Hace unos días, volví a ver El hombre tranquilo (The Quiet Man, John Ford, 1952). Ya he perdido la cuenta de las veces en que he viajado con la imaginación al ficticio Innisfree, un pueblecito que encarna el sueño de una Irlanda mítica, con algunos vicios pero también con los rasgos atribuidos al paraíso: paz, armonía, equilibrio, belleza, atemporalidad. Durante mucho tiempo, Ford acarició el proyecto de rodar una película que expresara su amor por el país de sus ancestros.
Aunque había nacido y crecido en Estados Unidos, se identificaba con una cultura que solo conocía por los relatos teñidos de nostalgia oídos en Cape Elizabeth, Maine, el hogar de su infancia. Para él, Irlanda no era un simple lugar, sino una utopía. Ford plasmó esa ensoñación en Innisfree, lo cual le permitió exponer ciertas ideas, como que la felicidad solo es posible en pequeñas comunidades con tradiciones sólidas y que los pueblos son espacios donde el ser humano y la naturaleza no están trágicamente escindidos.
Cabe objetar que Innisfree solo es una quimera y no el fiel reflejo de una realidad mucho más ingrata. El mundo rural no es idílico, sino áspero y cruel. La lucha por la supervivencia endurece a las personas y merma su sensibilidad. La pobreza no une, divide y alimenta el resentimiento. Tampoco ayuda a mantener una relación más armónica con la naturaleza. El campesino no se conmueve con el paisaje. Para él, solo es trabajo. Desconoce la perspectiva del poeta o el pintor.
John Ford prefirió el mito a los hechos objetivos. Por eso, El hombre tranquilo no debe interpretarse como una película costumbrista, sino como una ficción concebida al servicio de una posición cultural y filosófica. El cineasta volcó su concepción de la ética y la estética en una historia entrañable y cómica. Lejos de escarbar en los odios y los rencores que prosperan en entornos pequeños, atrasados y opresivos, optó por rebajar las tensiones y resolver los conflictos de forma incruenta.
Algunos objetarán que la película incluye una violenta pelea entre dos colosos. Es cierto, pero los puñetazos que intercambian Sean Thornton (John Wayne) y el pelirrojo Will Danaher (Victor McLaglen) no causan lesiones, sino estragos menores, como pequeños desgarros en la ropa, la pérdida de alguna muela y hematomas sin importancia. De hecho, no es un acontecimiento traumático, sino un espectáculo, una fiesta que atrae a los habitantes de los pueblos colindantes.
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Ford no oculta que en Innisfree reina la separación entre los sexos. La taberna es un espacio reservado a los hombres. Allí se bebe, se ríe, se canta. Hay chismorreos y pequeñas fricciones, pero todo se resuelve mediante el humor, la música y la camaradería masculina. En la iglesia se reúnen los dos sexos, pero las mujeres llevan la cabeza cubierta y mantienen la distancia con los hombres. Sin embargo, la experiencia de la fe no es severa ni oscura, sino ligera y luminosa.
El padre Lonergan (Ward Bond) no es un fanático, sino un hombre sencillo que pesca salmón y corea canciones subidas de tono. No le preocupa demasiado la ortodoxia. De hecho, siente un sincero aprecio por el reverendo Playfair (Arthur Shields). Cuando el obispo anglicano, preocupado por la escasez de feligreses, visita Innisfree, Lonergan moviliza a sus parroquianos para que finjan ser ovejas del pastor Playfair. Ford una vez más falsifica la historia. Elude la aversión entre católicos y protestantes, fuente de guerras y horribles matanzas.
En Innisfree, la fe es una nota de color, no un dogma que promueve la confrontación. Ford tampoco también desdramatiza las querellas que salpican a las pequeñas comunidades y envenenan la convivencia. En las ciudades, los enfrentamientos se diluyen gracias a las distancias y al anonimato inherente a las grandes aglomeraciones. En cambio, en los pueblos los litigios pasan de una generación a otra.
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En Innisfree, la mujer vive sometida al varón, pero Ford le atribuye poder en el ámbito doméstico e ironiza sobre la violencia que soporta. Cuando Sean Thornton arrastra por un prado a Mary Kate Danaher (Maureen O’Hara), la escena discurre con un aire de comedia y el hecho de que una señora ofrezca a John Wayne una vara para que azote a su “bella señora” solo despierta una sonrisa. Ford no justifica la violencia. Simplemente, la vacía de contenido y la rebaja a un incidente menor.
La patada en el trasero que Sean le propina a su mujer solo parece un juego, no una agresión. La viuda Tillane (Mildred Natwick) disfruta de la independencia que le proporciona ser la mujer más rica del pueblo, pero está secretamente enamorada de Will Danaher, un hombre arbitrario y primitivo. Ford parece refrendar la idea de que el sexo femenino no puede resistirse al supuesto encanto de la virilidad más tóxica.
Innisfree encarna la nostalgia del útero materno. Nacer significa ser expulsado de un espacio confortable y seguro. La salida al mundo no es pacífica ni indolora. El recién nacido patalea y grita como un animal acorralado. Sean Thornton emigró a Estados Unidos con sus padres porque Innisfree no era ese útero apacible y suave que enciende la añoranza, sino un territorio inhóspito y miserable.
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En Pittsburgh, creció, maduró y se endureció. Se hizo boxeador y mató a unos de sus contrincantes en el ring. Fue un accidente, pero la culpabilidad le atormenta desde entonces. Colgó los guantes y prometió ser un "hombre tranquilo". Para huir de los remordimientos, regresó a su pueblo natal y compró Blanca Mañana, la pequeña casa donde pasó su niñez. Al volver a Innisfree, no se encontró con la pobreza que empujó a sus padres a emigrar, sino con una sinfonía de colores que evoca el paraíso: el verde de los prados, el azul turbulento de los ríos, el añil de los cielos al atardecer, el naranja de los crepúsculos, la penumbra escarlata del interior de la iglesia.
La primera vez que se cruza con Mary Kate Danaher lleva una falda roja que contrasta poderosamente con el verde de los campos. Tras casarse con ella, Sean siente que ha recuperado el hogar perdido, el útero que le arrojó al mundo, pero ese retorno no será completo hasta cumplir un rito de paso. Tendrá que pelearse con Will Danaher, que se niega a entregar la dote de Mary Kate. Será el precio que pagará por conservar el amor de su esposa e integrarse en la pequeña comunidad de Innisfree.
Al igual que Frank Capra, John Ford no pretende ser un director realista, sino un narrador de fábulas. No le interesa el mundo. Su ingenio está al servicio del mito y no de los hechos, siempre decepcionantes. Innisfree es esa infancia que soñó, un edén que ha borrado todos las injusticias, incluido el agravio de la muerte. El viejo Dan Tobin (Francis Ford) "resucita" cuando oye que Thornton y Danaher está peleando. La noticia le levanta de su lecho de muerte y le arroja al exterior con los pantalones a medio caer. El hombre tranquilo es una película deliciosa, pero naufraga cuando se somete al escrutinio de la razón. El arte está lleno de paradojas. Nos hace amar lo que deberíamos repudiar. El paraíso nunca existió, pero Ford nos hace creer que se parece a Innisfree. Solo un gran maestro podría urdir un engaño tan perfecto.