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Entreclásicos por Rafael Narbona

La balada de Corto Maltés

5 marzo, 2019 10:09

No conocí a Corto Maltés hasta los dieciséis años. El Capitán Trueno, el Jabato y Tintín habían reinado en mi infancia, con sus aventuras llenas de heroísmo, sacrificio y lealtad. El Capitán Trueno y el Jabato eran héroes clásicos, vástagos de un romanticismo que se resistía a desaparecer bajo la ola de desencanto del siglo XX. Tintín no era un héroe romántico, sino un scout fiel a la palabra dada, el amigo infalible dispuesto a bajar a cualquier abismo para rescatar a sus seres queridos, el infatigable paladín de las buenas causas. No era un soldado, como el Capitán Trueno, ni un guerrillero, como el Jabato, sino un explorador de buen corazón, con un fox terrier que nunca se separaba de su lado. Altruismo en estado puro, sin ninguna mancha o desliz. La infancia mantiene un idilio permanente con la perfección. Comprender que el ser humano casi nunca está a la altura de sus sueños me costó mucho trabajo. Lector de cómics desde la niñez, opuse una feroz resistencia a la mediocridad del mundo real. Corto Maltés me reconcilió con la imperfección de la vida, inculcándome indulgencia hacia los defectos propios y ajenos.

Corto Maltés no es un caballero, ni un joven aventurero, sino un pirata, fruto de la relación entre una gitana de Sevilla y un marino de Cornualles. No se comporta como un canalla, pero no le quita el sueño quebrantar las leyes o escarnecer las buenas costumbres. Nacido en La Valeta, Malta, el 10 de julio de 1887, pasó su infancia en Córdoba, donde un rabino le inició en la Cábala y el Talmud. Cuando una gitana amiga de su madre intentó leerle la mano, descubrió que el destino había eludido grabar en su piel la línea de la fortuna. Sin atemorizarse, la grabó con la navaja de afeitar de su padre, hundiéndose el filo sin pestañear. Ese gesto audaz y lleno de rebeldía dejó muy claro que él labraría su fortuna. Sería más fuerte que los héroes de la tragedia griega, pues no se hallaría expuesto a los caprichos del destino. Corto Maltés pertenece al linaje de los grandes románticos, con toda su carga de fatalismo y malditismo. No es el Capitán Trueno, ni el Jabato, que descienden de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid. Tampoco es un ingenuo boy-scout, como Tintín. Corto Maltés es un hijo del siglo XIX, pero con todas las consecuencias. Su modelo no es Byron, sino Nietzsche. Su amistad con Jack London no es casual. Ambos quieren ser el nuevo Prometeo que libere al hombre de toda servidumbre. Los dieciséis años no son el umbral de la edad adulta, pero sí el fin de la inocencia. Corto Maltés me descubrió los claroscuros del alma del héroe, esa “zona gris” donde luchan incansablemente el vicio y la virtud. Trotamundos, bohemio, vividor, buscavidas, las circunstancias no le dejan otra alternativa que convertirse en corsario. Sus continuos viajes y un azar generoso le permiten conocer a los forajidos Butch Cassidy y Sundance Kid, el periodista John Reed, el escritor Hermann Hesse y el revolucionario georgiano Iósif Stalin. Corto descubre que la celebridad suele basarse en un malentendido. Butch y Sundance no son meros bandidos, sino inadaptados que intentan huir de la vida burguesa. John Reed es periodista, pero sobre todo encarna la determinación de saber, la curiosidad que no retrocede ante ningún peligro. Hermann Hesse no busca la gloria, sino abrirse a todas las vivencias de carácter espiritual que exploran la conexión entre el hombre y el cosmos. Revolucionario, filósofo, genocida, Stalin es el reverso de la utopía, la cara oculta de las ideologías que prometen el paraíso. Corto Maltés es la suma de todos estos arquetipos, la síntesis de las fuerzas que configuraron el siglo XX, alumbrando gestas extraordinarias y tragedias inimaginables. [caption id="attachment_1023" width="560"]
Hugo Pratt, creador de Corto Maltés[/caption] La Balada del Mar Salado es la primera aventura de Corto Maltés. Comenzó a publicarse el 10 de julio de 1967 en la revista Sgt. Kirk. Como aclaró Hugo Pratt veinte años más tarde, la inspiración no brotó de sus lecturas de Stevenson, Conrad o Melville, sino de El Lago Azul, la popular novela de Henry De Vere Stacpoole que ha inspirado varias adaptaciones cinematográficas. Pratt se quedó cautivado por la historia de dos niños que ignoran qué es la muerte y un anciano que sabe muy bien en qué consiste. En La Balada del Mar Salado, esos niños están representados por Pandora y Caín, dos primos que acaban en manos de Rasputín, un pirata cruel, mentiroso, neurótico y despiadado. Sin embargo, Pandora y Caín no ignoran qué es la muerte. De hecho, la conocen muy bien. No sólo porque han sobrevivido a un naufragio, sino porque sus vidas penden de un hilo durante toda la trama. El anhelo de poder contarlo impulsará su proceso de maduración. Los Mares del Sur no son idílicos, sino implacables. No tienen compasión con los débiles. Si quieres vivir un día más, debes asumir riesgos, improvisar, aprovechar las oportunidades, mentir o incluso matar. Con el talento de los grandes novelistas, Hugo Pratt nos enseña que el largo viaje hacia la madurez nunca es pacífico, sino cruento, penoso y accidentado. Madurar significa descubrir que vas a morir y aceptarlo sin renegar de la vida. Corto Maltés lo sabe desde la primera viñeta. Capitán de un barco pirata, sus hombres se han amotinado para apropiarse del botín y lo han amarrado a una rudimentaria balsa, dejándole flotar a la deriva. Gracias a su relación con El Monje, misterioso cabecilla de los patibularios de esa región del Pacífico, Rasputín aceptará subirlo a su catamarán. En La Balada del Mar Salado, los afectos siempre son ambiguos y paradójicos. Los amigos pasan del sacrificio al odio. Se abrazan e intercambian confidencias, pero poco después intentan matarse por una nimiedad. El amor se desliza por una delgada línea, siempre a punto de precipitarse hacia la indiferencia, el resentimiento o el desengaño. Los personajes de Hugo Pratt son muy humanos. O lo que es lo mismo: imprevisibles, desconcertantes, ambiguos. Cualquier juicio moral sobre sus actos tiene un valor relativo. Para los ingleses, el capitán Christian Slütter, oficial de la marina imperial alemana, es un criminal que ha escondido su nacionalidad bajo uniforme neozelandés. Para los alemanes, Slütter es un héroe que ha hecho lo posible para ganar la guerra, sacrificando sus principios éticos por consideraciones estrictamente militares. Slütter no se considera un héroe, ni un criminal. Ha actuado como soldado y, en las guerras, nunca se juega limpio. No ha disfrutado hundiendo barcos de pasajeros, pero gracias a eso ha cortado las líneas de abastecimiento del enemigo. Comandante de un submarino, su camarote incluye una pequeña biblioteca con libros de Rilke, Melville, Coleridge y Eurípides. Caín lee un pasaje de La Balada del viejo marinero donde se habla de la soledad y la muerte. Pandora se burla, acusándole de ser un comediante. Sin embargo, los dos están descubriendo que en el Pacífico el hombre experimenta la soledad en su grado más intolerable y convive con la muerte como una amenaza permanente. El poema de Coleridge no es retórica, sino el doloroso reconocimiento de la fragilidad del hombre, insignificante frente a la naturaleza.
Umberto Eco ha señalado que Hugo Pratt atenta contra la “Verdad Geográfica” en la primera aventura de Corto Maltés, cometiendo notables imprecisiones. Es innegable, pero -como reconoce el propio Eco- la exactitud es irrelevante en el terreno de los mitos. El Pacífico es el paraíso, pero es un paraíso arrasado por el hombre. La Primera Guerra Mundial, telón de fondo de la trama, sólo es un estrago más en una historia que se remonta al primitivo Edén. Caín Groovesnore y su prima Pandora descienden del primer fruto del pecado: el odio entre hermanos. El Monje, que se ha fortificado en una isla llamada “La Escondida”, convive con un terrible secreto. Hugo Pratt imprime a sus historias un eco elemental, casi bíblico, donde cada acto parece la inevitable consecuencia de un drama primigenio. Sus relatos continúan la tradición de Stevenson. Se puede decir que es el nuevo Tusitala de los Mares del Sur, narrando la caída del ser humano en los nueve círculos del infierno. En La Balada del Mar Salado, los nativos no son salvajes, sino seres eclécticos. Algunos aún practican el canibalismo, pero otros han estudiado leyes y han leído a los clásicos literarios de la civilización occidental. Cráneo, lugarteniente de Rasputín, sueña con la creación de una nación soberana e independiente que agrupe a todos los pueblos de Polinesia y Melanesia. Tarao, un joven maorí, alienta el mismo deseo de libertad, pero sin perder el contacto con la naturaleza. Los maoríes se comunican con los animales. De hecho, un tiburón trazará la ruta de Tarao mientras viaja con Pandora hacia Nueva Zelanda en una pequeña canoa. Aunque las ediciones actuales de La Balada del Mar Salado están coloreadas, el original se dibujó en blanco y negro. Hugo Pratt reivindicaba como maestros a Milton Caniff, “el Rembrandt de los cómics”, y a Will Eisner, creador de The Spirit, el justiciero enmascarado. Caniff le enseñó a combinar luces y sombras con escasez de medios, evitando recargar la viñeta. Eisner le proporcionó las claves para encuadrar y sombrear, sin caer en amaneramientos. Con los años, Pratt desarrolló un estilo propio, una especie de minimalismo que reducía el dibujo a la combinación de manchas y líneas. Lamentablemente, el color diluye ese efecto. Mi primera experiencia con la obra de Hugo Pratt fue en blanco y negro. Los dibujos me sorprendieron. La ausencia de color despertaba un eco literario, sin malograr la seducción gráfica. Enseguida advertí que se trataba de una propuesta diferente. Corto Maltés venía a decir que en el fracaso también había grandeza y épica. Creo que esa revelación me convirtió en un lector adulto. El mayor triunfo no es ganar la partida, sino afrontar la desgracia con entereza, como Slütter, que pide la guerrera a un prisionero alemán para ser fusilado con el uniforme de su ejército y no con la chaqueta neozelandesa con la que había ocultado su identidad. Corto Maltés no se enfrenta a la muerte, pero sí a la amarga soledad del nómada, ignorando si algún día tendrá un hogar. Demasiado viejo para cortejar a Pandora, sólo le queda la hiriente claridad del Pacífico y la gozosa incertidumbre de no saber qué le reserva el mañana. Hay varias versiones sobre el final de Corto Maltés. Unos dicen que murió en la Guerra Civil española, luchando en las filas de las Brigadas Internacionales. Otros sostienen que se reencontró con Pandora y disfrutó de una vejez tranquila. Personalmente, creo que sigue deambulando por los Mares del Sur, con las velas desplegadas, un cigarrillo en la boca, la mirada clavada en el horizonte  y la chalina ondeando al viento.
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