“¡Qué bello podría ser el mundo!”, escribió el psiquiatra vienés Viktor Emil Frankl después de perder a su esposa y a sus padres en distintos campos de concentración del régimen nazi. Su padre murió en Theresienstadt, víctima del hambre y una neumonía; su madre fue gaseada en Auschwitz, y su mujer, Tilly Grosser, en Bergen-Belsen el día de su liberación. Debilitada por las penalidades, fue aplastada por una multitud que se abalanzó hacia la puerta de entrada, cuando descubrió la presencia de tropas británicas. Sin embargo, nada pudo destruir la confianza de Frankl en el ser humano. “Al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino”.
Viktor nació en el seno de una familia judía el 28 de marzo de 1905 en Pohorelice, una localidad checa situada a 80 kilómetros de Viena. En esa época, Viena era una de las ciudades más deslumbrantes de Europa. Compartía con Budapest la capitalidad del Imperio Austro-Húngaro y era el símbolo de un estilo de vida tolerante y cosmopolita. Viktor disfrutó de una infancia dichosa y tranquila. A pesar de su fragilidad y su temperamento soñador, siempre contempló la vida como un don, un maravilloso regalo que debía ser administrado con inteligencia y ternura. La Primera Guerra Mundial significó la caída del Imperio-Austrohúngaro y, para Frankl, la experiencia del hambre y la precariedad. Durante sus estudios de bachillerato, Viktor escuchó a un profesor que “la vida humana no era otra cosa que un proceso de combustión y oxidación”. Sin poder contenerse, le objetó: “Si es así, ¿cuál es el sentido de la vida humana?”. Movido por ese interrogante, estudia neurología y psiquiatría, identificándose con los postulados del psicoanálisis. Inicia un agudo intercambio epistolar con Freud, pero en 1925 se aleja de sus tesis, seducido por las teorías de Alfred Adler, un psicoanalista heterodoxo, según el cual la nota más dominante de la mente humana es la necesidad de ordenar la vida conforme a una meta.
Viktor Frankl opinaba que Freud había interpretado al hombre desde abajo, atribuyendo una importancia desmesurada a lo instintivo. En su opinión, hay que mirar al ser humano desde arriba. Solo así comprenderemos que las actividades psíquicas son la esencia de nuestra naturaleza. El neurótico no encuentra ningún sentido a la vida, pero una mente sana advierte que el sentido no es un dato objetivo, sino la culminación de un proyecto personal, algo que se elabora libre y racionalmente. Gracias a esa construcción, el ser humano puede enfrentarse a las peores tragedias, sin perder el deseo de vivir. Frankl aprende de Max Scheler que el hombre no está maniatado por los impulsos y la influencia del entorno. Dado que es un ser inteligente, puede moverse por intenciones, desarrollando empatía hacia sus semejantes y respeto o simpatía hacia el resto de los seres vivos. Si no pudiéramos trascender lo biológico y social, seríamos simples autómatas. A principios de la década de los 30, Frankl se dedica a la psiquiatría y la neurología, comienza a escribir ensayos e imparte conferencias. En 1938, se produce la anexión de Austria al Reich alemán y se aplican las leyes de Núremberg, que obligan a Frankl y a su familia a identificarse con una estrella amarilla. En 1941, se casa con Tilly. En esa fecha le conceden un visado para viajar a Estados Unidos, solicitado dos años atrás, pero no lo utiliza, pues le parece poco ético abandonar a sus padres, a sus pacientes y a sus compatriotas judíos. Decide quedarse y compartir la suerte de las personas a las que ama. En septiembre de 1942, Viktor es deportado a Theresienstadt con sus padres y su mujer. Se le tatúa el número 119.104. Le acompaña un manuscrito, pero se lo quitan los celadores. La idea de reescribirlo le proporciona una meta y le ayuda a no desmoronarse. Será el único superviviente de su familia. Después de recobrar la libertad, publica El hombre en busca de sentido, subtitulado Un psicólogo en un campo de concentración. El libro es una de las obras de referencia sobre el Holocausto o Shoah. Además, establece las bases teóricas de la logoterapia o lo que se conoce como Tercera Escuela Vienesa de Psicología.
La logoterapia es un método menos retrospectivo y menos introspectivo que el psicoanálisis. Está orientada al futuro, a la posibilidad de elaborar metas y objetivos. Este planteamiento rompe el ensimismamiento neurótico, que vuelve y otra vez a sus obsesiones, reforzándolas con sus pensamientos recurrentes. La logoterapia considera que la principal motivación del ser humano no es la búsqueda de placer o poder, sino la voluntad de sentido. La búsqueda de sentido no es una sublimación del instinto, sino algo primario. Frankl señala que las personas viven y mueren por sus ideales y principios. La logoterapia estima que su cometido es ayudar al paciente a hallar el sentido de la vida. Escribe Nietzsche: “Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre un cómo”. La logoterapia comparte esa convicción. Frankl profundiza la reflexión de Nietzsche: “Cuando se acepta la imposibilidad de reemplazar a una persona, se advierte en toda su magnitud la responsabilidad que el hombre asume ante su existencia. El hombre que se hace consciente de su responsabilidad ante el ser humano que le espera con todo su afecto o ante una obra inconclusa no podrá nunca tirar su vida por la borda. Conoce el porqué de su existencia y podrá soportar casi cualquier cómo”. El equilibrio psíquico no reside en la ausencia de tensiones, sino en la tensión entre lo que somos y lo que queremos ser. Sin ese conflicto, caemos en el vacío existencial. La esencia íntima del ser humano es su capacidad para enfrentarse con responsabilidad a su finitud, vinculándola a una finalidad. El sufrimiento se hace tolerable cuando adquiere un sentido, como cuidar a un enfermo.
La logoterapia despliega una técnica denominada “intención paradójica”. Hay que perseguir una meta, pero sin ansiedad anticipatoria. “La felicidad es como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro. La felicidad no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida”. Si la perspectiva del fracaso nos inspira un temor patológico, hay más posibilidades de fracasar. La angustia atrae los fallos y descalabros. Si experimentamos una impaciencia infantil, obsesionándonos con un objetivo, perderemos la calma necesaria para triunfar. Siempre debemos estar dispuestos a reírnos de nosotros mismos, pues el humor nos relaja y nos ayuda a controlar nuestras emociones. El neurótico cae en un círculo vicioso porque es incapaz de relativizar sus problemas y contemplarlos con cierta ironía. La logoterapia subraya la libertad de la mente humana para superar condicionamientos y determinaciones. “El hombre es hijo de su pasado mas no su esclavo, y es padre de su porvenir”. El hombre no es una cosa entre las cosas, sino un sujeto racional. No se limita a existir, sino que decide. Rectificar también es una forma de decidir, pues implica una reelaboración de la meta establecida. La libertad solo es verdadera cuando está ligada a la responsabilidad. En definitiva, la logoterapia es una psicología humanizada, que reivindica la dignidad del ser humano, artífice de la Historia y protagonista de su propia historia.
En 1947, Viktor Frankl se casa por segunda vez con Eleonore Schwindt, una enfermera con la que pasará el resto de su vida y con la que engendrará una hija. Director de una policlínica de neurología de Viena hasta 1971, ejercerá la docencia universitaria en la misma ciudad y trabajará como profesor invitado en distintas universidades norteamericanas (Harvard, Stanford, San Diego, Dallas, Pittsburg). Le llueven premios y distinciones. Publica treinta libros que se traducen a diferentes idiomas. Podemos destacar Psicoterapia y existencialismo (la obra confiscada en Theresienstadt), En el principio era el sentido, Logoterapia y análisis existencial, Psicoterapia y humanismo: ¿Tiene un sentido la vida?, La presencia ignorada de Dios. Frankl gana el Premio Oskar Pfister, concedido por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría. Alpinista, amante de las corbatas, adicto al café, devoto de Mahler y caricaturista notable, se sacaría una licencia de vuelo a los 67 años, pilotando aviones en solitario. Fallece el 2 de septiembre de 1997, con 92 años.
El hombre en busca de sentido ha conmovido a varias generaciones. Frankl relata su paso por el sistema de campos de concentración de la Alemania nazi con abrumadora honestidad: “Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros —como cada cual prefiera llamarlos— lo sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron”. Los deportados que superaban las primeras selecciones desembocaban en “una especie de muerte emocional”. Era lo único que permitía soportar una vivencia profundamente deshumanizadora. En la rutina de los campos, lo peor no era el dolor físico o las crueles privaciones, sino “la angustia mental causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello”. El trabajo agotador, los malos tratos y una alimentación deliberadamente insuficiente reducen a los deportados a una masa que se degrada día a día. La desnutrición mata el deseo y la compasión, pues no hay espacio para los sentimientos cuando la prioridad es salvar el pellejo. La mente hiberna, despojándose de emociones e ideas. Solo perduran las firmes creencias religiosas y las convicciones políticas, pues resultan útiles para la supervivencia. Los escépticos o descreídos son más vulnerables. Pese a todo, Frankl no cae en la desesperación. Piensa que su vida interior es una poderosa herramienta para soportar las calamidades, pero sobre todo se aferra a la capacidad de experimentar amor: “la salvación del hombre está en el amor y a través del amor”. Ignora si su mujer está viva, pero siente que ni siquiera su muerte podría menoscabar su amor. Afirma que si le hubieran comunicado la noticia de su fallecimiento, habría continuado su conversación mental con ella y habría sido “igualmente real y gratificante”. El amor ayuda a preservar la propia identidad individual en un entorno concebido para destruirla. Solo amando se puede conservar la libertad interior, la autoestima y la personalidad. Frankl ejerce de médico y psicólogo con otros deportados, combatiendo su hundimiento emocional, que incluye fantasías suicidas. En Auschwitz, el que se mata condena a muerte a todos sus compañeros de barracón. No hay libertad para morir. Por eso, se debe vivir para uno mismo y para los otros. Frankl es fiel a sus ideas, pues descarta cualquier plan de fuga para quedarse con sus pacientes. Más tarde escribirá: “He encontrado el significado de mi vida ayudando a los demás a encontrar un significado en sus vidas”.
Si sabemos que el sentido último de la vida es el amor, podremos aguantar las formas más temibles de infortunio. Amor a los otros y amor a nosotros mismos, pues cada ser humano tiene una enorme responsabilidad hacia su propia existencia. Los dramas del siglo XX, pródigo en matanzas e incalificables atrocidades, nos invitan al pesimismo y al desaliento, pero Frankl argumenta en sentido contrario con una clarividencia irrefutable: “Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración”. La biografía y la obra de Viktor Frankl constituyen una lección de vida. Deberíamos frecuentarlas a menudo para contagiarnos de su esperanza y dignidad.