Hasta una fecha que no sabría determinar, la Semana Santa era inconcebible en España sin las películas de romanos. El calendario cristiano aún regulaba la vida social, estableciendo ciertas rutinas. Era impensable pasar la Navidad sin volver a ver ¡Qué bello es vivir! o La gran familia. Conocer la trama con pelos y señales no afectaba a la emoción que se experimentaba cada año con la historia de George Bailey o las peripecias del aparejador Carlos Alonso, padre de quince hijos en la España de los sesenta. Por entonces, nadie hablaba de spoiler. No se valoraba tanto el suspense como el reencuentro con ciertos momentos inolvidables, como la voz ronca y angustiada de Pepe Isbert buscando a su nieto “Chencho” por la Plaza Mayor, o los rostros conmovidos de los amigos y familiares de George Bailey mientras cantaban “Auld Lang Syne”. Cuando llegaba la Semana Santa, mis padres me llevaban a ver Quo Vadis? (Mervin Leroy, 1951), La túnica sagrada (Henry Koster, 1954) o Ben-Hur (William Wyler, 1958). A veces, si había suerte con la cartelera y las entradas, nos metíamos las tres entre pecho y espalda, pero de forma discontinua. Era lo más parecido a una de esas trilogías que hoy enloquecen al público, estirando las tramas hasta lo inverosímil. Eso sí, las tres películas tejían un ciclo –tal vez sería más apropiado decir un fresco- nada inverosímil, quizás porque hablaban de lo sobrenatural en un tiempo que aún no se había divorciado de lo sagrado. Tener esperanza parecía más lógico que afincarse entre el absurdo y el desarraigo. Hoy en día, se ha impuesto la opinión contraria, lo cual es bastante descorazonador, pero ya se sabe que el hombre es un animal paradójico y melancólico, incapaz de vivir sin contradicciones y elucubraciones sombrías.

En los años sesenta, el barrio de Argüelles estaba lleno de cines y los fines de semana había que hacer cola para conseguir una butaca. En la puerta, siempre había algún revendedor que agotaba enseguida sus existencias. Recuerdo aquellas sesiones con la sala a rebosar y el clima de impaciencia que se respiraba durante el NO-DO, con un Franco cada vez más deteriorado, inaugurando obras públicas de aspecto faraónico. Si la memoria no me engaña, el grado de inclinación de las salas era ínfimo o quizás inexistente, lo cual provocaba que los niños perdieran la visibilidad si un adulto de cierta envergadura ocupaba las butacas de la fila anterior. En esos casos, se plegaba la butaca para utilizar como asiento el filo. Se quedaban las piernas suspendidas en el aire y las posaderas acababan doloridas, pero el placer de ver bien la pantalla ayudaba a sobrellevar las incomodidades con alegre resignación. Conservo un recuerdo difuso de Quo Vadis?, pero no he olvidado la interpretación de Peter Ustinov en el papel de Nerón, tocando la lira mientras arde Roma. Sus gestos amanerados y sus ojos de chiflado provocaban más risa que espanto. Con su túnica morada y su corona de falso laurel, Nerón no dejaba de lloriquear, quejándose de su soledad y de la repugnancia que le inspiraba la plebe. Adulado por el refinado e irónico Petronio (Leo Genn), se consolaba escribiendo poemas deleznables que recitaba con grotesca fruición, convencido de poseer un genio similar al de Homero, Píndaro o Virgilio. Los niños nos reíamos mucho con esa exhibición de majadería. Ahora, como adulto, pienso que es un impecable retrato de los tiranos, casi siempre fatuos e inmaduros.

Mi recuerdo de La túnica sagrada también es impreciso, pero no he olvidado la impresión que me causó su calidad audiovisual. Había algo especial que yo no sabía explicar. La gran pantalla mostraba todo su poder frente a la pantalla minúscula de los televisores en blanco y negro de la época. Años más tarde, leí que fue la primera película realizada en cinemascope y con sonido estereofónico magnético de cuatro pistas. Al margen de las innovaciones técnicas, la historia ejercía una poderosa seducción, con la túnica de Cristo funcionando como un eficaz y nada artificioso Macguffin. Victor Mature, que interpretaba el papel de Demetrius, eclipsaba a Richard Burton y a Jean Simmons. Al menos, desde el punto de vista de mis nueve o diez años. Sus gestos me parecían intensos, sinceros, dramáticos. Posteriormente, cuando yo ya no era un simple espectador sino un incipiente cinéfilo, descubrí que los críticos le consideraban un pésimo actor. Con admirable sentido del humor, Mature había utilizado esas opiniones poco halagadoras para que le admitieran en un hotel, donde se había prohibido el acceso a las estrellas del cine por su afición a montar escándalos. En otra ocasión, conversando con un periodista, Mature comentó: “Hago el vago con mucho estilo. Eso es todo”. Cuando le escuché recitando el monólogo de Hamlet en My Darling Clementine (John Ford, 1948), pensé que su fama de intérprete mediocre era injusta. Su Doc Holliday es el mejor de la historia del cine. No me he atrevido a ver de nuevo Quo Vadis? o La túnica sagrada. Los mitos de la infancia raramente sobreviven al juicio intransigente de la mirada adulta.

Sí he vuelto a ver Ben-Hur. La última vez hace quince días y he de decir que nunca me ha decepcionado. Aunque algunos críticos de cine aprovecharon la ocasión para degradar a William Wyler a la condición de mero artesano, la película revela un enorme talento narrativo y un gran dominio del lenguaje cinematográfico. Meticuloso y exigente, Wyler logró que saltaran chispas entre Judá Ben-Hur y el tribuno Messala. Su lucha a muerte en la famosa carrera de cuadrigas no es una simple secuencia de acción, bien planificada y admirablemente filmada, sino una extraordinaria escenificación de las regiones más tenebrosas del alma humana. Messala corre con caballos negros y Ben-Hur con magníficos corceles blancos. Su rivalidad parece un mito platónico que intenta explicar el inacabable conflicto entre lo solar y lo nocturno, el bien y el mal. Messala encarna la ira y la soberbia. Su ambición de poder ha extirpado cualquier sentimiento de piedad. Su orgullo carece de límites, su vanidad desprecia cualquier forma de humildad, su violencia no se detiene ante nada. Ben-Hur no es orgulloso ni vanidoso, pero busca la venganza. Sabe que obra mal y pide a Dios que le perdone, pero es el paladín de los oprimidos, un héroe del pueblo. Aunque gana la carrera y su rencor se diluye, Messala se encargará de mantener vivas sus ansias de revancha. Los caballos han pisoteado su cuerpo hasta dejarlo destrozado, pero reservará su último aliento para herir en lo más profundo a Judá, revelándole el triste destino de su madre y su hermana. La espiral del odio sólo se interrumpirá gracias a las palabras del joven rabí de Galilea crucificado en el Gólgota, que pide el perdón divino para sus verdugos. Los caballos blancos de Ben-Hur simbolizan el bien, pero su nobleza es insuficiente sin la intervención de la misericordia. La carrera más difícil no se disputa en la arena, sino en el interior del espíritu humano.

Hollywood no ha dejado de filmar películas de péplum, pero desde hace varias décadas sólo consigue producir bochornosas versiones de los clásicos o insípidas cintas con mucho ruido, mucha furia y muy poca inspiración. Se acerca la Semana Santa, pero ya no hay cines de barrio y el calendario cristiano empieza a ser irrelevante. El tiempo pasado no fue mejor, pero la nostalgia lo idealiza para aplacar la tristeza que nos produce perder el ayer. Volveré a ver Ben-Hur y quizás me anime con Quo Vadis? y La túnica sagrada. Intentaré desprenderme de la mirada adulta, que frustra tantas cosas con sus severas objeciones, confinándonos en el áspero mundo de las certezas y las probabilidades. Concedemos un crédito desmedido a la razón. Quizás viviríamos mejor si nos dejáramos guiar por la imaginación. Deberíamos dejar volar nuestra mente, al menos mientras dura una película.