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Entreclásicos

Herman Melville: historia de un visionario

El autor de Moby Dick murió abandonado por el público y la crítica, sin saborear el éxito póstumo de su obra ni su estatus de padre de la literatura estadounidense. Hoy todo el mundo celebra los 200 años de su nacimiento.

1 agosto, 2019 08:52

Cuando Herman Melville murió de una insuficiencia cardíaca el 28 de septiembre de 1891, su fama literaria había decaído hasta el olvido. Su viuda, Elizabeth Shaw, hija de un eminente juez de Boston, publicó una discreta esquela en la prensa, señalando que su difunto marido era escritor. Fue un gesto de delicadeza con un autor maltratado por el público y la crítica. Marino, ballenero, empleado de banca, maestro rural, Melville había pasado sus últimos años trabajando como inspector en la aduana de Nueva York. Al parecer ejerció sus funciones con desidia y honradez.

Abandonado por el público y menospreciado por la crítica, se refugió en la poesía. Sus creaciones líricas circularon en pequeñas ediciones costeadas por su propio bolsillo. Aparecido en 1876, Clarel, un colosal poema épico —18.000 versos en 150 cantos— más extenso que la Ilíada, sólo provocó perplejidad y la sospecha de que su autor había perdido la razón. El sepelio de Melville sólo convocó a su viuda y a dos de sus hermanas. Su hijo mayor se había suicidado de un disparo en la cabeza y su hijo menor había desaparecido, tras huir de casa por razones desconocidas. La desgracia afectó hasta a su propia lápida, pues alteraron su nombre, grabando Henry en lugar de Herman.

Nadie prestaría mucha atención a Moby Dick hasta 1920, cuando la crítica rescató la novela y destacó sus méritos, asegurando que se trataba de una obra maestra. Actualmente, se considera que Moby Dick es la novela más representativa de la literatura estadounidense, la historia que mejor refleja el espíritu de un país con una conciencia escindida entre la culpa y el orgullo, el anhelo de redención y la voluntad de poder, la vocación de universalidad y el provincianismo más estrecho. 

Melville percibía a Dios como un soberano terrible que había arrojado al hombre a un mundo de sufrimiento y escasez, donde la posibilidad de la dicha era casi inexistente

Las alegorías pueden resultar enojosas, particularmente cuando su significado es claro e inequívoco. Se ha apuntado en infinidad de ocasiones que Moby Dick, la Ballena Blanca, representa al mal. No al mal moral, sino al metafísico que acompaña al ser humano desde la Caída. Si el cachalote albino es la encarnación de la malicia absoluta, el capitán Ajab sería el paladín del bien. Sin embargo, Ajab no es un héroe. Obsesionado por la humillación infligida por la Ballena Blanca, que le amputó una pierna, no busca justicia, sino venganza, aunque su precio sea la pérdida de su barco y la muerte de sus hombres. Me parece más probable decir que Moby Dick es una metáfora de Dios. De hecho, los balleneros que han sobrevivido a sus ataques afirman que es inmortal y ubicua. Desde esta perspectiva, puede aventurarse que Ajab es un Adán que no perdona a su creador la expulsión del paraíso. Educado en los severos principios del calvinismo, Melville percibía a Dios como un soberano terrible que había arrojado al hombre a un mundo de sufrimiento y escasez, donde la posibilidad de la dicha era casi inexistente. Sólo cabía aceptar con resignación ese destino o rebelarse contra él. Ajab elige rebelarse y Dios le castiga, sepultándolo bajo las aguas.

En su correspondencia con Nathaniel Hawthorne, Melville afirma que Moby Dick es un libro “perverso”. Su visión del universo no puede ser más subversiva: el hombre está corrompido hasta la raíz; Dios tal vez no existe y si existe, no repara en nuestro mundo, un punto insignificante en el cosmos; la muerte reduce todo a la insignificancia: fama, riqueza, sabiduría. Sabemos muy poco, casi nada. Las grandes preguntas jamás hallarán respuesta. 

Melville sólo creía en la democracia americana. Estados Unidos es el pueblo elegido, la nación que soporta sobre sus hombros el arca de la libertad. En Casaca Blanca (1850), Melville escribe: “El pasado está muerto y no tiene resurrección alguna; pero el futuro está imbuido de tanta vida que vive para nosotros incluso con anticipación”. El Destino Manifiesto de Estados Unidos no es expandirse desde el Atlántico hasta el Pacífico, como reclamaba el periodista John L. O’Sullivan, sino difundir por todo el orbe los principios democráticos de fraternidad y libertad. La Declaración de Independencia no brota de la nada, sino de un linaje universal forjado por grandes espíritus, como Pablo de Tarso, Lutero, Homero y Shakespeare. Melville no es un patriota exaltado. Admite que Estados Unidos ha cometido graves pecados, como la esclavitud, el racismo y el imperialismo. Su afán de dominio se parece a la locura de Ajab; su violencia contra sus adversarios reales o imaginarios evoca la cólera de la Ballena Blanca. América es grande por su hybris, pero esa avidez también podría ser la causa de su destrucción.

Melville considera que el patriotismo debe ligarse a los valores de la Ilustración, no a un misticismo expansionista que justifica guerras ilegales. Esta visión crítica impregna Moby Dick, transformándola en la gran epopeya americana, la crónica de una empresa colosal que ha alumbrado esplendor y miseria, heroísmo y vileza, amor a la vida y una incontenible pulsión de muerte. Melville no es Ajab, sino Ismael, el testigo de la temeridad y la desmesura del capitán del Pequod o, si se prefiere, de la América embriagada de poder que no acepta ningún límite.

Josep Maria Pou como el capitán Ajab en la adaptación teatral de Juan Cavestany de 'Moby Dick', dirigida por Andrés Lima. Foto: David Ruano

Apunte biográfico

Herman Melville nació en el 1 de agosto de 1819 en el seno de una familia acomodada. Su padre, Allan, era un hombre culto que había viajado por Europa y su madre, Mary Gansevoort, una mujer refinada, con estudios y una sincera piedad religiosa. Durante los cinco primeros años de matrimonio vivieron en Albany, pero después se trasladaron a Nueva York para abrir un negocio de lencería francesa. Allí nació Herman, el tercero de once hijos.

En 1830, el negocio familiar quebró y Allan enloqueció. Murió al poco tiempo, dejando como única herencia un cúmulo de deudas. Herman no tuvo otra opción que abandonar los estudios. Trabajó en un banco, un almacén, una granja y, a los diecisiete años, se embarcó como grumete en un navío con rumbo a Liverpool. Años más tarde, escribiría: “La necesidad de hacer algo por mí mismo, unida a una natural disposición para el vagabundeo, conspiraron dentro de mí para lanzarme al mar como marinero”.

Después de su primera aventura marítima, trabajó como maestro de escuela, pero la experiencia no le resultó nada gratificante. No tardó en volver al mar. En 1841 zarpó de New Bedford en el ballenero Acushnet, con destino al Pacífico. Su relación con sus compañeros no fue fácil. A pesar de su simpatía por las clases menos favorecidas, sus modales y conocimientos chocaban con la brutalidad e ignorancia de la tripulación. Esa paradoja le llevaría a un doloroso aislamiento.

Se subió al primer barco que llegó a la isla, no sin forcejear con sus huéspedes, disgustados por su marcha, que tal vez les privaba de un almuerzo largamente aplazado

A los quince meses, el ballenero echó el ancla en Nuku Hiva, una isla de las Marquesas. Melville se internó en el interior con otro marinero, huyendo de la vida a bordo, cada vez más insoportable. Los taipi los acogieron con hospitalidad, pese a ser caníbales. Abandonado por su cómplice, Melville pasó cuatro meses entre los nativos, disfrutando de una existencia cómoda y relajada, pero se subió al primer barco que llegó a la isla, no sin forcejear con sus huéspedes, disgustados por su marcha, que tal vez les privaba de un almuerzo largamente aplazado. Se dice que mató a un indígena con un bichero, pero no se sabe con certeza. El barco que lo recogió era otro ballenero, el Julia, y su rutina era tan infernal como la del Acushnet. De hecho, la tripulación se amotinó en Tahití. Melville acabó en la isla de Moorea, sembrando patatas a cambio de un pequeño jornal, pero no aguantó demasiado tiempo. Se embarcó en otro ballenero, al que llamó Leviatán y que le condujo hasta Honolulú. Aún navegaría una vez más en una fragata estadounidense, la United States, donde sirvió como vulgar marinero. 

Inestable, imprevisible y retraído, W. Somerset Maugham le atribuye tendencias homosexuales reprimidas, apoyándose en algunas descripciones particularmente encendidas de sus amistades masculinas, como Tobías Greene, el muchacho que se fugó con él del Acushnet: “Su piel, naturalmente morena, había ido oscureciéndose por la exposición al sol tropical, y una masa de rizos de color azabache se reunía en sus sienes, y daba una sombra más oscura a sus grandes y negros ojos”. En Liverpool, Melville hizo amistad con un muchacho llamado Harry Bolton y al que describiría con un tono no menos encendido: “Su piel era de un tinte moreno, femenina como la de una muchacha; […] su voz era como el sonido de un arpa”. Somerset Maugham apunta que Melville no se desvió de la moral de su época, pero dejó que su imaginación se tomara ciertas libertades. Esa tensión pudo afectar a su carácter, pues no se trataba de fantasías inofensivas, sino de anhelos que se consideraban perversos y sujetos a severas penas de prisión, sin mencionar el escándalo y la reprobación social. ¿Se equivocaba Maugham? No podemos responder de forma inequívoca, pero es indudable que Melville era un hombre atormentado y misterioso, que creció con un agudo sentimiento de desamparo provocado por la muerte de su padre, la ruina y el desdén de su madre, que no aprobaba su inconstancia y su tendencia a holgazanear.

En la inmensidad del mar, Melville sintió que el hombre había sido abandonado por Dios. Cuando volvió a Estados Unidos con veinticinco años, sus aventuras suscitaron el interés de familiares y amigos, que le animaron a escribir. Surgiría de ese modo Taipi. Un Edén caníbal, su primer libro. Publicado en 1846 —primero en Londres y después en Nueva York—, gozó de un éxito moderado. Melville narra su peripecia en los Mares del Sur con una prosa sensual que oscila entre el relato de viajes, la etnografía y la crítica social: “¡Las Marquesas! ¡Qué extrañas visiones de cosas exóticas evoca este mismo nombre! Huríes desnudas, banquetes canibalescos, bosquecillos de cocoteros, arrecifes de coral, reyezuelos tatuados y templos de bambú”. Melville incurre en los prejuicios de la civilización occidental hacia otras culturas, pero al mismo tiempo celebra una sociedad exenta de codicia y represión moral, una especie de Arcadia que aún no ha sufrido los estragos del capitalismo y el cristianismo. 

El éxito de Taipi le animó a escribir una segunda obra titulada Omoo, que —en lenguaje nativo— significa “vagabundo”. Publicada en 1847, continúa el relato de sus experiencias en los Mares del Sur. Sus críticas a la explotación que sufrían los indígenas a manos de sus presuntos civilizadores suscitaron la cólera de políticos y misioneros. Frente al ascetismo de la tradición cristiana, Melville exalta la libertad de los nativos, que viven en perfecta armonía con la naturaleza, ajenos a los sentimientos de culpa y pecado. Ese mismo año, se casa y se establece en Nueva York. Nace su primer hijo, Malcolm, y viaja a Europa para entrevistarse con posibles editores de sus siguientes libros.

En 1849, aparece Mardi: y un viaje más allá. Su intención inicial era escribir una aventura ambientada en el Pacífico, pero sus lecturas y una concepción cada vez más exigente de la escritura como forma de conocimiento harán que la obra se transforme en un viaje alegórico por el imaginario archipiélago de Mardi, hilado con reflexiones sobre el mito de la Caída, el sentido del sufrimiento y el problema del mal. Melville plantea la posibilidad de un cosmos sin Dios o, lo que es más pavoroso, con un Dios indiferente. Novela satírico-filosófica inspirada en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, y el Sartor Resartus (El sastre remendado), de Thomas Carlyle, Mardi se vendió mal y desconcertó a los lectores, que esperaban un nuevo libro de aventuras. Melville, que se había ilusionado con la perspectiva de vivir de la literatura, escribió apresuradamente Redburn: su primer viaje (1849) y Casaca Blanca; o el mundo del guerrero (1850), que hablaban una vez más de sus viajes de juventud por Europa y el Pacífico.

'Mardi' se vendió mal y desconcertó a los lectores, que esperaban un nuevo libro de aventuras. Melville escribió apresuradamente 'Redburn' y 'Casaca Blanca'

Influido por la lectura de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, Redburn está trufada de elementos autobiográficos: la bancarrota familiar, la pobreza temprana, el viaje a Liverpool y el regreso a Estados Unidos, una nación que aún desempeñaba el papel de refugio y asilo de los desheredados de la tierra. Casaca Blanca narra la vida a bordo de un navío de guerra estadounidense, denunciando la brutal disciplina de los oficiales con la tripulación. Marcado por la lectura de Emerson, Melville alaba la fraternidad democrática y reclama la regeneración moral de la sociedad. No es un revolucionario, pero se muestra muy crítico con el clasismo y las rígidas jerarquías.  

En el otoño de 1850, Melville pide un préstamo a su suegro para comprar Arrowhead, una granja en Pittsfield. Entre sus vecinos, se encuentra Nathaniel Hawthorne, con el que mantendrá una estrecha relación de amistad durante quince intensos meses. En esa época, ya ha empezado a trabajar en Moby Dick, con tal dedicación que su familia teme por su salud. La relación con Hawthorne comienza de forma muy literaria, cuando ambos se refugian de una tormenta bajo un peñasco. Durante el temporal, hablan de literatura y cuestiones religiosas. A partir de entonces, pasarán largas veladas charlando animadamente, muchas veces hasta rozar el alba. Entre tragos de brandy y buenos puros, intercambian impresiones. El apasionamiento de Melville a veces resulta embarazoso: “Tengo la impresión de que abandonaré el mundo más satisfecho por haberle conocido a usted”. Movido por ese fervor, dedica Moby Dick a su amigo “en señal de admiración por su genio”. Hawthorne le envía una carta comentando la novela. Se ha perdido, pero conservamos la enfática respuesta de Melville: “El latido de su corazón en mis costillas y el mío en las suyas, y el de ambos en Dios. Que usted haya entendido el libro ha producido en mí un sentimiento de inexpresable seguridad. He escrito un libro endiablado y me siento puro como un cordero”. Partidario de “una democracia incondicional en todas las cosas”, Melville confiesa que siente “aversión por el género humano”. O, más exactamente, por “la masa”. Considera compatible el igualitarismo democrático con la reivindicación de la “aristocracia del cerebro”. En una sociedad corrompida, el héroe sólo puede ser un rebelde, lo cual implicará que muchos le consideren un criminal.

Melville y Hawthorne sólo volverán a verse en dos ocasiones. Algunos apuntan que el autor de La letra escarlata se sentía incómodo con la intensidad de su amigo y procuró distanciarse. Melville se referirá a sus largas veladas como noches de “heroicidades ontológicas”. Hawthorne le parece tan profundo como Shakespeare. En su obra, aprecia compasión, amor y cierta fatalidad que define como “negrura”. Pese a su ambición, Moby Dick, o la ballena, que se publica en 1851, recibe una fría acogida. En Estados Unidos, se publica una edición de 3.000 ejemplares. En el Reino Unido, sólo salen a la luz 300. Ninguna de las dos ediciones se agotó en vida de Melville. La reticencia de los lectores se tiñó de hostilidad cuando comenzaron a circular acusaciones de blasfemia, un delito que por entonces podía acarrear una pena de prisión. Yerno de un notable juez, la familia presionó al escritor para que acudiera a los oficios divinos, pero este se negó. Había emprendido un camino sin retorno. Ya no buscaba el éxito, sino el reconocimiento reservado a los escritores más grandes, casi siempre incomprendidos por sus contemporáneos. No era un maldito, pero sí una pluma rara e inclasificable. Su siguiente novela, Pierre o las ambigüedades (1852), le despojó definitivamente del apoyo del público y los editores. Historia de amor incestuoso entre hermanastros, un crítico apreció su enorme fuerza dramática y definió la obra como “la tragedia de un Hamlet americano”. En sus páginas, queda claro que Melville se ha instalado en un nihilismo implacable. Definitivamente, no hay Dios y si existe, no le importamos. No es posible conocer a los otros ni a uno mismo. La mente es un océano de una profundidad abisal, turbio e insondable. El conocimiento sólo es un espejismo. La verdad siempre es elusiva. Sólo cabe adoptar una resistencia heroica, solitaria y desesperanzada frente a un universo indiferente y una sociedad decadente.

En EE. UU. se publicaron 3.000 ejemplares de 'Moby Dick' y en el Reino Unido solo 300. Ninguna de las dos ediciones se agotó en vida de Melville

Extenuado y al borde del colapso mental, Melville aún publicó catorce relatos y esbozos de forma anónima entre 1853 y 1856 en las revistas Putnam’s y Harper’s. Entre ellos hay piezas maestras, como Bartleby, el escribiente y Benito Cereno. Sus pagadores le habían exigido que no abordara temas complejos u ofensivos. Melville se adapta a estas demandas, practicando el arte de la ironía y la alusión. Bartleby es un nuevo Ajab, pero ya no quiere vengarse de un Dios que ha traicionado sus promesas. Simplemente, se deja morir. Es una venganza silenciosa, pero llena de ira. Benito Cereno prefigura las tramas de Joseph Conrad, con personajes arrojados a laberintos sin salida, condenados a fracasar y a decepcionar a los que habían depositado grandes expectativas en ellos. Al terminar estos relatos anónimos, Melville ha cumplido treinta y siete años. Está envejecido, abusa del alcohol y ha fracasado como escritor. Se dedica a escribir poemas que reflejan su desengaño con todo. Tiene dudas sobre el papel de Estados Unidos como heraldo de una democracia fraternal y no cree en un Dios trascedente. Lo único sagrado es la vida, infinita e imperfecta y de una dramática belleza. Melville se mudó a Nueva York, donde murió con setenta y dos años. Casi nadie le recordaba y sus libros apenas se leían. Dejó una obra póstuma e inacabada, Billy Budd, que no aparecería hasta 1924. Billy Budd es un marinero injustamente condenado a muerte. Su único delito es su juventud y su inocencia. Antes de ser ejecutado, Billy perdona a sus verdugos. Quizás Melville quiso decirnos que se despedía del mundo sin rencor. 

Ilustración de Stéphane Poulin para 'Bartleby, el escribiente' (Alianza Editorial)

Moby Dick

Moby Dick es un clásico porque aborda los grandes temas que nunca han dejado de preocupar al ser humano: la amistad, la educación, el tránsito hacia la madurez, la lucha entre el bien y el mal, la existencia —o ausencia— de Dios, la política y el orden social, el conflicto entre civilización y naturaleza. Moby Dick es la historia de un frustrado deicidio. La gesta del Pequod anuncia la pérdida definitiva de la confianza en la providencia divina. Ajab es un nuevo Adán, pero no representa un comienzo, sino el ocaso de la esperanza, el fin de las certezas, la hegemonía del polvo sobre la vida, de la nada sobre el ser. Moby Dick no es el mal, sino ese Dios que ha abandonado al hombre a su suerte, acordándose únicamente de él cuando se atreve a desafiarlo. Imbuido en la lectura de la Biblia, Esquilo, Shakespeare, Milton, Goethe y Carlyle, Herman Melville recurre al mito de los dragones y monstruos marinos que encarnan las fuerzas del caos, citando en los “Extractos” preliminares al profeta Isaías: “Aquel día el Señor castigará con su espada, feroz y poderosa, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón que vive en el mar” (27, 1). Melville invierte la profecía bíblica. Ajab es esa espada feroz y poderosa, pero el Leviatán no es el demonio, sino Dios mismo. Tal vez el caos no es fruto de la Caída, sino de la desidia del creador, cuyos actos son tan incomprensibles como el jeroglífico más hermético. 

Melville fundió los mitos del Viejo Mundo (Perseo, San Jorge) con el espíritu del Nuevo, sin tradición de literatura épica, pero con una ilimitada confianza en su destino como faro y espuma del porvenir. El capitán cuáquero del Pequod desprende la misma grandeza y fatalismo que los héroes de las tragedias de Shakespeare. Ismael no es una figura especialmente seductora, tal vez porque su personalidad se forja durante la caza de la Ballena Blanca. Testigo y único superviviente de la tragedia, establecerá un estrecho vínculo de amistad con el arponero Queequeg, el buen salvaje. El joven marinero y el caníbal entablarán una relación tan íntima que se convertirán en “gemelos inseparables”. Se puede decir que encarnan la doble faz de Melville: por un lado, la inquietud por aprender, el deseo de crear, el afán de aventura, y, por otro, la inmediatez de la vida natural, la inocencia del hombre primitivo, la libertad de vivir sin dogmas filosóficos o teológicos. Melville soñaba con una comunidad de espíritus con una mente elevada y creativa. Sintió que se acercaba a esa meta durante su amistad con Nathaniel Hawthorne, pero en los años compartidos con los indígenas de las Marquesas también apreció grandeza. El propósito de Melville de superar la perspectiva occidental, opresiva y alienante, quizás explica la tripulación del Pequod, compuesta por negros, orientales, mestizos y proscritos. Ismael afirma que no ha sido pirata. ¿Podemos asegurar que no miente? 

El capitán Bildad y el capitán Peleg son cuáqueros. No se embarcan, pero reclutan la tripulación. Es imposible simpatizar con ellos: autoritarios, solemnes, hipócritas, inflexibles, avariciosos. Sucede lo mismo con los oficiales: Starbuck, sensato y resuelto, pero con miedo a lo extraordinario; Stubb, con un valor que nace de su imaginación deficiente, incapaz de reparar en el peligro; Flask, ignorante, inconsciente y sin una brizna de sensibilidad. Por el contrario, no hay que esforzarse demasiado para apreciar a los tres arponeros: Queequeg, un caníbal con el rostro espectralmente tatuado, pero con “un corazón simple y honrado”; Tashtego, un piel roja con la sangre impoluta de sus orgullosos antepasados; Daggoo, un negro corpulento y majestuoso que suscita involuntariamente en sus compañeros un sentimiento de “humildad física”. Melville profesa la religión del “gran Dios democrático”, donde las diferencias raciales están abocadas a fundirse en una llama de fraternidad.

Los arponeros no odian a las ballenas que cazan, tal vez porque nunca han pensado que viven bajo la protección de un Dios padre. Por el contrario, Ajab se deja arrastrar por una “venganza audaz, inextinguible y sobrenatural” porque ha descubierto la indefensión del hombre ante el cosmos. Su monomanía nace de un despecho infantil que Ismael llegará a compartir. Ambos son huérfanos, criaturas insignificantes en el baile del ser, donde la vida y la muerte se suceden sin propósito ni finalidad. Dios ha desamparado al hombre, pero le sigue maltratando con su ira. La homilía del padre Mapple, escuchada por Ismael en la Capilla de los Balleneros antes de embarcar, recorre los mares, evidenciando que lo sagrado no es algo benévolo, sino terrible e implacable. El padre Mapple predica desde un púlpito con forma de proa, proclamando que la eternidad sólo pertenece a Dios. El reino del hombre es la muerte. Las palabras del sacerdote son ambiguas e imprecisas. Si se interpretan con cierta audacia, podría pensarse que Dios está enfermo, casi moribundo, y no tolerará que el hombre le sobreviva. 

Melville se propuso cartografiar el cosmos. Dada su vastedad, escogió el mar, un microcosmos con apariencia de totalidad

Se ha reprochado a Melville sus digresiones, que supuestamente acreditarían su ineptitud narrativa y su pedantería de maestro de escuela, ansioso de exhibir sus conocimientos. ¿Hay otra explicación para justificar sus prolijas explicaciones sobre la caza y descuartizamiento de los cetáceos, acompañadas de minuciosas taxonomías? ¿Convendría expurgar estos capítulos de la lectura? Indudablemente no, pues desfigurarían la obra. Melville se propuso cartografiar el cosmos. Dada su vastedad, escogió el mar, un microcosmos con apariencia de totalidad. En un universo caótico y sin sentido, el conocimiento es la única espada que puede derrotar al mal o, al menos, mitigar sus devastaciones.

Melville no se conforma con narrar la contienda entre el bien y el mal. Nos quiere transmitir el alma de la titánica pugna, lo cual exige ser exhaustivo y meticuloso. Si Moby Dick careciera de digresiones, sería una novela infinitamente menos valiosa. Su médula no es la intriga, sino la vocación de abarcar el universo. Es la misma ambición que inspiró la Ilíada o la Comedia de Dante. Entre el polvo y la vida, emerge la palabra, luchando por menoscabar el imperio de la muerte. Sin embargo, la espada no vence al monstruo. La Ballena Blanca destruye el Pequod. ¿Significa eso que Melville culmina su canto con un terrible fracaso? No, pues hay un superviviente, Ismael, que regresa del último círculo del infierno. En cambio, Melville envía a Ajab al fondo del océano. Es una forma de exorcizar sus demonios interiores, de aniquilar el resentimiento y la insatisfacción. Ismael no pretende ser un nuevo Adán, como Ajab, sino un hombre libre y reconciliado con la finitud. La sensación de vacío que nos causa la muerte sólo puede ser combatida con la energía creativa de la vida. Ajab no es Prometeo, sino un vulgar Otelo.

D. H. Lawrence afirma que Moby Dick “es un símbolo. ¿De qué? Dudo mucho que ni siquiera Melville lo supiera con exactitud. Eso es lo mejor de todo”. Es una hipótesis abierta y fecunda, pues no excluye ninguna lectura, pero yo me atrevo a aventurar que Moby Dick es una rama del árbol de la ciencia. Probar su fruto no nos convierte en dioses, pero nos recuerda que vivimos a la intemperie. Desamparados, pero libres. Melville fue un hombre desdichado. No conoció la gloria. Quizás perdió la fe en su obra. No dejó de escribir, pero lo hizo con la congoja del creador al que se le escatima el reconocimiento. Probablemente no sospechaba que Moby Dick le abriría las puertas del olimpo reservado a genios como Esquilo, Shakespeare, Milton o Goethe, a los que tanto admiraba. Cuando pienso en Melville, lo imagino en el mástil más alto del Pequod, desempeñando la función de vigía, cien pies por encima de nuestras cabezas, labrando una ruta por la que navegarían nombres como James Joyce, William Faulkner, Hermann Broch y Kafka, herederos —a veces sin saberlo— de su pluma visionaria. 

Nota biblio-cinematográfica:

Sería un acto de ingratitud finalizar sin mencionar mi agradecimiento a la magnífica edición de Valdemar de Moby Dick. Espléndidamente traducida, prologada y anotada por José Rafael Hernández Arias, incluye las magníficas ilustraciones de Rockwell Kent. Mientras releía la novela, vi un par de veces la adaptación cinematográfica de John Huston, que —además de dirigir— escribió el guión con Ray Bradbury y Norman Corwin. No muy apreciada por la crítica, la película no tiene la profundidad del texto, pero no carece de fuerza narrativa y momentos felices, como la escena de la tempestad, donde Ajab apaga el fuego de San Telmo. Se ha dicho que Gregory Peck parece un Abraham Lincoln enloquecido y no un espíritu trágico. Puede ser, pero su interpretación no es desdeñable. La intervención de Orson Welles como padre Mapple refuerza el aroma shakesperiano. Es algo loable, pues la lectura enfervorecida de El rey Lear fue determinante en la concepción de Moby Dick. Por último, quiero recomendar el brillante y esclarecedor artículo del crítico Robert Milder “Herman Melville”, incluido la Historia de la literatura norteamericana dirigida por Emory Elliot. 

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