea en toda la poesía auténtica, está Dios. Tiene que estar Dios, y en ella lo encontramos con frecuencia, aunque no se le nombre”. La poesía que interpela directamente a Dios es “un diálogo del que sólo nos llega la parte humana, la del dolor y el deseo del hombre”.
Ernestina esperó a la muerte con serenidad en un Madrid que ya no era el de su juventud, cuando paseaba por el Retiro con su futuro marido, hablando de poesía. “Entre tanto callar / qué marcha hacia lo eterno”, escribió. Su poesía no merece ser olvidada, ni interpretada como una simple expresión de fe. La esperanza que fluye por sus versos constituye un acto de rebelión contra la angustia de vivir y no hallar ningún sentido a las cosas. La poesía de Ernestina de Champourcin posee el latido de los espíritus que no conciben un mundo despojado de alma, trascendencia y misterio. No pretende convencernos. Sólo nos indica un camino y nos pide que caminemos con ella un trecho.
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Nota bibliográfica:
En 2008, la Fundación Banco Santander publicó una amplia selección de poemas de Ernestina de Champourcin bajo el título Poesía esencial. Aunque se haya descatalogado, puede adquirirse con relativa facilidad. En 2017, Editorial Torremozas publicó una Antología poética de menor extensión, pero con un buen criterio de selección. El archivo personal de Ernestina se encuentra en la Universidad de Navarra y es de libre acceso.