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La literatura y el cine nacen de una patología común: el voyerismo, la pasión de contemplar la vida de los otros. La ventana indiscreta, relato y película, refleja esa compulsión, que arroja una sombra paradójica sobre la condición humana. ¿Por qué observar a los otros, cuando podemos utilizar nuestro tiempo –trágicamente escaso– en vivir? Escribir, leer, rodar una película o asistir a su proyección, es una extraña forma de pasar el tiempo. Dejamos a un lado nuestras pasiones para apasionarnos con las vivencias ajenas, reales o ficticias. A veces, el infortunio de un personaje imaginario, como Anna Karenina o Blanche DuBois, nos absorbe más que cualquier experiencia, recuerdo o expectativa. La ventana indiscreta quizás es la apoteosis narrativa y visual de este insólito fenómeno. El cuento de Cornell Woolrich, más conocido por sus pseudónimos William Irish o George Hopley, apareció por primera vez en 1942. Alfred Hitchcock lo convirtió en película en 1954. Narración y film disfrutan hace tiempo de la consideración de clásicos, si bien es cierto que la adaptación de Hitchcock marca un hito en la historia del cine y el relato de Woolrich no resulta tan innovador en su género. No obstante, si los comparamos, descubrimos que los dos parten del mismo punto: la frustración que muchas veces nos producen nuestras vidas y el placer que nos proporciona entrometernos en la existencia de los demás. No nos mueve el anhelo de comprender y, menos aún, la solidaridad, sino una obscena curiosidad, similar a la del entomólogo que clava un alfiler en el abdomen de una mariposa para ampliar su colección de rarezas.
Cornell Woolrich nació el 4 de diciembre de 1903 en Nueva York. Hijo único de una familia acomodada, creció como un niño sobreprotegido. Su madre era pianista y mantuvo una relación muy estrecha con él, prodigándole toda clase de atenciones. Su cercanía se acentuó con el divorcio del matrimonio. Cornell estudió periodismo en la Universidad de Columbia, pero dejó la carrera para dedicarse por entero a la creación literaria. Durante un tiempo, trabajó en Hollywood como guionista, pero un matrimonio desdichado lo alejó de los estudios cinematográficos. Se casó con Gloria Blackton, hija del productor James Stuart Blackton, pero su esposa pidió enseguida el divorcio, tras descubrir que su marido era homosexual y llevaba una doble vida. Cornell volvió a Nueva York y se instaló en el Hotel Marseille con su madre, descartando comprar una casa, pues se resistía a fundar un hogar y echar raíces. Su éxito como escritor le permitió viajar a Europa con ella, intercambiando nuevas complicidades y confidencias. Su modelo como autor era Francis Scott Fitzgerald, pero la Depresión del 29 le obligó a incrementar su producción, adoptando un estilo menos lírico y más directo, conforme exigía su vertiginoso ritmo de trabajo. Entre 1934 y 1936 publicó más de trescientos cincuenta relatos, que sólo parcialmente puede inscribirse en el género pulp. Aunque aparecieron en revistas como Black Mask, Ellery Queen Mistery Magazine, Detective Fiction Weekly y Argosy, sus relatos no se limitan a crear y mantener el suspense. Sus personajes suelen debatirse con la soledad, la angustia y la inadaptación. Casi siempre son víctimas de injusticias, calumnias o discriminaciones que evidencian la ferocidad del hombre con el hombre. Su tendencia a adoptar la primera persona y a crear atmósferas oníricas, con rasgos de pesadilla y elementos fantásticos de novela gótica, ha suscitado en ocasiones la comparación con el universo de Poe. Woolrich no escribió sólo relatos. También nos dejó novelas como The Bride Wore Black (1940), que se ha traducido como La novia vestía de negro y que François Truffaut llevó al cine, con una bellísima e inquietante Jeanne Moreau en el papel protagonista.
Cuando su madre murió en 1957, Woolrich se mudó a otro hotel de Nueva York, encerrándose en una habitación durante sus restantes once años de vida. Alcohólico y enfermo de ictericia, se quedó en silla de ruedas tras sufrir la amputación de una pierna por culpa de una vieja herida mal curada. Víctima de la depresión, se aisló progresivamente, negándose a recibir a sus escasos amigos. Falleció el 25 de septiembre de 1968. Dejó 850.000 dólares a la Universidad de Columbia para crear una beca con el nombre de su madre, Claire Attalie Woolrich, destinada a costear los estudios de jóvenes periodistas sin recursos. 'La ventana indiscreta' es uno los relatos más populares de Woolrich. Nos muestra que el interés por conocer los secretos de nuestros vecinos no alivia nuestra soledad. La proximidad física no implica cercanía afectiva, sino un trágico aislamiento disfrazado de privacidad. Su título original era 'It has to be murder' ('Tiene que ser asesinato'), pero más tarde cambió por el de 'Rear Window', que significa 'La ventana de atrás' o 'La ventana trasera'. Jeff, el protagonista, se halla inmovilizado en una silla de ruedas por culpa de una escayola. No sabemos casi nada de él, salvo que tiene un criado llamado Sam (presumiblemente negro) y un amigo policía, Boyne. Vive en un apartamento alquilado y, aunque tiene a su disposición los libros del anterior inquilino, jamás ha experimentado curiosidad por ellos. No le gusta leer y echa de menos la posibilidad de hacer ejercicio. Su rutina se limita a desplazarse de la cama a un amplio ventanal que le permite espiar a sus vecinos. Se justifica, alegando que sufre insomnio a causa del reposo y necesita hacer algo para no morir de aburrimiento. El ventanal se abre sobre un patio trasero, componiendo un espacio casi teatral con sus distintos edificios. Jeff ocupa “la cuarta pared”, el lugar reservado al público de una función: “A través de mi ventana, veía lo que ocurría en el interior con tanta claridad como si estuviera contemplando una casa de muñecas de la que hubiesen retirado una de las paredes”.
Jeff sigue varias historias: unos recién casados que salen todas las noches, casi como si huyeran de su hogar; una viuda joven que cuida a su hijo pequeño y que, tras maquillarse cuidadosamente, pasa las noches fuera, quizás para ejercer la prostitución; una mujer aparentemente enferma, que nunca abandona su piso y a la que cuida su marido, un hombre que fuma con impaciencia, con la cabeza asomada hacia el patio. Las reformas que se realizan en las plantas superiores no ayudan a descansar a la enferma. Las persianas del apartamento suben y bajan, como si quisiera amortiguar el ruido, pero también como si ocultaran algo. Jeff no suele elaborar las especulaciones. Es un hombre práctico, directo y sencillo. Sin embargo, no entiende el movimiento de las persianas. Sabe que nadie es completamente sincero, que todo el mundo esconde secretos, que el ser humano nunca es un libro abierto, pero esas persianas que suben y bajan misteriosamente sugieren que hay algo más, tal vez algo terrible, como un crimen. La aparición de un misterioso baúl corrobora sus sospechas. Se ha producido un asesinato, pero la policía no comenzará a investigar sin algún indicio sólido. Jeff utiliza a Sam para averiguar el nombre del presunto asesino, consigue unos prismáticos y llama a Boyne, pidiéndole que investigue. No le mueve el afán de justicia, sino el tedio y el sentimiento de vacío. Woolrich no comete la torpeza de expresar opiniones directas, pero su prosa limpia y desnuda muestra claramente algunas de las anomalías de las sociedades surgidas al calor de las grandes urbes: existencias huecas, sin metas ni horizontes; el creciente aislamiento de los individuos, a pesar de las aglomeraciones; los edificios con aspecto de colmenas, donde nadie conoce a nadie; la vida de los demás reducida a simple espectáculo. En el relato de Woolrich, los personajes poseen una identidad débil, difusa, pero no son marionetas o estereotipos. Simplemente, son hombres y mujeres que no han podido construir una identidad sólida y compleja porque apenas se relacionan con sus semejantes.
Aunque la trama está ambientada en los años cuarenta, no ha perdido un ápice de actualidad. Nuestro mundo se parece a ese patio trasero donde Jeff intenta demostrar que se ha perpetrado un asesinato. El sentimiento de comunidad ha sido reemplazado por la indiferencia, la sospecha, la murmuración, la calumnia y la indiscreción. Alfred Hitchcock incorpora esa perspectiva a su versión cinematográfica, pero altera aspectos esenciales del relato original. Hay una pareja de recién casados, pero no huyen de su apartamento cada noche. Prefieren bajar la persiana y pasar los días y las noches enredados bajo las sábanas. La censura de la época no habría tolerado la historia de una joven viuda que se prostituye para mantener a su hijo pequeño. En su lugar, aparecen varios personajes femeninos con personalidades muy diferentes: una sensual bailarina (“Miss Torso”, interpretada por Georgine Darcy), una solterona (“Miss Lonelyhearts”, Judith Evelyn), una escultora escasamente agraciada y algo pesada (“Miss Hearing Aid”, Jesslyn Fax). Algunas son lo que aparentan; otras, no. La sensual bailarina parece “una abeja reina”, pero su frivolidad sólo es una máscara. Quiere triunfar en el escenario y quizás en la pantalla, y está dispuesta a flirtear con poderosos empresarios. Sin embargo, ama en secreto a un hombre insignificante. En cuanto a la supuesta recién casada, aún no ha visto el anillo. Sólo es una amante ardiente e insaciable, con aspecto de novia virginal. La solterona a veces finge que tiene un invitado, pero su pantomima no aplaca su sed de afecto. La escultora se toma las cosas con más tranquilidad. Parece resignada a estar sola y no se engaña sobre su talento. Su filosofía vital es disfrutar de los pequeños momentos, como dormitar en una hamaca. Las apariencias pueden engañar, pero al final siempre sale la verdad a la luz. A la larga, no es posible esconderse de la mirada ajena. Cuando dos muchachas jóvenes se suben a la azotea para quitarse la ropa y disfrutar del sol, aparece un helicóptero y se detiene sobre ellas. El matrimonio que duerme en la terraza para escapar del calor, piensa que no tiene nada que temer, pero una tormenta de verano interrumpe su descanso y le obliga a volver atropelladamente al interior.
Hitchcock inventa una novia para Jeff: Lisa Carol Fremont, una bellísima Grace Kelly que trabaja como modelo de alta costura y se codea con los famosos en Park Avenue. Edith Head, que ganó ocho Oscar al mejor vestuario, diseñó los cuatro conjuntos que luce en la película. Head también se ocuparía del vestuario de Hedy Lamarr, Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor y Audrey Hepburn en filmes tan memorables como All About Eva, A place in the Sun, Roman Holiday y Sabrina. Por cierto, cuando Edith Head recibió el primer Oscar, cubrió la estatuilla con uno de sus diseños, pues pensó que su desnudez era deprimente. Lisa Carol Fremont es deslumbrante, luminosa, perfecta. Sus primeros planos parecen un cuadro de Rafael Sanzio. Cuando visita a su novio Jeff (James Stewart), un fotoperiodista que lleva siete semanas escayolado y en silla de ruedas por un accidente de trabajo, enciende una a una las luces de su apartamento, creando un efecto mágico, pues parece que su presencia ahuyenta la oscuridad. Los primeros planos de Jeff son completamente distintos. Sudoroso, con arrugas y el pelo gris, no parece un galán, sino un viejo y amargado solterón, como le recrimina su editor, apremiándole para que se case con Lisa. A diferencia de ella, le gusta la penumbra, pues le ofrece la oportunidad de pasar desapercibido mientras husmea en la vida de sus vecinos con un potente teleobjetivo. Su mirada es más penetrante e incisiva que la del personaje de Cornell Woolrich, que utilizaba prismáticos y tenía una imaginación menos desbocada. Su amigo policía ha cambiado de nombre. En la pantalla, se llama Doyle (Wendell Corey) y no es menos obtuso. Stella es otra aportación de Hitchcock. Interpretada por la siempre extraordinaria Thelma Ritter, introduce una nota de humor y simpatía. Es la enfermera del seguro y no se muerde la lengua. Acusa a Jeff de ser un mirón, despertando sus remordimientos. Jeff sabe que no es ético mirar a la gente, pero no puede dejar de hacerlo. Descubre que su vecino Lars Thorwald (un intimidante Raymond Burr) ha asesinado a su esposa, pero se trata de un hallazgo casual. No pretendía buscar una verdad oculta, sino disfrutar de un simulacro de omnipotencia divina. Hitchcock deja muy claro que una mirada indiscreta es una forma de poder, no un gesto de simpatía. El voyeur quiere dominar. No le interesa comprender y, menos aún, amar a sus semejantes. De hecho, los cosifica, rebajándolos a la condición de simples criaturas, cuyo sufrimiento sirve de entretenimiento a una mente ociosa. Jeff obra como los dioses de la tragedia griega, que se divierten con el dolor ajeno. Jimmy Stewart realiza una interpretación impecable, mostrando que el hombre corriente puede ser tan perverso como el villano más diabólico. Sólo se diferencia de él en que no materializa sus fantasías más inconfesables.
Superficialmente, Hitchcock no parece tan pesimista como Cornell Woolrich. Cree –o finge creer– en el hombre, pero no oculta que a veces actúa con crueldad, como cuando Thorwald mata al perrito del matrimonio que duerme en la terraza. Su dueña (Sara Berner) se queja amargamente de la falta de humanidad de sus vecinos, indiferentes ante la desdicha de los demás. Aparentemente, no hay amor ni ternura en el vecindario, pero cuando “Miss Lonelyhearts” está a punto de suicidarse, las notas del piano del compositor (Ross Bagdasarian) que vive unos pisos más arriba, logran detenerla con una vaga promesa de felicidad. El compositor también acaba de atravesar una crisis creativa, pero al final ha conseguido empezar una nueva partitura. Días más tarde, aparecerán juntos, conversando en el apartamento del pianista. La soledad y la inseguridad no son condenas irreversibles. Un apartamento puede convertirse en una celda, pero siempre es posible romper el aislamiento abriendo una ventana. La mirada que cosifica puede transformarse en una mirada que humaniza, abriendo paso a la ternura y la amistad. A veces, una canción es suficiente para pulsar emociones dormidas, encendiendo la esperanza. En este caso, la pieza que obra el milagro es “Lisa”, compuesta por Franz Waxman, autor de la banda sonora. La música desempeña un papel importante en la película, restando dureza al sofocante calor neoyorkino. Escuchamos fragmentos de canciones melódicas de Bing Crosby, Dean Martin, Nat King Cole, pero también pasajes de Leonard Bernstein y Friedrich von Flotow. Su belleza contrasta con el bullicio reinante en el patio trasero de los edificios, que desempeña el papel de banda sonora complementaria.
Hitchcock, que trabajó estrechamente con el guionista John Michael Hayes, no descuidó ningún detalle, pues pretendía convertir La ventana indiscreta en una poderosa metáfora de las relaciones humanas y, al mismo tiempo, en una sorprendente caja de ilusionista, donde el lenguaje cinematográfico se desplegará en toda su complejidad. La fotografía de Robert Burks, que utilizó cuatro juegos de luces para simular los distintos momentos del día, pasa de lo claustrofóbico a lo onírico, de lo lúdico a lo dramático, de lo romántico a lo siniestro, con una suavidad que sobrecoge. Se parece al beso a cámara lenta de Grace Kelly sobre un James Stewart dormido. Nunca ha parecido tan cierto lo de que Hitchcock filmaba las escenas románticas como asesinatos y a la inversa, reflejando la proximidad tantas veces apuntada por los poetas entre el amor y la muerte. Como cualquier obra maestra, La ventana indiscreta omite cosas, pues decirlo todo siempre es una torpeza. Nueva York sólo aparece como un pequeño fragmento entrevisto desde un callejón. Sabemos que la ciudad está ahí, respirando como un gigante, pero sólo notamos su aliento de forma indirecta. Thorwald mató al perrito para que dejara de escarbar en un arriate de flores, donde había enterrado un hueso –o quizás un órgano– del cadáver de su esposa. Nunca lo sabremos. Salvo los planos cortos del forcejeo entre Thorwald y Jeff, y los planos que recogen las expresiones de perplejidad, dolor o indiferencia ante la muerte del perrito, la cámara siempre se mantiene en el apartamento de Jeff o en una posición ligeramente superior. Podríamos pensar que tal vez todo es una alucinación, un sueño o una deformación de la realidad. Como muestra Jeff al señalar los cambios experimentados por las flores del arriate donde yacen parte de los restos de la esposa de Thorwald, la realidad nos engaña con falsas semejanzas o sutiles diferencias. Nuestra representación del mundo es una ilusión óptica, una síntesis de espacio, tiempo y categorías. Hitchcock aparece en el apartamento del pianista reparando un reloj. No es una casualidad. El artista es un creador de mundos y no podría realizar su obra sin controlar el tiempo.
Lisa Carol Fremont parece conquistar definitivamente a Jeff con su actitud valerosa y su ingenio, colaborando en el esclarecimiento del crimen a costa de arriesgar su vida. Mientras Jeff descansa, lee un libro sobre la conquista del Himalaya. Ya no lleva un traje sofisticado, sino unos vaqueros. Sin embargo, cambia de lectura enseguida, sacando subrepticiamente un ejemplar de Vogue. En apariencia, el círculo se cierra, pero ¿realmente es así? Jeff ha acabado su aventura con las dos piernas escayoladas. Le esperan otras ocho semanas de reposo, tentado por la perspectiva de seguir fisgando en la vida de sus vecinos desde su ventana. Como un nuevo Cronos, Hitchcock juega con las sensaciones espacio-temporales para insinuar el eterno retorno de lo mismo. Ese ardid no logra esconder el sentimiento de soledad que prevalece al final. El incipiente idilio entre “Miss Lonelyhearts” y el pianista quizás se frustrará. Tal vez Lisa y Jeff no lograrán sortear el abismo que los separa. Siempre que vuelvo a ver La ventana indiscreta, se me vienen a la cabeza los cuadros de Edward Hopper, con sus personajes trágicamente solos mientras observan un paisaje –casi siempre vacío– desde un mirador o un ventanal. No me agrada la conclusión, pero creo que la desesperanza de Cornell Woolrich sobrevuela la adaptación de Hitchcock, como una polilla que se resiste a morir.