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Miguel Delibes[/caption]

Ya en los años setenta, Miguel Delibes no ignoraba que su estilo narrativo se alejaba del rumbo que tomarían las letras españolas en un porvenir cercano: “Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizo en mis novelas de ambiente rural, como ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico”. En una entrevista con el periodista César Alonso de los Ríos, justificará su lenguaje, explicando que su única pretensión es “llamar a las cosas por su nombre”: “Cuando yo escribo en mis libros aquel cabezo o aquel cotarro, no significan la misma cosa. Esto es lo que saben los hombres del pueblo, pero no lo suelen saber los hombres de la ciudad. El cotarro, el teso, el cueto, no son el cabezo. El cabezo es sencillamente el cueto; el cotarro, la colina que tiene una cresta de monte y monte de encina. Esto puede ser preciosismo, pero es exactitud”. Esa exactitud es el rasgo esencial de Las ratas, novela galardonada con el Premio de la Crítica 1962. Miguel Delibes (Valladolid, 1920-íbid., 2010) no hace costumbrismo, sino que escarba en la rutina de los pueblos para captar sus anhelos y sus frustraciones, sus miedos y sus fantasías, sus sueños y sus fracasos. Su perspectiva es la de un humanista que no concibe al hombre escindido de la Naturaleza, con sus accidentes geográficos, su vasto abanico de especies y sus silencios vegetales. No busca el color local, sino la autenticidad.

Las ratas discurre en un paupérrimo pueblo castellano en 1956, cuando las huellas de la Guerra Civil aún palpitan como una herida reciente y la pobreza parece una lacra irreversible, particularmente dolorosa en las zonas rurales, donde todavía se emplean técnicas de cultivo ancestrales. La escasez y la lucha por la supervivencia marcan el día a día del Nini, un niño de unos once años, y su padre, el tío Ratero. Ambos viven en una cueva, acompañados por una perra mestiza, La Fa. Sobreviven cazando ratas. Se alimentan de su carne y las venden a los vecinos, que también se las comen. El gobernador de la provincia quiere erradicar las cuevas, pues su existencia daña la imagen de España, pero el tío Ratero, que ocupa la última habitada en las afueras del pueblo, se niega abandonarla. El tío Ratero es un hombre primitivo, que cometió incesto con su hermana, engendrando al Nini. Es imposible razonar con él. Su mente es ágil y precisa cuando caza ratas, pero se vuelve torpe y lenta al pensar sobre cualquier otra cosa. No está fundido con la Naturaleza, sino hundido en sus estratos más profundos, como una mala hierba. Huraño, ensimismado, brutal, no concibe otra forma de vida. Miguel Delibes se aproxima al Pascual Duarte de Camilo José Cela, pero con un punto de vista menos hostil. No pretende condenar a su personaje, el tío Ratero, sino mostrar el efecto deshumanizador de la miseria. Hay una clara intención política de denuncia contra un régimen que ha olvidado a los más débiles y vulnerables, limitándose a elaborar ridículos planes de repoblación forestal abocados al fracaso. Delibes no es tan pesimista como Cela. Cree en el hombre y ama a sus personajes. No pretende ser un moralista, sino un testigo del dolor y la impotencia de sus semejantes. No adopta la posición “desde las alturas” de Valle-Inclán, sino una mirada humilde y fraternal. No en vano ha escogido una cita de San Marcos para el umbral de Las ratas: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño lo puso en medio de ellos…” (9, 35-38).

Miguel Delibes no despliega una piedad franciscana, pero sí una sensibilidad altamente compasiva que se encarna en la figura del Nini, un niño sabio y casi santo, pese a que ha crecido en una cueva y no ha acudido jamás a la escuela. Ayuda a su padre, el tío Ratero, a cazar ratas y cangrejos, pero detesta la violencia y le desagrada la muerte. Todos los animales le inspiran respeto. No le gustan los cuervos y las urracas por su plumaje fúnebre, y colabora en la matanza del cerdo, señalando con una tiza el lugar exacto donde se halla el corazón, pero cuando descubre un zorrito huérfano lo adopta, cuidándolo con ternura. Pese a su origen salvaje, el pequeño zorro acaba comportándose como un animal doméstico, durmiendo en el regazo de La Fa y jugando con el Nini. Matías Celemín, el Furtivo, lo matará en un alarde de crueldad, mostrándole el cuerpo sin vida como si fuera un preciado trofeo. Algo después, el Nini se topará con el nido de un águila, con dos crías. Se divertirá observando cómo crecen los aguiluchos, sin pensar en hacerles daño. Un día descubrirá que una cría ha desaparecido, y la otra ha sido inmovilizada con un alambre. Sin dudarlo, la liberará y el águila, que vuela a una altura de trescientos metros, bajará en picado para agarrar a su cría con las garras y ponerla a salvo en un lugar seguro. Días más tarde, La Fa se queda embarazada y alumbra una camada. El tío Ratero mata a todos los cachorros, salvo a uno canela. Cuando descubre lo sucedido, el Nini rescata los cadáveres y, con el corazón encogido, los entierra bajo una cruz de madera. El Nini carece de malicia y ambición. Sus conocimientos sobre el campo, los animales y el clima sorprenden a sus vecinos, que le consultan sus problemas, asombrados de su buen criterio y la exactitud de sus predicciones. Algunos le comparan con Jesús de niño, disertando con los doctores en el templo. Miguel Delibes insinúa que lo santo se halla en lo humilde y pequeño, nunca en lo grave y lo solemne.

La pobreza y la escasez constituyen un drama, pero no rebajan la belleza y el misterio del mundo rural. Columba, la mujer de Justo, el alcalde, procede de la ciudad y sólo aprecia hostilidad en el paisaje. Nunca desperdicia la ocasión de manifestar su deseo de volver a vivir entre edificios, coches y tranvías. Cuando le comentan el caso de un vecino que se marchó a Bilbao y sólo encontró un mísero trabajo de peón que casi no le da para comer, replica: “Mejor muerta de hambre en Bilbao que de hartura en este desierto”. Las ratas comienza en otoño, cuando los campos se parecen a “un mar de cieno”, con sus “surcos pardos, simétricos, alucinantes”. El pueblo pasaría desapercibido, con sus tejados ocres y sus muros pardos, si no fuera por la sombra que proyectan las casas y el arroyuelo que discurre cerca de sus límites. La medida del tiempo y el espacio, la percepción del color y las sensaciones físicas, cambian radicalmente del medio urbano al medio rural. Miguel Delibes se distancia de la Generación del 98. No exalta el paisaje castellano como la expresión de una tensión mística y una austeridad ejemplar, pero eso no significa que no ame una tierra salpicada de pueblos olvidados, donde se contempla el futuro con ojos sombríos. No desdeña a los místicos, que hallaron en la estepa un camino hacia Dios, pero se interesa más por la gente sencilla que ha interiorizado la fe sin darse cuenta, ignorando que su desamparo y precariedad no son fruto de la voluntad divina, sino de la insolidaridad humana. Al igual que Pérez Galdós, Delibes profesa un cristianismo basado en las enseñanzas del sermón de la montaña, que se identifica con las reformas del Concilio Vaticano II y el papado de Juan XXIII. Por eso, introduce en la trama a dos sacerdotes: don Zósimo, el Curón, un hombretón que atruena a sus feligreses con homilías sobre la fornicación y el fuego eterno del infierno, y don Ciro, joven, tímido e indeciso, que habla “dulcemente, con una irreflexiva, cálida ternura, de un Dios próximo y misericordioso y de la justicia social”, despertando la ira de don Antero, el terrateniente local, según el cual los curas no debería meter sus narices en las cuestiones sociales y políticas.

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Cartel de la adaptaciónm cinematográfica de Las ratas, dirigida en 1977 por Antonio Giménez-Rico[/caption]

Delibes se muestra muy crítico con el catolicismo tradicional, fuertemente arraigado en el medio rural. En los pueblos, las fechas y los cambios de estaciones siempre remiten al santoral. Doña Resu, a la que llaman el Undécimo Mandamiento, vive cómodamente de las rentas que producen sus tierras. Su devoción cristiana es puramente ritual. Cumple con todas los preceptos de la iglesia, pero rehúye con desdén a los pobres, cultiva la maledicencia, jamás ejerce la caridad y se aprovecha de las muchachas que quieren hacerse novicias, alojándolas en su casa para explotarlas como criadas e incitándolas a practicar la humillación y la penitencia. Durante la Guerra Civil, Miguel Delibes se alistó voluntariamente en la marina del ejército sublevado con sólo dieciocho años, sirviendo en el crucero Canarias, pero en la década de los sesenta se mostraba partidario de reformas que permitieran transitar de la dictadura a la democracia. Varios desacuerdos con Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, desembocaron en su dimisión como director de El Norte de Castilla. Las ratas no es una obra políticamente comprometida, pero se aprecia un vocación de denuncia contra un régimen que ha abandonado a su suerte a los pobres, limitando su acción social a gestos simbólicos. La decisión del gobernador de erradicar las cuevas no obedece a consideraciones humanitarias, sino a la necesidad de limpiar la imagen de España en el exterior. Delibes describe la Guerra Civil como un enfrentamiento fratricida, deplorando la violencia de ambos bandos. El Viejo Rabino, un hombre con pocas luces y dos vértebras coxígeas de más, se presta a ser exhibido por el profesor Eustasio de la Piedra para corroborar las teorías de Darwin sobre el origen del hombre. Se convertirá en víctima de los sublevados por negarse a acudir a misa: “No hay Dios. Mi abuelo era un mono. Don Eustasio lo dice”. Una milicia franquista de Torrecillórigo, el pueblo vecino, lo fusilará por ateo. Cuando su hijo el Rabino Chico pregunta a don Zósimo, el Curón, por qué unos cristianos han matado a su padre, el sacerdote contesta que los del otro bando han castrado y asesinado a su primo Paco Merino, párroco de Roldana, y agrega: “Mira, Chico, cuando a dos hermanos, sean cristianos o no, se les pone una venda en los ojos, pelean entre sí con más encarnizamiento que dos extraños”.

El Nini vive al margen de estas cuestiones. En muchos aspectos, está más cerca de la naturaleza que de los hombres. Nunca juega con otros niños, pero jamás se siente solo. El campo le proporciona todo lo que necesita. Sabe que en cada sembrado o baldío se agitan un centenar de seres vivos. La tierra habla. Una huella, una pluma o unos excrementos son signos de la presencia de un erizo, una comadreja o un sisón. No es como los mozos del pueblo, que descargan su odio sobre una vaca desechada de don Antero, apaleándola y acuchillándola hasta la muerte. Ni como la Simeona, que pega al asnillo que arrastra su carro hasta el camposanto para dar sepultura a los difuntos, y que ata a su perro a la parte trasera con un cordel tan corto que casi lo ahorca. Cuando alguien le advierte que su perro chilla lastimeramente, contesta: “Mejor. Así hasta el más desgraciado no le falta un perro que le llore”. Miguel Delibes no oculta la crudeza de la vida rural, donde prospera la violencia por culpa de la escasez, la incultura y la falta de expectativas. No exalta el campo como una Arcadia perdida, sino como un espacio de duros inviernos y veranos ardientes. El Centenario, padre de la Simeona, ha transmitido su sabiduría sobre el campo al Nini, sin ocultarle que tal vez la existencia sólo sea un fugaz tránsito hacia la nada: “Todo se va; nada se repite en la vida, hijo”. Las ratas finaliza con una “helada negra”, una tormenta de granizo y un asesinato. Con la cosecha destruida y el campo reducido a una “panojal estéril”, parece que no quedan motivos para amar la tierra, pero Miguel Delibes aún encuentra razones para celebrar la Castilla rural, como “la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura”. El campo es un hervidero de acontecimientos. Sólo hay que aguzar el oído para escuchar “el chasquido frenético del chotacabras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, [o] el seco ladrido del búho nival”. Delibes nunca ocultó su apego a su tierra natal: “yo no sabría vivir fuera de aquí”. Y cuando se aventuró a especular con el juicio futuro sobre su obra, dejó muy claro cómo quería que se le recordara: “Acertó a pintar Castilla”.

Desde que apareció Las ratas, la presencia del campo en la literatura española ha menguado hasta quedar reducida a lo puramente anecdótico y anacrónico. Las nuevas generaciones de narradores ambientan sus historias en el espacio urbano. Este fenómeno ha provocado que caigan en un injusto olvido escritores de la talla de Gabriel Miró o que se tienda a postergar a figuras como Miguel Delibes. Es probable que la proximidad del primer centenario de su nacimiento reactive el interés por su obra. Sin embargo, no me atrevo a pronosticar nada, pues el quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús pasó relativamente desapercibido. Miguel Delibes incorporó a su literatura el amor por el paisaje de Gabriel Miró y la inquietud espiritual de la reformadora carmelita, pero con una impronta personal. Amar el paisaje no es suficiente. Hay que preservarlo de su destrucción o abandono, proporcionando un porvenir a sus pueblos. El hombre queda gravemente mutilado cuando se desprende de su dimensión espiritual. Eso sí, el amor a Dios no es un sentimiento abstracto, sino una entrega permanente a nuestros semejantes. Miguel Delibes piensa que Dios y la Naturaleza adquieren un rostro con el ser humano. El prójimo no es una entelequia sentimental, sino lo que nos permite construir nuestra identidad y desplegar una mirada ética. Cuando se reconoce en el otro la belleza y trascendencia del mundo, la palabra adquiere su madurez y plenitud, averiguando el nombre exacto de las cosas. El Nini contempla cómo el tío Ratero mata a Luis, el joven de Torrecillórigo que le hacía la competencia, cazando a escondidas las ratas del arroyo. Sabe que tendrán que abandonar la cueva y vivir como prófugos, pero en su mente infantil no hay desesperación, sino una firme determinación de vivir. En la literatura de Delibes, hay pesimismo, pero no desesperanza. Las ratas es una novela sobre las penurias de Castilla, pero también una declaración de amor por un mundo que no debería desaparecer. No es posible sentir nostalgia por la escasez, el atraso y la violencia, pero sí por la vastedad de los campos de trigo desdibujándose en el infinito, las bandadas de pájaros alzando el vuelo con estruendo, los campanarios que marcan las horas en el silencio de la tarde, las casas bajas con la puerta siempre abierta, y los hombres y las mujeres enraizados en un tierra áspera y dura, como árboles obstinados que se resisten a morir.


Nota bibliográfica:

Las ratas, Miguel Delibes. Barcelona, Destino, 1962. Es muy recomendable la reedición de 1996, con un excelente y riguroso estudio introductorio de la profesora Amparo Medina-Bocos.