Cuando en 2011 se cumplieron los cincuenta años de la muerte de Louis-Ferdinand Céline, autor de Viaje al fin de la noche (1932), una de las grandes novelas del siglo XX, el gobierno francés organizó varios actos conmemorativos, pero decidió suspenderlos tras las protestas de Serge Klarsfeld, presidente de una asociación de hijos de judíos deportados desde Francia. Céline había apoyado la ocupación alemana y había animado a los nazis a continuar con su política de exterminio contra el pueblo judío. El ex alcalde de París, el socialista Bertrand Delanoë, manifestó sin eufemismos su opinión sobre él: “Céline es un excelente escritor, pero un perfecto cabrón”. Viaje al fin de la noche narra las peripecias de Ferdinand Bardamu, un joven estudiante francés de medicina que se alista voluntario para combatir en la Gran Guerra. Su fervor patriótico se apaga enseguida tras descubrir la crudeza del frente. Herido, recibe una medalla y, tras un romance fallido con Lola, una enfermera estadounidense, sufre un colapso mental que acarrea su hospitalización como paciente psiquiátrico. No entiende por qué debía disparar a los alemanes, no comprende por qué ha sufrido una decepción amorosa. Europa le parece hipócrita, decadente y absurda. Piensa que en las colonias francesas de África su vida quizás resulte menos ingrata. Viaja hasta ellas, pero allí solo encuentra corrupción y abusos. Tras superar un episodio de malaria, se traslada a Estados Unidos, pero su experiencia no es menos decepcionante. Concluye que el ser humano es igual de miserable e imperfecto en cualquier continente. De vuelta a Francia, finaliza los estudios de medicina y comienza a trabajar en un suburbio pobre de París, donde realiza abortos clandestinos. Implicado en un asesinato, dirige durante un tiempo un manicomio. Viaje al fin de la noche finaliza con un crimen y una salida de carnaval. Céline escoge el horror y lo grotesco para manifestar su nihilismo. La vida carece de sentido y el hombre es una criatura desdichada. El mal impera en todas partes. Y siempre será así. La esperanza es una ingenuidad.  

Buscavidas, cínico, escéptico y desarraigado, Louis Ferdinand Auguste Destouches, que escogió como pseudónimo literario el apellido materno, volcó en Viaje al fin de la noche su experiencia biográfica. Nacido en Courbevoie, Altos del Sena, en 1894, participó como voluntario en la Primera Guerra Mundial. Herido y condecorado, ejerció la medicina en los barrios más humildes de París. Publicó Viaje al fin de la noche al filo de los cuarenta años. En esas fechas, ya era un hombre profundamente desengañado, incapaz de apreciar una hebra de dignidad en el ser humano. Sin embargo, presentaba a Bardamu, su alter ego, como un hombre reacio a la violencia (“me sentía incapaz de matar a alguien”), antibelicista (“rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña”) y con un fuerte apego a la vida (“no quiero morir nunca”). Sus “deseos de eternidad” contrastan con la violencia del frente. Al no hallar una salida a su angustia, solo concibe una solución para escapar del dolor: huir de la vida, internarse en la locura, no ser. En un mundo intrascendente y abocado al caos, la razón y la moral son lujos inútiles. 

El pesimismo de Céline está más cerca de Cioran que de Camus, pero no plantea una rebelión contra la moral. Simplemente, señala que en un universo ciego y sin finalidad los actos carecen de significado. Da igual hacer el bien o el mal. Todo pasa, todo se desvanece, cualquier huella es efímera, no hay nada perdurable ni absoluto. Céline no se acerca a Nietzsche, Gide, Bataille o Sade. No elogia el crimen sin motivo (“el acto gratuito” de Los sótanos del Vaticano, la novela de Gide), ni la violencia como acto de afirmación (Nietzsche) o liberación (Sade, Bataille), pero no se le pasa por la cabeza luchar por un mundo mejor. Se limita a flotar a la deriva, convencido de que la historia de nuestra especie es una anomalía abocada a disolverse en la espuma del devenir. ¿Puede interpretarse esta visión desoladora de la existencia como una prefiguración del fascismo? En cierta manera, pues el momento más crítico de la historia de Europa se produce cuando el bohemio, hastiado del spleen y la boutade, se convierte en revolucionario, ya sea inclinándose hacia el terror rojo o hacia el terror pardo. 

En 1937, Céline publica un panfleto infame titulado Bagatelas para una masacre, donde podemos leer: “Ser conquistador o conquistado, único dilema, última verdad. Todo lo demás no son más que imposturas, camelos, engañifas, eslóganes electorales”. Solo han pasado cinco años desde la publicación del Viaje al fin de la noche. El escéptico ahora habla como un profeta de la estirpe de Nietzsche. De hecho, elogia a Napoleón, que —desde su punto de vista— hizo todo lo posible para que los negros y los asiáticos no se convirtieran en los dueños de Europa. Sin embargo, “los judíos le derrotaron. Desde Waterloo la suerte está echada. En la actualidad, la jugada ya no es la misma, los judíos ya no están en nuestra casa. Somos nosotros quienes estamos en la suya. Desde la llegada de la Banca Rothschild, los judíos han retomado en todos lados su idea maestra… Además se mean en las palabras. Estar en todo, vender todo, poseer todo, destruir todo, ¡empezando por el hombre blanco!... ¡He ahí un programa consistente!”. ¿Cuál es la solución a este supuesto drama? Acabar con todos los judíos, pues “ellos no dudan mucho cuando se trata de sus ambiciones, de sus purulentos intereses… Si se necesitan terneros para la aventura, ¡sangremos a los judíos! ¡Es mi opinión! ¡Si les pillo en pleno chanchullo, tratando de empujarme a la trinchera, los liquido sin despeinarme, del primero al último! Es la represalia del Hombre”. Céline aboga por un gran pogromo, una solución definitiva: “¡Un pogromo no se hace así porque sí!... Un pogromo es una gran obra en su género, una eclosión de algo que se viene mascando”. Céline reconoce que Hitler, con su bigotito, es un poco ridículo, pero “no miente como los judíos, él no dice soy tu hermano, él dice: el derecho es la fuerza”. 

Se comenta que el odio hacia los judíos floreció en Céline cuando unos empresarios teatrales se negaron a estrenarle una pieza dramática. Me parece una explicación poco convincente. No es el primer caso de nihilista que se transforma en prosélito de una idea redentora. En sus libelos contra los judíos, Céline reivindica la cultura europea frente a la “cultura del tam tam” de los negros, propagada por los capitalistas judíos para destrozar la identidad de la civilización occidental. Es un argumento parecido al que hoy en día emplea la extrema derecha en Europa y Estados Unidos contra la inmigración, supuesto caballo de Troya del multiculturalismo y el relativismo. Céline reclamó la alianza entre Francia y la Alemania nazi. Más tarde, apoyó al régimen colaboracionista de Vichy y siguió incitando a la matanza de judíos. Tras la derrota del Reich, se exilió en Dinamarca. Juzgado en rebeldía y condenado a un año de cárcel, regresó a Francia en 1951. Se instaló en el suburbio parisino de Meudon con su mujer Lucette. Diez años más tarde, muere sin haber mostrado signos de arrepentimiento y sin ocultar el desprecio que le inspira la Europa surgida de la posguerra. Al igual que Heidegger, no dirá ni una sola palabra sobre Auschwitz, el gran pogromo que materializó sus fantasías genocidas. 

Céline no es el primer caso de escritor con ideas infames. Quevedo ataca con saña a los homosexuales y los judíos conversos, oponiendo a sus perversiones el ascetismo de la ortodoxia católica. El odio de Céline ya se aprecia en Viaje al fin de la noche. Escondido detrás del biombo de la sátira, no deja de maldecir al ser humano, acusándolo de albergar tan solo pasiones dañinas. La sátira le exime de buscar alternativas. Se limita a denigrar y aborrecer. El nihilismo es el hilo conductor que recorre toda la obra de Céline y ese hilo conduce directamente al nazismo, una ideología que escogió como líder a un bohemio, a un inadaptado, casi un maldito, un artista rechazado por el filtro académico. Hitler no tenía otro talento que la capacidad de manipulación. Mi lucha fue armado por tres periodistas que se enfrentaron a un texto caótico y farragoso dictado a Rudolf Hess. Céline no necesitó ayudantes para llegar a la cima del género novelístico, componiendo una especie de sinfonía atonal que impugna las nociones de orden, armonía, equilibrio o racionalidad. Céline es uno de los hijos de Joyce. El Ulises solo se publica diez años antes que el Viaje al fin de la noche. Ambas obras exploran los límites del lenguaje, empujándolo hacia el colapso. Sería estúpido cuestionar el valor del Viaje al fin de la noche por las opiniones políticas de su autor, pero no está de más señalar que la perfección formal, la creatividad y la innovación, cuando no van acompañadas de una perspectiva humanista, provocan una sensación de vacío que resta profundidad. Tempestades de acero, de Ernst Jünger, es un libro con un estilo admirable, pero su exaltación de la guerra y su desdén por la vida humana producen un indudable desaliento. No reivindico la literatura didáctica y moralizante, sino esas grandes creaciones sostenidas por el amor al hombre y la vida. Como dijo Thomas Mann a propósito de Nietzsche, ya hemos conocido la faz más repulsiva del mal en la primera mitad del siglo XX. Por eso no nos acompleja exaltar el bien. Guerra y paz, de Lev Tolstói, nos conmueve hondamente porque nos habla del ser humano desde la ternura y la esperanza. Se puede decir lo mismo del Quijote o Crimen y castigo, de Dostoievski. Carecen de la sofisticada y precisa arquitectura de Guerra y paz, pero sus páginas no dejan de tocar nuestro corazón con su conjunción de verdad, bien y belleza. En cambio, Viaje al fin de la noche nos produce un “placer gélido”, por utilizar una expresión de Vargas Llosa aplicada a Bataille. ¿Qué hacer con Céline? Indudablemente, leer su gran novela y no prestar atención a sus panfletos. Y no olvidar que el nihilismo se parece a las arenas movedizas. Nunca proporciona un suelo firme.

@Rafael_Narbona