¿Qué es una guía espiritual? ¿Un libro que nos acompaña en un viaje interior? ¿Un método de conocimiento? ¿Quizás una revelación? El Libro de la vida de Santa Teresa de Jesús responde afirmativamente a todas estas posibilidades, señalando el camino hacia la perfección espiritual y el encuentro con Dios. La Guía espiritual de Castilla de José Jiménez Lozano es una obra muy teresiana, pero con un propósito más modesto: adentrarse en el alma de un territorio, explorar unas tierras cuya identidad cultural se ha forjado en el crisol de tres culturas. Castilla es la suma de tres tradiciones. Cristianos, moros y judíos modelaron un espacio que algunos identifican con la esencia de España, pues contiene en sus límites una rara mezcla de austeridad y sensualidad, recogimiento y apertura, sencillez y ensoñación. Jiménez Lozano elude las grandes palabras. No es un noventayochista angustiado por la crisis de la conciencia nacional, sino un fino observador que pasea sus ojos levemente burlones por un paisaje salpicado de románico, cisterciense y gótico. Diferentes estilos para recrear la personalidad sincrética de Castilla. La pasión por el arte se confunde con la pasión por el hombre. Lejos del estudio formal de las creaciones artísticas, Jiménez Lozano se detiene en los vestigios de una forma de entender el mundo que aún palpita en las ermitas, los monasterios y las catedrales. La teología no es un saber muerto, sino una mirada esculpida en la piedra, que nos deja atisbar otro mundo.
Jiménez Lozano es demasiado inteligente para ser vanidoso. No se presenta como un maestro espiritual, sino como un tímido lazarillo que incita a recorrer los caminos de Castilla. Nos orienta, pero no nos tutela. Sus páginas son peldaños de una escalera que no conduce al cielo, sino a las zonas más remotas de nuestro interior, donde el yo filtra sus experiencias, discriminando entre lo superfluo y lo esencial. Castilla no es una fortaleza que ha levantado muros para aislarse del exterior. Los muros son accidentes políticos que no borran el mestizaje cultural: “La historia y el alma colectivas, los sentires, pensares y vivires de Castilla son ciertamente fronterizos”. Castilla es un punto de encuentro entre Occidente y Oriente. Durante mucho tiempo, el islam fue el enemigo, pero la confrontación no excluyó el intercambio, el comercio y la amalgama. En Castilla hay atalayas y jardines, lugares donde holgar y sitios donde parapetarse. Los asentamientos fronterizos (“kibbutzim”) son la evidencia de un tránsito continuo. No son simples poblaciones, sino modos de ser, donde lo extraño y lo propio se fecundan en un ejemplo de asimilación y resistencia, tolerancia y rechazo.
La ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, cerca de la aldea de Casillas de Berlanga, Soria, es “un cuento oriental”. Como otras construcciones similares, surgió de la conjunción de una gruta, un manantial de agua fresca y unos árboles. “Capilla Sixtina del arte mozárabe”, perdió parte de sus pinturas murales en 1922, cuando se vendieron a un marchante. No obstante, aún podemos observar en el yeso enlucido la paloma del Espíritu Santo, una palmera, escenas bíblicas y estampas de caza con halcones, osos, dromedarios, perros rampantes. Entre las fantasías de clara influencia islámica, destaca un elefante soportando sobre su lomo un castillo con tres torres. ¿Por qué una palmera en un paisaje estepario, cuya desnudez parece espantar cualquier brote de verdor? “Es pura teología –aclara Jiménez Lozano-, un símbolo paradisíaco: la sombra y la frescura tras el arduo caminar que es la vida”. Algo de ternura “después de tanto estruendo que es la historia y de tanto amargor que da el ser hombre”. En el Beato de Valcabado, un manuscrito del siglo X, una palmera cobija a un grupo de bienaventurados que agitan palmas, celebrando la gloria eterna del Cordero de Dios. Es una imagen altamente reveladora en una obra que comenta el Apocalipsis de San Juan. En unas tierras baldías y duras, se sueña con un paraíso lleno de árboles exóticos y pájaros de colores. Un edén cristiano pero con rasgos orientales.
En las ermitas, casi siempre hay una estancia en un ábside lateral. Es la cúspide de la vida ascética, la celda donde se sube hasta lo Alto y se alcanza el éxtasis místico. El vacío y el silencio son la morada del anacoreta, el lugar donde Cristo se manifiesta. En lo mudo y exiguo, hay vida y belleza. El mensaje profundo de la Castilla oriental y apocalíptica es que la presencia del Invisible acontece entre la fantasía más colorida y la sobriedad más estricta. La ermita de San Baudelio de Berlanga es “un chorro de agua fresca”. Sus formas componen una teología de la esperanza, reacia a las tinieblas y a las expresiones de desengaño.
Lo que fascina de los Beatos, señala Jiménez Lozano, son “esas ilustraciones picassianas, de colores violentos, infantiles, sagrados, que iluminan el texto”. Colores violentos para hablar del Dragón del Mal y la Bestia que emerge del mar, de la Mujer vestida de rojo que simboliza la tiranía y el abuso de poder, y de los terrores que afrontará el ser humano en el fin de la historia, poco antes de la segunda venida de Cristo. Los Beatos no hablan sólo de calamidades. Entre sus buenas nuevas, figura la leyenda del apóstol Santiago, que lucha contra los infieles en un caballo blanco. Las imágenes planas y de colores salvajes, primitivos, parecen surgidas de la mente crepitante de un pintor fovista y significan la consumación de la ruptura con el realismo del arte griego y romano, ya muy cuestionado por el arte paleocristiano y visigótico. Es el triunfo de la sensibilidad oriental sobre el equilibrio grecolatino. Los nuevos artistas son bárbaros, cristianos con un sentido estético pagano. Los Beatos nacen de un trabajo penoso y enemistado con la salud. Un monje confiesa: “Es una tarea abrumadora; encorva la espalda, oscurece los ojos, cansa el vientre, quebranta las costillas”. Moler colores, afinar la vista, mover la mano con precisión. La única recompensa es dejar una obra que asombrará a las generaciones venideras y cincelará la memoria colectiva. No se busca la gloria personal, sino la inmortalidad de las creaciones inspiradas por la fe y la imaginación. La fe debería ser suficiente, pero los hombres se muestran más receptivos cuando el genio del artista añade azules y rojos restallantes para anticipar la dulzura del paraíso. Jiménez Lozano nos recuerda que muchos de los cristianos mozárabes tenían la piel morena y los ojos almendrados. Por eso, los ángeles de los Beatos, trufados de influencias coptas, parecen “etíopes”.
La huella de la colonización romana en Castilla es poco vistosa: un anillo, una lápida, textos sueltos que testimonian el paso de herejías como el gnosticismo o el priscilianismo. Las herejías reflejan el terror del hombre ante el desencantamiento del mundo. El Antiguo Testamento secularizó la tierra, el mar y el cielo. Y no eran deidades, sino elementos creados por Dios. La tensión hacia lo Alto, que es rebelión contra la muerte, perdura en unas desviaciones que intentan mantener la llama sagrada en la naturaleza, humanizando los dogmas de la patrística. La escolástica liquidará esas herejías, pero no podrá frenar la reforma luterana, que dividirá aún más la Cristiandad. Castilla es tierra de perplejidades, predio de disputas teológicas, heredad de desencantos y ensoñaciones. Castilla es cuna de guerreros y místicos, pero en sus iglesias derruidas, como la de San Pedro de Montes, el espíritu no sabe de grandezas, sino de alegrías humildes y sencillas. La ventanita que ha sobrevivido al correr de los siglos es “el reverso del rostro del poder”. Castilla contiene “una estética de lo pequeño, lo alegre y gratuito y puro”.
El triunfo de las huestes cristianas no implica la extinción de la cultura islámica. El anacoreta cristiano es un morabito, un hombre santo que vive en un lugar pequeño y apartado, siempre cerca de un árbol y un punto de agua, ya sea pozo, riachuelo, fuente o rambla. Castilla será románica y europea, pero el islam vencido aportará su perspectiva estética y teológica. Los ermitaños siguen el ejemplo de los morabitos. Se recogen y oran. Su honda espiritualidad evita que se conviertan en trogloditas. Su soledad se complace en la belleza de una cervatilla y el tibio resplandor de una estrella. Son “verdaderos leones invencibles por el Malo”. El primer románico, el románico de piedra, refleja esa lucha espiritual, prescindiendo de ornatos superficiales. Las innovaciones de San Benito de Nursia proscribe el exceso. El refinamiento y el primor orientales no desaparecen de Castilla, pero se conserva el gusto por el símbolo y la alegoría. Los estilos artísticos se suceden, mezclándose y fecundándose. Las formas se exaltan o se aplacan, pero algo permanece. Siempre es la misma historia: la de los infortunados y humillados, cuyo anhelo de justicia sólo puede ser definitivamente satisfecho por la esperanza de un mañana. Jiménez Lozano rescata una cita de Horkheimer: “Teología significa aquí… la esperanza de que esta injusticia que caracteriza al mundo no prevalezca para siempre, de que la injusticia no sea la última palabra”. El dolor de Castilla clama al cielo, suplicando que “el asesino no triunfe sobre la víctima”.
Las historias de piedra de las iglesias, las alegorías plasmadas en metopas y pórticos, pinturas y vitrales, son palabra teológica, grávida de esperanza. Jiménez Lozano se detiene en el asno tallado en un capitel de la iglesia de San Martín de Frómista. El “Platero” de Juan Ramón Jiménez “es un burrito literario, como de peluche, para juego de sensibilidades afinadas e ilustradas, pero este asno del románico [es] el hermano entrañable de todos los pobres e inocentes de la tierra”. Es una severa crítica a la moral clerical, que maltrata a los más pobres y vulnerables, como el buen asno, justificando su furia con “la gran capa de la religión”. La iglesia olvida la enseñanza fundamental del Domingo de Ramos: Cristo salvará el mundo mediante la humildad, desdeñando el poder y la arrogancia. En la Colegiata de San Pedro de Cervatos, ya en Cantabria, nos topamos con esculturas obscenas bajo el tejadillo de la portada. Su lujuria es grotesca, bestial. De nuevo, se lanza un dardo contra el clero, que ultraja el mensaje de belleza y fraternidad del Evangelio, arrojándose al cenagal del placer animal.
El románico mudéjar, de ladrillo y madera, no cuenta historias. Es el románico pobre, donde el alarife y el carpintero prodigan los espacios vacíos y en penumbra, con “mihrabs” de ladrillo, arcos de herradura, azulejo, arabescos en madera, techumbres simbólicas sobre la dicha del paraíso y escenas de amor y caza. Lo islámico impregna todo el románico español y se caracteriza por un platonismo arabizado. Los delgados haces de luz que penetran por los vanos evocan esa otra realidad donde el tiempo ya no es un río implacable, sino una laguna inmortal o una primorosa almunia. Lo umbroso no es un simple efecto arquitectónico, sino el umbral hacia lo Invisible y perfecto. La síntesis religiosa es muy nítida. ¿Nos adentramos en una mezquita o una iglesia cristiana?, se pregunta Jiménez Lozano, cuando visita la Ermita de La Lugareja, de Arévalo. El “frescor umbrío” no es un ardid estético, sino “la categoría sentimental y espiritual” de la cultura islámica. Esa categoría está presente en la poesía San Juan de la Cruz, donde la noche oscura prepara el encuentro con Dios.
La irrupción del Císter en España profundiza la tendencia de reducir el ornato en libros y edificios. La vocación de desnudez y pobreza se traslada a la arquitectura. Las formas de las iglesias y monasterios “están al borde de ser aire, y son piedra”. La prosperidad de las abadías arruinó el espíritu del Císter. Las formas se agigantan y proclaman su esplendor, destruyendo la voluntad de sobriedad. Jiménez Lozano nos habla de la vida en los monasterios benedictinos. Aunque la regla fuera estricta en sus orígenes, algunos monjes vivían como grandes señores, acompañados por sus amantes e hijos. Esa degradación convive con los brotes de antisemitismo, especialmente virulentos en Andalucía. No hay problemas de convivencia. El odio a los judíos y a los moros no está arraigado en Castilla, pero el poder político y religioso considera que constituyen una amenaza. Fundada en 1478, la inquisición española acabó con la España de las tres culturas, pero la teología no pudo borrar el legado de “esperanza indestructible” del judaísmo, que aún perdura en la tradición católica. En cambio, Castilla perdió el verde que aportaban los huertos y los pozos en un paisaje estepario. Se prohibieron los baños públicos, no por su inmoralidad, sino porque eran escenarios de diálogo entre gentes de distinta fe que podían desembocar en el relativismo o irenismo. La expulsión de los judíos y los moriscos dejó escenas terribles que conmovieron a los cristianos de buen corazón. El furor clerical expulsó al islam de Castilla, pero no pudo extirpar “ese amor por la blancura en los lienzos y en las paredes, y por lo umbrío y el agua, las plantas olorosas y las flores en los tiestos”. Tampoco pudo borrar “los lamentos y la polisemia del lenguaje popular o el barroquismo en las alabanzas e insultos”. La presencia judía y árabe en Castilla explica que los poetas españoles, como San Juan de la Cruz, comprendieran con más claridad el pathos poético del Cantar de los Cantares. La intransigencia política y religiosa malogró la convivencia de tres religiones que se habían enriquecido mutuamente, aportando matices y tejiendo complicidades.
El Barroco es la máxima expresión del catolicismo español. Quizás por eso prevalece el sentimiento de desengaño. Se espera la eternidad, pero en el fondo del alma tiembla el miedo a que la tierra sea el fin irreversible de la vida. Los Cristos que se pintan o se tallan destacan la fragilidad de la carne, abierta por los azotes y perforada por los clavos y las espinas. Esos Cristos no transmiten la expectativa de la resurrección, sino el triunfo de la muerte. Jiménez Lozano elogia “El Resucitado”, una pintura sobre tabla de Diego de la Cruz que se encuentra en la Colegiata de Covarrubias, Burgos. Es el Cristo triunfador de la Muerte. Sostenido por dos ángeles que no ocultan su espanto, su cuerpo martirizado y doliente refleja el horror del mundo, pero también la fecundidad del sacrificio inspirado por el amor. Es un “Cristo radical y luterano en el corazón de Castilla”. Su dolor es muy real y muy humano, pero en ningún caso estéril. Es una proclamación de vida, no como el Cristo de Holbein, un cadáver con la tonalidad verde de la putrefacción. Expuesto en Dresde, Dostoievski se desmayó al contemplarlo, pues entendió la situación de total desamparo del hombre ante la muerte de Dios.
La desnudez del paisaje de Castilla estimula las aventuras del espíritu. No parece casual que en esa tierra naciera Teresa Sánchez, la reformadora del Carmelo. La espiritualidad de la carmelita descalza se inscribe en lo que se ha llamado “judíos no sionistas”. Nieta de un judío converso, su fe maduró bajo el fecundo cruce de dos tradiciones. Los descendientes de hebreos poseían un bagaje que propiciaba la vivencia mística, donde lo esencial no está en los sentidos, sino en los ojos del alma. “Cuando realmente abrazaron el cristianismo con toda su alma –escribe Jiménez Lozano-, estaban mejor situados que los cristianos de otras tradiciones espirituales”. Su mente se hallaba mejor adaptada para “entender la religión interior de los adentros y la búsqueda del Innombrable en medio de la desnudez, la ausencia o el encuentro de Dios como ausencia o encuentro del Esposo del Cantar de los Cantares”. Jiménez Lozano califica a Teresa de Jesús de “mística anarquista”. En sus conventillos o palomarcillos, hay una desnudez total. Nada debe inmiscuirse entre Dios y la conciencia. La pobreza no es tanto un ideal ético como un ejercicio de depuración. La vía del despojamiento no excluye la belleza. El agua y la huerta, herencia del islam, juegan un extraordinario papel en la vida ascética de la carmelita descalza, que desarrolla su teoría de los cuatro grados de la oración, explotando metáforas sobre el riego. El pozo, la noria, la acequia y la lluvia son la fuente de vida que mantiene un huerto vivo y floreciente. La oración comienza con la pesada tarea de acarrear cubos hasta que el espíritu se limpia de manchas y logra refrescarse con el agua del cielo.
Jiménez Lozano nos recuerda la pobreza de Juan de Yepes, que nació y creció en una familia de “humillados y ofendidos”. En Fontiveros, su localidad natal, había una fuerte influencia del islam, que se refleja en la forma de vestir de las clases populares y en una iglesia de arcos y artesonado mudéjar. Juan de Yepes, que se transformará con los años en Juan de la Cruz, protagonizó “el acercamiento real a lo Real absoluto” más “demoledor que se haya hecho jamás hasta asegurarse que sólo en la Nada puede asirse el Todo”. El impulso místico decrece con la llegada del gótico a Castilla. El gótico no es un arte teológico, sino civil, que desempeña un papel político, aglutinando las ciudades alrededor de la catedral donde se oficia el culto. La catedral no es un espacio cerrado, como un monasterio, sino un lugar abierto donde las formas responden al propósito de ordenar la vida civil. Lo espiritual pasa a segundo plano. En esa época, comienzan a circular por la Piel de Toro el espíritu jansenista, que prima el dictado de la conciencia sobre la ortodoxia. La inquisición recrudece su actividad, luchando contra las herejías. El cristianismo se dirige hacia la división y el fracaso, pues la caridad es reemplazada por el miedo y la ambición. No obstante, Castilla conserva su espiritualidad, muy visible en Ávila, una ciudad muy querida por Jiménez Lozano. Sus murallas se alzan como un convento, insinuando que en su interior se respira el aroma de la eternidad.
Guía espiritual de Castilla es un canto a la tolerancia, una evocación nostálgica de un pasado donde cristianos, moros y judíos convivieron sin odiarse, intercambiando afectos y tradiciones. José Luis Aranguren no se equivocaba cuando afirmaba que Jiménez Lozano fue el discípulo más profundo de Américo Castro. Guía espiritual de Castilla fue publicada en 1984 por Ámbito Ediciones en formato grande con papel cuché y unas bellísimas fotografías de Miguel Martín que atrapan paisajes, callejones, ermitas, iglesias, monasterios, sepulcros, catedrales, pueblos, soportales, plazas, murallas y otros escenarios sobre los que se ha demorado Jiménez Lozano con su poética y precisa prosa castellana. Instantes de una tierra convertidos en hitos perdurables por una feliz conjunción de la palabra y la imagen. “Vivir es ver volver”, escribió Azorín. Quizás pensó esa frase bajo la luz otoñal de Castilla, cuando la estepa tiembla unos instantes antes de desaparecer, produciendo un parpadeo dorado que evoca siglos de historia.