La poesía de Luis Cernuda es áspera y fría, quizás porque exalta lo material y sensual sin ignorar su irremediable finitud. Cuando se ama mucho algo, perderlo resulta insoportablemente doloroso. En "Escrito en el agua", un breve texto en prosa publicado en Ocnos, Cernuda admite que desde niño anheló la eternidad. La aparente inmutabilidad del universo infantil alimentaba la ilusión de que la vida era indestructible. La casa familiar parecía una roca capaz de soportar las peores tempestades.
¿Quién no ha experimentado algo similar? Yo aún recuerdo las mañanas de domingo en el parque del Oeste, cuando paseaba con mis padres bajo el tibio sol de invierno y los cedros parecían columnas que soportaban la bóveda del cielo. De vez en cuando, aparecían otros niños, caminando junto a sus padres o pedaleando en bicicleta. Nada sugería caducidad, sino armonía y perennidad. Con seis o siete años, creía que habitaba un mundo ajeno a los estragos del tiempo. La muerte no existía para mí.
No pensaba que los cedros podían enfermar, que más allá del azul del cielo solo había frío, oscuridad y silencio, que los niños envejecerían y algún día morirían, que mis padres participaban de la misma fragilidad que el resto de las cosas y que yo no era diferente, que mi carne perdería poco a poco su elasticidad y se apagaría, pudriéndose como una fruta desprendida de una rama.
Cernuda afirma que su niñez finalizó cuando advirtió que las gentes morían a su alrededor y que las casas más prósperas perdían su esplendor, convirtiéndose en ruinas. Mi infancia terminó de forma más abrupta. La prematura muerte de mi padre hizo que la sensación de vivir en un mundo donde solo se producían pequeñas variaciones —pero nunca pérdidas— se disipara violentamente.
Aparentemente, la muerte es la última palabra, pero algunos poetas, como Luis Rosales, han escrito que "cuando la noche llegue y la verdad sea una palabra igual a otra / […] crecerán los muertos y los vivos, / unos dentro de otros / hasta formar un solo árbol que llenará completamente el mundo". Para Rosales, la vida es un latido que nunca se interrumpe. Nada se pierde. Todo permanece. El tiempo no es una línea que se rompe, sino una espiral que comunica el ayer y el ahora, alumbrando un mañana de plenitudes y reencuentros.
Escribir solo es testimoniar el absurdo de nuestra vida, abocada a extinguirse sin dejar huella
La experiencia del amor alejó de la mente de Cernuda la idea de la muerte. Al abrazar un cuerpo, sintió que la eternidad anidaba en su interior. El amor no era simple deseo, sino un fervor que se extendía a todo: "amé los animales, los árboles (he amado un chopo, he amado un álamo blanco), la tierra". Pero todo desaparecía. "El sentimiento amargo de lo efímero" disolvió el consuelo del amor, revelándole que amaba sombras, formas fugaces con una existencia breve y dolorosa.
Contemplar que todo se deshacía, le hizo entender que su destino no sería diferente y pidió a Dios que no le permitiera morir. Dios se le antojó "el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la astucia bicorne del tiempo y de la muerte". Sin embargo, solo fue un breve idilio. "Dios no existe. Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pasar. Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida". Cernuda comprende que la inexistencia de Dios no es una simple deducción de la razón, sino una catástrofe cósmica. "Y si Dios no existe, ¿cómo puedo existir yo? Yo no existo ni aun ahora, que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia".
[¿Vivir eternamente? De Hans Jonas a Javier Gomá]
Unamuno llega a una conclusión parecida en "La oración del ateo": "Sufro yo a tu costa, / Dios no existente, pues si Tú existieras / existiría yo también de veras". La física cuántica sostiene que no se puede hablar de existencia sin un observador. Como ya advirtió Berkeley, las cosas solo existen en la medida en que son percibidas. Si nosotros no ocupamos un lugar en una conciencia infinita, Cernuda no se equivocaba: no existimos "ni aún ahora". Escribir solo es testimoniar el absurdo de nuestra vida, abocada a extinguirse sin dejar huella. Ni siquiera el arte puede salvarnos, pues las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven no podrán eludir la muerte térmica del universo.
Nuestra conciencia finita no es un simple hecho natural. No engendra el universo, pero lo saca de su oscuridad, transformándolo en algo inteligible y con sentido. En Naturaleza, Historia, Dios, Xavier Zubiri, comentando el pensamiento de Hegel, sostiene que "la existencia humana no tiene más misión intelectual que la de alumbrar el ser del universo". El hombre es "la verdadera luz de las cosas". Hay infinidad de planetas sin vida inteligente, pero esos lugares no existen realmente. Ocupan un lugar, están sometidos a las leyes de la naturaleza, pero son un pozo ciego, casi una oquedad, una especie de no-ser, salvo que una conciencia repare en ellos.
Las cosas no son "más que a la luz de la existencia humana. Lo que se constituye en luz no son las cosas, sino su ser; no lo que es, sino el que sea; pero recíprocamente, esa luz ilumina, funda, el ser de ellas, de las cosas, no del yo, no las hace trozos míos". El ser y el pensar se necesitan mutuamente. No son flujos separados y estancos, sino las dos caras de una totalidad incomprensible sin su concurrencia. Pensar es inherente a nuestra condición de seres humanos, pero no podríamos hacerlo sin las cosas y estas no serían inteligibles sin una mente que les asignara un origen y un significado.
Zubiri afirma que el tiempo no es sucesión, sino acumulación, crecimiento, densidad: "El pasado no sobrevive en el presente bajo forma de recuerdo, sino bajo forma de realidad". Es el cimiento sobre el que se despliega la vida, el pilar que sostiene el devenir. Sin ese sostén, nada tendría sentido. Sería como rodar en el vacío. Algunos filósofos marxistas han entendido la importancia de la teología y han recurrido a ella para explicar la realidad. Es el caso de Walter Benjamin, que en su ensayo "Tesis sobre la filosofía de la historia" afirma que el pasado "relampaguea" y fecunda el presente.
Walter Benjamin entendió que el ser humano no puede enterrar el pasado, sin condenarse a la desesperanza
Benjamin cita el Angelus Novus, de Paul Klee, un dibujo a tinta china, tiza y acuarela sobre papel pintado en 1920. El ángel de Klee da la espalda al futuro para salvar el pasado. Las ruinas de la historia no son simple arqueología, sino la cosecha que nos empuja hacia un porvenir luminoso, redimiendo el dolor que ha sembrado la injusticia. El progreso no es una tendencia ascendente que impulsa exclusivamente hacia adelante, sino un movimiento que también mira hacia atrás, rescatando las oportunidades perdidas. La historia se reescribe a sí misma desde una perspectiva mesiánica.
Walter Benjamin entendió que el ser humano no puede enterrar el pasado, sin condenarse a la desesperanza. Los muertos, especialmente las víctimas inocentes, siguen gravitando sobre los vivos, enredados en el devenir histórico. Piden la palabra y labran el mañana.
[Viktor Frankl y el significado de la vida]
Ernst Bloch también invoca la teología para desplegar su pensamiento, no menos utópico que el de Benjamin. Para Bloch, la esperanza no es una experiencia secundaria, sino lo primero y fundamental: "Lo que importa es aprender a esperar". Y no hay que ser realista, prudente o tímido en esa espera, pues —como dice Heráclito— "quien no espera lo inesperado, no lo encontrará". La conciencia no cesa de proyectarse hacia el futuro. Tiene hambre de nuevas posibilidades, de nuevos acontecimientos que renueven y purifiquen el mundo.
La esperanza es un principio ontológico, no un simple estado psicológico. En todo lo que existe, apreciamos una apertura que es consecuencia de la sensación de lo inacabado, de un "todavía no" que demanda una ampliación del horizonte. El tiempo es potencialidad y lo es gracias al ser humano, "que no se agota como la bellota en la realización fija y definida de la encina". La esperanza no es conformismo que acata el presente, fantaseando con un más allá que reparará todos los agravios, sino protesta, apertura, utopía.
Porque lo que está escrito en el agua no viaja hacia el olvido, sino hacia una casa encendida donde "vivir es ver volver"
Frente al desgarro de Cernuda, que concibe la vida como una imparable carrera hacia el vacío, Zubiri habla de la permanencia de las cosas gracias a la estructura ontológica del ser, que absorbe el pasado y garantiza la continuidad de la vida. Desde una perspectiva materialista, Walter Benjamin y Ernst Bloch sostienen que la historia solo adquiere sentido cuando el pasado se redime y el futuro adquiere una dimensión utópica.
La desesperación de Cernuda convierte cualquier gesto en absurdo e innecesario. Si al mundo le espera la nada, si el final del cosmos consistirá en un océano de frío, oscuridad y silencio, ¿qué sentido tiene escribir, amar, soñar? La esperanza no nace de la ingenuidad, sino de la búsqueda de sentido. No es una concesión a lo irracional, sino una insurrección contra lo irracional. Vivir sin esperanza significa vivir con miedo y, por tanto, sin libertad. La esperanza no es una ilusión, sino la matriz del amor, el arte, la justicia. Como señaló Nietzsche, la muerte de Dios —que es el nombre que le hemos asignado a la esperanza— implica la muerte del hombre, pero muchos no lo han advertido. El hombre puede repudiar a Dios, pero —al hacerlo— se condena a sí mismo.
Yo prefiero pensar que los cedros del parque del Oeste permanecerán, que al final no están el frío, el silencio y la oscuridad, sino la vida y la plenitud, que los vivos y los difuntos no están trágicamente segregados, sino temporalmente escindidos, que la última palabra del universo no será la nada, que hay esperanza para todo que irrumpe el mundo, incluso para la más insignificante brizna de hierba, como aventuraba María Zambrano, que la luz vivificará lo que hoy es polvo y ceniza. "Porque lo quiere Dios", como escribe Luis Rosales. Porque lo que está escrito en el agua no viaja hacia el olvido, sino hacia una casa encendida donde "vivir es ver volver".