La linterna mágica de Ingmar Bergman
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Cada vez que pienso en Ingmar Bergman recuerdo a Miguel de Unamuno. No me cuesta trabajo imaginar al escritor y pensador español, con su mirada encendida por el anhelo de inmortalidad y la búsqueda incansable de Dios, jugando al ajedrez con la Muerte en una playa llena de piedras y sombras. Unamuno juega con las blancas, interpretando el papel de Caballero de la Fe, cuya obediencia a Dios Padre trasciende cualquier objeción ética o racional. La Muerte mueve las negras, con la serenidad que proporciona tener al Tiempo como fiel e infalible aliado. Las nubes, oscuras y alargadas, cubren casi todo el cielo. Unos caballos pasean por la orilla y, en lo alto, un águila parece suspendida en el aire, con las alas desplegadas y casi inmóviles. La luz parpadea débilmente entre las nubes, como la fe de Unamuno, incapaz de experimentar las certezas de Kierkegaard, el nuevo Abraham, dispuesto a subir otra vez al Monte Moriah para acatar la voluntad divina, inmolando a su único hijo. La partida de ajedrez escenificada por Bergman en El séptimo sello (1957) posee un aliento unamuniano. Aunque el Caballero logra postergar el triunfo de la Muerte ganando la partida, Dios no hace ninguna señal, parapetándose en un obstinado silencio. Quizás ha muerto, como proclamó Nietzsche, pero si es así, no hay esperanza para el hombre. Bergman y Unamuno llamaron a las puertas de la fe, pero no obtuvieron respuesta. Ese fracaso recorre toda su obra, impregnándola de nihilismo existencial.
Se conoce a Ingmar Bergman como director de cine, olvidando muchas veces su faceta como escritor. Las mejores intenciones, Niños del domingo, Conversaciones íntimas e Infiel nacieron como guiones, pero más tarde se convirtieron en excelentes novelas, evidenciando la proximidad entre cine y literatura. En 1987, Bergman publicó la primera entrega de sus memorias, que tituló La linterna mágica, corroborando su oficio como escritor. Hijo de un severo pastor luterano, Bergman creció en un hogar dominado por la intolerancia, la neurosis y el fanatismo religioso. Cuando nació el 14 julio de 1918, su estado de salud era tan precario que se recurrió a un bautizo de emergencia en el hospital, pensando que apenas viviría unas horas. Enferma de gripe, su madre apenas podía alimentarlo. Sólo los cuidados de una muchacha rubia de un pueblo vecino, que ejerció de nodriza, lograron sacarlo adelante. La infancia de Bergman quizás no fue muy distinta de la de otros niños de su época. Su padre empleaba la violencia para castigar las faltas de sus hijos. Su ministerio como pastor le planteaba la necesidad de ser especialmente severo, pues su familia debía constituir un ejemplo para la comunidad. Esa exigencia envenenó las relaciones con sus hijos, que nunca le perdonarían su dureza. “Casi toda nuestra educación –escribe Bergman- estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo y perdón. […] Nunca habíamos oído hablar de libertad y no teníamos ni la más remota idea de a qué sabía”. En esa atmósfera, los castigos físicos se vivían como una justa y reparadora expiación: “Terminada la tanda de azotes, había que besar la mano de mi padre. Inmediatamente se comunicaba el perdón y el peso de la historia caía a tierra dando paso a la liberación y la misericordia. Es cierto que uno se iba a la cama sin cena y sin lectura, pero el alivio era, de todas maneras, notable”.
La cinta blanca, la extraordinaria película que Michael Haneke estrenó en 2009, reproduce fielmente el clima de intransigencia, culpabilidad y violencia que soportaron Bergman y sus hermanos. Haneke muestra cómo esa generación se acostumbró a obedecer ciegamente, sin cuestionar jamás la autoridad, lo cual favoreció el ascenso del nazismo. De hecho, Bergman no oculta que en su adolescencia simpatizó con Hitler. Sólo tenía dieciséis años cuando su familia realizó un intercambio con una familia alemana. Ingmar pasó seis semanas en casa de un pastor de Thüringen en un pueblecito llamado Haina, situado a medio camino entre Weimar y Eisenach. El pastor era un hombre delgado y con barba de chivo. Solía llevar una boina calada hasta sus ojos azules. Había leído mucho, tocaba varios instrumentos y poseía una hermosa voz de tenor. Su hijo Hannes, que se alojaría más adelante en casa de Bergman dentro del programa de intercambio, cumplía con todos los requisitos de la propaganda nacionalsocialista: alto, rubio, ojos azules, orejas y nariz pequeñas. Toda la familia veneraba a Hitler y odiaba ferozmente a los judíos. Ingmar se acostumbró a saludar exclamando “Heil Hitler”, y escuchó sin escandalizarse el discurso de odio de los nazis. Cuando Hitler visitó Weimar, acudió a oírlo con su familia anfitriona, alzó el brazo repetidamente y coreó sus consignas. Al cumplir diecisiete años, le regalaron una fotografía de Hitler, que el joven Hannes colocó en el cabecero de la cama de su invitado para que siempre le tuviera a la vista y aprendiera a amarlo. Bergman no camufla sus sentimientos: “Durante mucho tiempo, estuve de parte de Hitler, alegrándome de sus éxitos y lamentando sus derrotas”. Dag, el hermano mayor de Ingmar, fue uno de los fundadores del partido nacionalsocialista sueco y su padre le dio su voto sin dudarlo, totalmente identificado con sus ideas. En la Suecia de entonces, los maestros de escuela no escatimaban elogios a la nueva Alemania y los pastores subían al pulpito con la Biblia y con un ejemplar de Mi lucha, fundiendo el credo cristiano y la ideología nacionalsocialista. Al igual que los niños de La cinta blanca, Bergman acabó identificándose con la estricta disciplina que reprimía sistemáticamente su libertad y sólo al llegar la madurez comprendió su error, distanciándose de manera definitiva del totalitarismo nazi o de cualquier otro signo. Cuando estalló el Mayo francés y los estudiantes suecos lo abuchearon por afirmar en una conferencia que el actor debía ser meticuloso y disciplinado, sintió que renacía el fanatismo político de los años treinta y cuarenta, pero bajo otras banderas y con otros lemas.
Bergman sitúa en su infancia la primera señal de su vocación cinematográfica. Su padre alternaba los azotes con encierros en un armario ropero como forma de castigo. Ingmar combatía el terror que le producía la oscuridad con una linterna, iluminando las paredes y el techo de su angosto confinamiento. La linterna despedía alternativamente una luz roja y otra verde, lo cual le permitía jugar con los contrastes y fantasear con historias. Su imaginación comenzó a desbocarse con esos juegos y le contó a sus compañeros de escuela que sus padres pretendían venderlo a un circo, lo cual le costó una buena tanda de azotes y un prolongado encierro en el armario. Pese a los castigos, Bergman recuerda su infancia con nostalgia: “Nunca me faltó alimento para la fantasía y los sentidos, y no puedo recordar haberme aburrido jamás. Al contrario, los días y las horas desbordaban de cosas curiosas, pasajes inesperados, instantes mágicos”. En una casa asfixiada por las reglas, las prohibiciones y el sentimiento de culpa, la imaginación se perfilaba como un territorio de libertad ilimitada, donde el pecado sólo era un remoto eco y la dicha una vivencia inmediata.
Bergman asiste a su primera película en una sala desde la primera fila del anfiteatro. Se trata de la adaptación de un famoso cuento infantil sobre un caballo. La experiencia le deslumbra y le incita el deseo de adentrarse en un arte que, aparentemente, duplica la realidad, pero que también crea un orbe distinto, sugiriendo que la vida tal vez es una ilusión. Aunque no conoce el mito platónico de la caverna, el cine le produce una sensación de liberación, sembrando dudas sobre su percepción de las cosas. Detrás del cinematógrafo, sólo hay hombres, pero tal vez con el poder sobrenatural de crear mundos. El cineasta es una especie de demiurgo. Su mente infantil no elabora estas ideas, que se concretarán mucho más tarde, pero la experiencia como espectador siembra una serie de inquietudes que cobrarán forma y definición con los años: “Las sombras silentes vuelven sus pálidos rostros hacia mí y hablan con voces inaudibles a mis más íntimos sentimientos. Han pasado sesenta años y nada ha cambiado, sigue siendo la misma fiebre”. Durante unas navidades, su hermano Dag recibe un cinematógrafo como regalo. Ingmar logra que le ceda el aparato a cambio de cien soldados de plomo. Es una máquina sencilla: una caja de hojalata con una lámpara de queroseno y una manivela unida a una rueda dentada y a una cruz de Malta. En la parte posterior hay un espejo reflector y, detrás de la lente, un soporte para transparencias coloreadas. Su tío Carl mejorará el cinematógrafo, modificando el soporte de las imágenes y el objetivo. Además, añadirá un espejo cóncavo y tres cristales pintados con movimiento independiente. El arte es invención, creatividad, ingenio, pero también técnica, precisión, experiencia.
De joven, Bergman se acostumbrará a planificar sus fantasías para poder trasladarlas al cinematógrafo. No se inspira tanto en la realidad como en sus abundantes conflictos interiores, que canaliza mediante un diseño minucioso de sus historias. De adulto, trabajará del mismo modo, desdeñado la improvisación: “Como llevo dentro un constante tumulto que tengo que vigilar, siento angustia ante lo imprevisto, lo imprevisible. El ejercicio de mi profesión se convierte, por tanto, en una meticulosa administración de lo indecible. Transmito, organizo, ritualizo”. Autodisciplina, limpieza, luz, orden, calma exactitud, paciencia. Un artista no puede trabajar sin estos elementos, que articulan y clarifican sus intuiciones, ocurrencias y proyectos. En el cine, además, siempre hay que contar con el otro. Una película es un trabajo de equipo. En el caso de los actores, ese principio se impone como algo ineludible, pues incluso en un monólogo, el fuera de campo ejerce una poderosa influencia, modulando las emociones. Bergman reconoce que el cine, el teatro y la literatura le han permitido combatir sus demonios interiores, limitando sus estragos. Johann Sebastian Bach descubrió al regresar de un viaje que habían muerto su esposa y dos de sus hijos. Abrumado, pero también esperanzado, escribió en su diario: “Dios mío, no dejes que pierda mi alegría”. Bergman recordaba esa anécdota a menudo, pues conocía ese júbilo, que asociaba a la creación artística. Admite que esa alegría le salvó de innumerables crisis y miserias. La felicidad de ser director de cine le ayudó a superar las pérdidas y los fracasos, pero no a disolver la angustia existencial que le inspiraba la perspectiva de la muerte. Con el tiempo, esa zozobra se convirtió en resignación. Durante una operación sin importancia, le suministraron una dosis excesiva de anestesia. No hubo riesgo de muerte, pero sí un inesperado conocimiento del no ser: “Desaparecieron seis horas de mi vida. No recuerdo sueño alguno, el tiempo dejó de existir: seis horas, seis microsegundos o la eternidad”. Hasta entonces, su conciencia se había debatido con la fe y la falta de fe, la gracia y el pecado, la redención y la culpa. Sus oraciones discurrían entre la esperanza, el escepticismo, el miedo, la gratitud, el hastío y la desesperación. A veces tenía la sensación de que Dios le hablaba mediante señales. En otras ocasiones, le irritaba su silencio y sospechaba que quizás sólo era una ficción. Sus dudas se despejaron en el quirófano: “Las horas que hizo desaparecer la operación me proporcionaron un dato tranquilizador: naces sin un fin, vives sin un sentido, el vivir es su propio sentido. Al morir, te apagas. De ser, te transformas en un no-ser. No tiene por qué haber necesariamente un dios entre nuestros átomos cada vez más caprichosos”.
Esa serenidad se tambalea en las páginas finales de La linterna mágica. Después de infinidad de relaciones sentimentales, el director ha encontrado la estabilidad, pero no ha perdido el temor a la muerte. Antes o después, caerá el hachazo y no habrá un dios protector que lo acoja. La muerte no es un tránsito, sino un telón que no esconde nada al otro lado. “De ser alguien, se pasa a ser nadie. Y ese nadie ni siquiera lleva el recuerdo de una intimidad compartida”. Quizás la vida sólo es sueño. La plenitud creadora está asociada a esta intuición. Así lo entiende Bergman: “Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso Tarkovsky es el más grande de todos. Se mueve con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños. […] Fellini, Kurosawa y Buñuel se mueven en los mismos barrios que Tarkovsky. […] No hay arte que, como el cine, se dirija a través de nuestra conciencia diurna directamente a nuestros sentimientos, hasta lo más profundo de la oscuridad del alma”. El cine se basa en un pequeño defecto del nervio óptico, que no registra la oscuridad intercalada entre los veinticuatro fotogramas iluminados por segundo. Al pasar una película con la moviola cuadro a cuadro, Bergman siente que recobra la magia de su infancia, cuando jugaba con una linterna encerrado en un armario, esperando una liberación que no anhelaba, pues se sentía como en un sueño, fuera del tiempo.
Mi imaginación tiende a reunir a Unamuno con Bergman en la sombría playa de El séptimo sello, con esos dos caballos que hunden la cabeza en el mar, mientras un águila flota en un cielo casi a oscuras. Escritor y cineasta sueñan con ser el Caballero de la Fe de Kierkegaard, que no alberga ninguna duda sobre la existencia y bondad de Dios, incluso cuando ordena realizar un sacrificio monstruoso en el Monte Moriah. La linterna mágica admite con honestidad la pérdida de la fe y la desolación que produce la muerte. Morir no significa sólo dejar de existir. Con la muerte, desaparecen los recuerdos, las vivencias compartidas, la dicha de amar y ser amado. Me consuela pensar que quedan las palabras, las imágenes, el simulacro de eternidad que esboza el arte y que nos permite volver una y otra vez a esa playa donde la Muerte retrocede temporalmente, derrotada por el ingenio del hombre, capaz de dar un efímero jaque mate a su adversario más contumaz.
Nota bibliográfica:
La linterna mágica. Memorias, Ingmar Bergman. Traducción de Marina Torres y Francisco Uriz. Barcelona, Tusquets, 1987.