La Shoah, que puede traducirse como la catástrofe, parece simbolizar la forma más extrema de desesperanza. No es el único genocidio de la historia, pero sí el más frío y sistemático. Se perpetró en el corazón de Europa, el continente que había alumbrado el Renacimiento y la Ilustración, dos movimientos culturales que habían exaltado la dignidad del ser humano y manifestado su confianza en el porvenir, augurando que el progreso material acarrearía progreso moral. Sin embargo, el imperialismo y el racismo malograrían esa profecía. Europa progresó materialmente, sí, pero fue gracias a la explotación de América, África y Asia.
El racismo fue la justificación que se alegó para saquear los recursos naturales de los territorios ocupados. Se dijo que los pueblos más avanzados poseían el derecho natural de expandirse para llevar la civilización a los salvajes. Con ese pretexto, Leopoldo II de Bélgica aniquiló a dos millones de africanos, obligándolos a trabajar hasta la muerte en las plantaciones de caucho.
Alemania fue la gran perdedora del reparto colonial. Por eso Hitler se propuso en los años 30 del siglo XX construir un imperio en el Este de Europa, adoptando con los eslavos, los gitanos y los judíos la misma política que se había empleado con los nativos de los continentes colonizados. Supuestamente, se trataba de pueblos inferiores que solo merecían ser despojados de sus bienes y explotados como mano de obra. Como apuntó Hannah Arendt, el nazismo desbordó este planteamiento, subordinando la política imperialista al proyecto de un genocidio de magnitud industrial.
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¿Por qué ese giro? El odio a los judíos es un viejo prejuicio cristiano, pero el nazismo consideró que el judaísmo, más que una categoría racial o religiosa, era una tendencia cultural, una forma de entender el mundo que se hallaba en el origen del liberalismo, el socialismo, la democracia, el capitalismo, las vanguardias artísticas y los grandes espacios urbanos. En definitiva, el judío representaba la modernidad.
Frente a ella, el nazismo postulaba el regreso a las raíces, a la sangre y el suelo, a las comunidades primitivas donde no había espacio para la libertad individual, pues solo reconocían derechos colectivos. Desde su punto de vista, la compasión, una herencia de la tradición judeo-cristiana, debía ser erradicada, pues solo debilitaba a los pueblos. La humanidad corría el riesgo de extinguirse si no se borraba de la faz de la tierra a judíos, gitanos, eslavos, homosexuales y discapacitados. La Shoah fue algo más que una matanza. Para los nazis, representó una misión sagrada, su aportación a la hegemonía de los más sanos y fuertes.
Los campos de exterminio son el espacio donde el ser humano queda reducido a una carne anónima que puede ser destruida sin dejar rastro. La sociedad deviene masa y el Estado se convierte en un agente homogeneizador que destruye la diversidad. Es difícil imaginar un experimento político más aterrador. Los más de 40.000 campos de concentración que el Reich construyó en Europa para materializar esta distopía trabajaron con una sobrecogedora eficacia, destruyendo —según los últimos estudios— quince millones de vidas. Algo más de una tercera parte eran judíos.
Las circunstancias nos imponen límites, pero siempre existe la posibilidad de trascenderlos o afrontarlos de una forma digna, inteligente y creativa
La muerte solo era la última etapa del proceso de deshumanización que implicaba ser internado en un Lager. En la jerga de los campos se denominaba "musulmanes" a los que habían abandonado la esperanza y ya no hacían ningún esfuerzo para sobrevivir. Giorgio Agamben sostiene que provocar ese estado de postración era el principal objetivo de los nazis. Se hacía todo lo posible para destruir la libertad y la espontaneidad, los dos rasgos esenciales de la condición humana.
Sin embargo, en ese infierno unos pocos espíritus lograron conservar su humanidad e incluso restaurarla tras su liberación. Es el caso del psiquiatra vienés Viktor Frankl, que dijo sí a la vida y logró preservar su libertad interior, a pesar del maltrato, el hambre y el frío. Frankl descubrió que el ser humano no era simple biología, sino un ser racional capaz de elegir y construir su futuro. "He encontrado el significado de mi vida ayudando a los demás a encontrar un significado en sus vidas", escribiría años más tarde, demostrando que cualquier proyecto político orientado a pulverizar el espíritu humano está abocado al fracaso.
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Viktor Frankl sobrevivió a Theresienstadt, Dachau y Auschwitz, pero perdió a su esposa y a sus padres. Su mujer falleció el día en que se liberaba Auschwitz, aplastada por una avalancha de deportados que se precipitó hacia las alambradas cuando avistaron a los jinetes el Ejército Rojo. En 1959, Frankl, que había vuelto a casarse y trabajar como profesor universitario, psiquiatra y neurólogo, publicó El hombre en busca de sentido, donde narraba su peripecia como prisionero del Reich. El dolor experimentando no había logrado destruir su amor a la vida. Su fortaleza procedía de la convicción de que la libertad interior es un bien indestructible. Nadie elige sufrir, pero sí es posible escoger la manera de afrontar el dolor.
Al igual que otros supervivientes, Frankl no se atribuía cualidades especiales. "Los mejores no sobrevivieron", sostenía. Deportado en el otoño de 1942, se aferró al manuscrito que había conseguido esconder, pensando que eso le daría fuerzas para soportar todas las penalidades, pero enseguida se lo confiscaron. De complexión delgada y salud frágil, le costó mucho adaptarse al trabajo agotador y las privaciones. Al cabo de unas semanas, su mente solo registraba sensaciones elementales como miedo, hambre, fatiga. Ya no había espacio para el deseo, el asombro, la pena o la indignación.
El recuerdo de su mujer lo mantenía con vida. La posibilidad de volver a contemplar sus ojos o su voz encendía su esperanza, alejando la tentación de abandonarse y dejarse morir: "Por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor".
Una tarde, Frankl salió de su barracón y se quedó sorprendido por la belleza del atardecer, donde se mezclaban el azul acero y el rojo bermellón. "¡Qué bello podría ser el mundo!", exclamó. Algo más tarde, mientras excavaba una trinchera, se preguntó si esa belleza era fruto del azar o revelaba que el mundo no era un lugar ciego e irracional, sino algo provisto de sentido. No tardó en descubrir que el sentido no debía buscarse en el exterior, sino dentro de uno mismo, pues ahí residía "esa libertad espiritual que no se nos puede arrebatar" y gracias a la cual la vida tiene significado y propósito.
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La existencia de esa libertad, negada por escépticos y fatalistas, está acreditada por los escasos gestos de generosidad que se produjeron en el Lager o en abismos similares. Los pocos que compartieron su pan en los barracones pusieron de manifiesto que "el ser humano puede conservar un vestigio de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física". Los "musulmanes" son los hundidos y vencidos, el triunfo de la biopolítica nazi, pero los pocos que resistieron evidenciaron la posibilidad de sobreponerse y hacer frente a la adversidad con entereza.
Sin su ejemplo, el ser humano perdería irreversiblemente la esperanza, hundiéndose en el desaliento más amargo. Frankl cita un aforismo de Nietzsche: "Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre un cómo". Sin una meta o un porqué, no se puede sobrevivir a Auschwitz. No hay que esperar algo de la vida. Es "la vida la que espera algo de nosotros". No podemos eludir esa responsabilidad, salvo que estemos dispuestos a destruir nuestra propia esencia moral y racional.
La Shoah fue algo más que una matanza. Para los nazis, representó una misión sagrada, su aportación a la hegemonía de los más sanos y fuertes
Frankl incorporó lo que había aprendido en el Lager a su trabajo como psiquiatra, creando la logoterapia, según la cual lo que caracteriza al ser humano no es la búsqueda de placer (Freud) o poder (Nietzsche), sino la búsqueda de sentido. Lo verdaderamente humano es la capacidad de pensar y realizar un proyecto. El sentido aparece cuando experimentamos una tensión hacia un fin noble y racional: "El sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido, como puede serlo el sacrificio".
Frankl niega que el ser humano esté totalmente condicionado o determinado. Las circunstancias nos imponen límites, pero siempre existe la posibilidad de trascenderlos o afrontarlos de una forma digna, inteligente y creativa. Citaré dos ejemplos. En vísperas de ser deportada a Auschwitz, Etty Hillesum no lamenta su destino. Solo afirma que desearía ser una esclusa ante el dolor ajeno. Ni siquiera reprocha a Dios su pasividad, pues piensa que la historia es el terreno de los hombres y no el de la providencia, que se limita a garantizar la libertad, ocultándose para no ejercer ninguna forma de coacción.
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Edith Stein, judía convertida al catolicismo, descarta la posibilidad de huir cuando está a punto de ser detenida. De joven había sido atea, pero la lectura de Santa Teresa de Jesús despertó una vocación religiosa que culminó con su ingreso en la orden de las carmelitas descalzas. Cuando recibe del aviso de que piensan detenerla con su hermana y enviarla a Auschwitz, decide asumir el martirio. Por amor a su pueblo y para dar testimonio de su fe.
Stein, que sería canonizada por Juan Pablo II como Santa Teresa Benedicta de la Cruz, coincidió con Etty Hillesum en el campo de Westerbork. Por entonces, Etty trabajaba para el Consejo Judío de Ámsterdam y anotó en su diario el encuentro con "dos religiosas pertenecientes a una familia judía muy ortodoxa, muy rica y muy culta de Breslau, con la estrella amarilla cosida sobre sus hábitos monásticos". La presencia de esas mujeres en un lugar concebido para destruir al ser humano pone de manifiesto que Frankl no se equivocaba al sostener el carácter indestructible de la libertad interior. Ambas acabaron sus días entre las alambras, pero sus vidas constituyen una inspiración para millones de personas. En cambio, el nazismo hoy en día solo es sinónimo de crueldad, violencia e inanidad.
El tiempo le ha dado la razón a Viktor Frankl. No es posible vivir sin un porqué, pero depende de nosotros crearlo. El significado de la vida no es un dato objetivo, sino una creación humana. El nazismo intentó destruir la libertad, pero fracasó, pues siempre hay alguien dispuesto a rebelarse, a decir no a la opresión y sí a la responsabilidad de mejorar el mundo, aportando alegría y esperanza.