Ingenioso, chispeante, provocador, incorrecto, Truman Capote transitó de una infancia áspera y solitaria a la espuma y la purpurina de la alta sociedad, donde se rodeó de “cisnes” (mujeres adineradas, hermosas y sofisticadas) y de celebridades del cine, el arte y la moda. En su interior, siempre pensó que sus poderosas amistades le consideraban un advenedizo y un bufón. Quizás por eso se vengó con Plegarias atendidas, novela póstuma que escarnecía a su círculo de relaciones sociales, aireando toda clase de chismes e indiscreciones.
Capote debutó en 1948 con Otras voces, otros ámbitos, una novela lírica que se inscribía en la tradición del gótico sureño, pero con la salvedad de que la escritura ya no fluía de la conciencia atormentada y barroca de una dama del Sur, sino de un joven homosexual que conocía en sus propias carnes la experiencia de la marginación y el menosprecio. En los años siguientes, Un árbol de noche y otras historias (1949) y El arpa de hierba (1951) redundaron en ese registro narrativo. Con Desayuno en Tiffany’s (1958) adoptó un registro más urbano y con A sangre fría (1966) se adentró en las catacumbas de la condición humana, empleando los recursos de la literatura para reconstruir un espeluznante crimen real.
Capote presentó A sangre fría como una novela de “no ficción”, pues recreaba el asesinato de los Clutter, una próspera familia de granjeros del oeste de Kansas. Se ha dicho que ya existían obras que habían explorado esa técnica, como Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. No creo que en literatura sea importante determinar quién inventa un procedimiento. Lo esencial es la huella que deja una obra y A sangre fría abrió un camino que aún no ha dejado de producir frutos, mostrando que el hecho literario no es un fruto de la imaginación, sino el producto de una mirada. Richard Eugene “Dick” Hickock y Perry Edward Smith, dos delincuentes de poca monta, asaltaron la vivienda de los Clutter el 14 de noviembre de 1959, pensando que encontrarían una caja fuerte con diez mil dólares, tal como les había asegurado Floyd Wells, un compañero de prisión. Amordazaron a la familia y registraron la casa, pero no hallaron nada. Dado que no querían volver a la cárcel, Dick y Perry decidieron acabar con las vidas de los Clutter. Primero mataron a Herbert, el cabeza de familia. Herbert era propietario de una granja y el segundo hombre más rico de la región. Metodista, abstemio y un verdadero líder en su comunidad, Smith le cortó el cuello con un cuchillo de caza y después lo remató de un disparo en la cabeza. Tenía 47 años.
Bonnie, su mujer, suplicó por su vida, pero fue inútil. Atormentada por problemas de columna y depresiones recurrentes, Smith apoyó el cañón de la escopeta en la sien izquierda y apretó el gatillo. Nancy Mae, de dieciséis años, una joven muy popular que había asumido las tareas del hogar ante la mala salud de su madre, suplicó por su vida, pero Perry le disparó a bocajarro, escogiendo como blanco la parte trasera del oído derecho. A su hermano Kenyon, de quince años, le disparó en el rostro. El botín de los asesinos se limitó a unos binoculares, una radio de pilas y cuarenta dólares.
Después de gastarse el dinero en México, volvieron a Estados Unidos, donde se dedicaron a colar cheques falsos. Floyd Wells los delató a la policía para cobrar la recompensa de mil dólares. Juzgados y condenados a muerte, Dick y Perry fueron ahorcados el 14 de abril de 1965. Se dijo que Perry llamó a Capote, pidiéndole que solicitara un aplazamiento, pero el escritor, que necesitaba la muerte de los asesinos para concluir su novela, no movió un dedo. Perry y Truman se habían entrevistado en muchas ocasiones y se rumoreó que había surgido entre los dos una relación sentimental. El escritor actuó con esa sangre fría que radiografió en su novela, mostrando que la ferocidad invade todas las actividades del quehacer humano.
La tragedia de los Clutter es un retrato de la América profunda, con sus miserias y grandezas. No hay un protagonista absoluto. Se trata de una obra coral. Capote evita los maniqueísmos. Aunque el mundo de los Clutter es muy diferente del suyo, no aprovecha la ocasión para cargar contra los valores tradicionales. Herbert es un buen hombre, “un joiner o jefe nato”. Bonnie, su mujer, no participa en su vida pública. Devastada por la depresión, vive recluida en su dormitorio, embarcada en una interminable huida del mundo. Su marido, lejos de sentirse frustrado por su actitud, la cuida con ternura, cultivando una inquebrantable fidelidad física y espiritual. Kansas se encuentra en el cinturón bíblico. Los republicanos de extrema derecha que profesan la fe presbiteriana o la episcopaliana ocupan los órganos de gobierno.
En ese ambiente, no hay compasión hacia perdedores como Dick y Perry, a los que no se deja otra alternativa que acumular ira y resentimiento. Su amargura es una bomba de relojería que puede activarse en cualquier momento. Cuando asesinan a los Clutter, todos los vecinos se sienten amenazados, pues saben que esa clase de violencia no responde a impulsos racionales, sino a esa cólera que puede contemplarse en el rostro de todos los parias y vagabundos.
Los Clutter pertenecen a la clase de los satisfechos, de los que han podido crecer y madurar al amparo de la prosperidad material y la estabilidad emocional. Perry y Dick se encuentran en el otro lado, en ese territorio por el que deambulan los que pasaron la infancia en hogares rotos, soportando violencia y abusos. La madre de Perry es una india cherokee que se alcoholiza para soportar la violencia del marido, un cowboy de origen irlandés. Muere ahogada en su propio vómito. Perry pasó su infancia en orfanatos religiosos, sufriendo vejaciones por mojar la cama y ser mitad indio. Dos de sus hermanos se suicidaron y él sufrió un grave accidente de moto que le dejó las piernas deformadas. La necesidad de aliviar el dolor le convirtió en adicto a los analgésicos. La historia de Dick no era tan trágica. Nació en la granja de una familia con suficientes recursos, pero todo indica que sufría algún tipo de trastorno mental. Se sentía atraído sexualmente por las niñas y disfrutaba atropellando perros. Durante el asalto a la casa de los Clutter, intentó violar a Nancy, perro Perry lo impidió.
Se dijo que por separado no habrían cometido los crímenes, pero juntos se envalentonaron, desprendiéndose de las inhibiciones morales. Alvin Dewey, el inspector de policía encargado de investigar el caso, pertenecía a la clase de los satisfechos. No descansará hasta detener a los asesinos y comprobar que han sido colgados. La horrible muerte de los Clutter le parece algo tan horrible como afirmar que Dios no existe. Transmite la sensación de que la vida es absurda y propaga más que miedo, tristeza, pues deja al ser humano expuesto a cualquier forma de azar. En Holcomb, no existía la costumbre de cerrar la puerta al acostarse. A partir del crimen, nadie se irá a dormir sin asegurarse de girar la llave y echar el cerrojo. En el corazón de Estados Unidos, con sus campos dorados de trigo, también anida el horror.
En Holcomb, Truman Capote no es muy popular. Algunos le acusan de aprovecharse del dolor ajeno y de simpatizar con los asesinos. En Capote, la película de Bennett Miller estrenada en 2005, el escritor (magistralmente interpretado por el malogrado Philip Seymour Hoffman) comenta: “A veces tengo la impresión de que Perry y yo crecimos en el mismo hogar, pero yo salí por la puerta principal y él por la trasera”. Capote se libró de un destino aciago refugiándose en la literatura. Perry también recurrió a la imaginación. De niño, soñaba que un papagayo amarillo, “más alto que Cristo” y del color de un “girasol”, acudía a su rescate cuando las monjas del orfelinato le pegaban por mojar la cama. Dick era un perverso sexual. En cambio, Perry era un mojigato, quizás porque la promiscuidad de su madre arruinó su infancia. Su violencia homicida es su forma de vengarse de tanta infelicidad, lo cual no impide que tenga ciertos gestos de amabilidad con las víctimas, como colocarles una almohada debajo de la cabeza o acomodarles en un colchón. No entiende que Dick, padre de tres hijos, no sienta nada por sus hijos. Piensa que ser padre es algo importante y lamenta no conocer la experiencia.
En Holcomb, la religión desempeñaba un papel esencial. Servía de pegamento emocional, creando sentimiento de comunidad. Durante el funeral de los Clutter, el pastor metodista asegura que Cristo acompañó a la familia en su agonía. La ética cristiana convive con el anhelo –poco evangélico- de venganza. Muchos vecinos desean que los asesinos acaben en la horca. Sin embargo, Howard Fox, hermano de Bonnie Clutter, deplora estas reacciones. En una carta publicada por el Telegram, escribe: “El mal ya está hecho y acabar con otra vida en nada podrá cambiarlo. Sepamos perdonar según la voluntad de Dios. No estaría bien que alimentáramos rencor en nuestros corazones. Al autor de este acto, le será muy difícil vivir con su conciencia”.
Es lo que le sucede a Perry, que piensa que es necesario “tener algo anormal” para matar a una familia. Dick no opina de ese modo. Considera que él no tiene nada de anormal. Perry alardea de haber matado a un negro en Las Vegas, pero solo es una mentira. Y en cualquier caso, opina que matar a un negro “no es lo mismo”. Ser medio cherokee no evita que albergue prejuicios racistas. Su mente es un baúl de paradojas y de recuerdos dolorosos, como esa luz azulada que explotó en la penumbra del hogar de los Clutter cuando disparó a sus víctimas. Tampoco puede olvidar los ojos de cristal del oso de peluche de Nancy. Dick no tiene esos problemas. Cuando se cruza con un perro, lo arrolla con el coche y exclama: “¡Bravo! ¡Le dimos de pleno!”.
Perry sueña con hallar el oro de un galeón español hundido en el fondo del mar. Colecciona mapas y sueña con organizar una exploración submarina, si bien no sabe nadar ni flotar. Toca la guitarra y, en algunos momentos, le gusta dejarse dominar por Dick, en el que aprecia el magnetismo de lo “absolutamente masculino”. Antes de matar a Nancy, Perry habla con ella. La joven le cuenta que piensa estudiar música y arte en la universidad, y que le gusta montar a caballo. Perry, orgulloso, le comenta que su madre fue campeona de rodeo. No le importa reconocer que Nancy le pareció una muchacha estupenda, igual que su padre, un hombre muy agradable. Ni siquiera cuando le cortó el cuello modificó su opinión. Mató sin odio. Al menos, sin odio hacia ellos.
Su violencia no estaba dirigida contra los Clutter, sino hacia las monjas que le pegaban en el orfanato. No puede olvidar a la hermana que le golpeó con una linterna tras descubrir que se había meado en la cama. Cuando se le rompió la linterna, siguió pegándole con ella con una furia sorda, ciega, silenciosa. El inspector Dewey siente lástima por Perry. Admite que su vida ha sido horrible y solitaria, pero no es capaz de perdonarlo. Desea que sea ahorcado con Dick, espalda contra espalda. Su rabia no le impide comprender que el asesinato de los Clutter fue algo impersonal. No obedeció a razones, sino a una tempestad emocional. Toda la frustración de Perry se desbordó, expresándose de forma espeluznante. A pesar de esa violencia, hay ternura en su interior. Desde su celda, amaestra a una ardilla roja, enseñándole varios trucos. En el fondo, es un huérfano que anhela afecto y algo de calor. Durante el juicio, con su camisa de cuello abierto y sus vaqueros con el bajo doblado por su baja estatura, Perry tiene un aspecto “tan desolado y absurdo como el de una gaviota en un trigal”.
¿Fue Truman Capote demasiado indulgente con Perry, al que atribuyó “un aura de animal exiliado, de criatura herida”? En Holcomb, cada vez que se menciona el nombre del escritor, surge una mirada de malestar. Perry no mató a los Clutter. Disparó contra su niñez, rota y desgraciada. Contra todos los que le habían maltratado. Contra la vida, tan desconsiderada con él. Actuó como un autómata que obedece a un mecanismo interior. Pidió perdón antes de ser ejecutado. Quizás en el último momento pensó en el papagayo amarillo que aparecía en sus sueños, librándole de todas sus desdichas. Su sufrimiento psicológico no debe desdibujar la compasión hacia sus víctimas, entre las que había dos adolescentes y una mujer enferma. La mente de los criminales suele estar saturada de nihilismo. Tal vez Perry pensó que les hacía un favor a los Clutter, pues estimaba que la vida era un asco y no merecía la pena.
A sangre fría es un retrato implacable de esa América donde conviven los sueños y las pesadillas. Un radiografía de una sociedad que ofrece oportunidades, pero que también tritura las ilusiones, creando grandes bolsas de marginación. Es un retrato moral elaborado por un escritor que no actuó de forma ética, pues asaltó las mentes de los personajes que recreó con el espíritu depredador de un ladrón de tumbas. Afortunadamente, su obra no es deshonesta. Trata con respeto y sensibilidad a las víctimas e intenta comprender a sus verdugos. Su escritura marcó un hito en la literatura y el periodismo. El precio que pagó por ese hallazgo fue su salud física y mental. No fue capaz de escribir otra novela y se hundió en una espiral autodestructiva. El paralelismo con la vida de Perry le atormentó el resto de su existencia. Su madre, que nunca le quiso, también se autodestruyó, suicidándose cuando su segundo marido se arruinó. Truman murió en 1984 a los cincuenta y nueve años, pero ya hacía tiempo que era un cadáver ambulante por culpa del alcohol y las drogas. En sus últimos días, quizás ya no sabía si Perry y él eran dos personas distintas o la misma criatura desdichada.