Azorín no ha escrito esta página, pero lo cierto es que esta página no existiría sin él. Su literatura es el suelo fértil donde han crecido estas frases. No pretendo copiar su estilo. Solo quiero acercarme un poco al manantial del que brotan sus libros. No sé mucho sobre Azorín. Es un viejo amigo, pero siempre se ha mostrado muy reservado. Nos conocemos desde hace cincuenta años. A veces le he propuesto escribir su biografía, pero siempre me ha disuadido, asegurando que los escritores no son nada, salvo palabras que fluyen sin descanso. Palabras que no son las mismas palabras al cabo de los años. La página que se escribió ayer no es la página que se lee hoy o que se leerá mañana. La literatura es como el río de Heráclito. Nunca nos bañamos dos veces en las mismas páginas. Las páginas cambian y nosotros, también.
Azorín dice que su verdadero nombre es nadie y que solo vive en el presente. Eso no significa que no evoque el pasado o no fantasee sobre el porvenir. Simplemente, sabe que el pasado se ha desvanecido y el futuro aún no ha llegado. El presente es lo único real. En él vive el pasado como recuerdo y el futuro como posibilidad.
Azorín habita el presente en un piso de la calle Zorrilla de Madrid. Su apartamento está atestado de libros. Escribe sobre una mesa camilla situada cerca de un balcón. A veces, utiliza máquina de escribir, pero en otras ocasiones agarra una estilográfica y la desliza sobre el papel. Su caligrafía es diminuta. Avanza despacio, como un paseante que camina bajo una lluvia espesa, sorteando charcos de agua. Cuando despega la mirada de las cuartillas, Azorín atisba levemente las hojas de un pruno, cuyo color rojo crea el espejismo de una pequeña aurora alzándose sobre asfalto. Madrid es una ciudad melancólica. Desde una azotea, parece un laberinto habitado por la soledad y el desengaño. Los tejados son pinceladas barrocas y el murmullo de sus calles, una misa de réquiem.
Azorín pasa la mayor parte del día trabajando, pero reserva unas horas para pasear. A la hora del almuerzo, husmea en las librerías de viejo situadas cerca del Ateneo. No le gustan demasiado los libros nuevos. Dice que carecen de historia. Prefiere los ejemplares que han pasado por otras manos y cuyos márgenes reflejan la experiencia de la lectura. No le molestan las anotaciones de otros. Piensa que son como los sedimentos de los estratos geológicos. Las huellas del tiempo siempre aportan enseñanzas.
Al caer la tarde, Azorín busca un cine y se acomoda en su penumbra. La decadencia de las salas cinematográficas le produce mucha tristeza. A veces, solo hay tres o cuatro espectadores. No le agrada demasiado la cartelera. Echa de menos el cine clásico americano y a sus espléndidos secundarios: Thomas Mitchell, Edmond O’Brien, Thelma Ritter. El cine es arte total: palabra, imagen, música. Carece del refinamiento de la ópera, pero puede ser altamente poético. Las elipsis transmiten la fatalidad de la muerte, siempre intempestiva. El ser humano nunca ha logrado despedirse del mundo sin pesar. Puedes cerrar los ojos en paz, pero por dentro sientes que has sido desalojado violentamente de tu hogar. Partir, separarse de la vida, jamás es una experiencia dulce o apacible.
Azorín contempla con indiferencia la historia y la política. Solo le interesan las cosas. Podría estar horas observando el humo de un ferrocarril, un muro blanco o la geometría perfecta de un campo labrado. Desde su perspectiva, no hay cosas pueriles o insignificantes. Todo esconde una secreta poesía. En el temblor de una hoja se advierte el latido del universo. Hay una conexión profunda entre todo lo que existe. La realidad no es un conjunto de leyes físicas, sino un eco infinito. Las pisadas y los susurros no se pierden. Solo viajan por el tiempo.
No lo advertimos porque no sabemos escuchar. El hombre moderno ha perdido el oído. Escuchar es un arte. Los primitivos poetas castellanos sabían escuchar. En Berceo, Jorge Manrique, el Marqués de Santillana o Juan de Mena, hay una finísima sensibilidad acústica. Sus poemas recogen la música del mundo. El verdadero poeta sabe que las imágenes son notas de una sinfonía cósmica.
Azorín ha nacido bajo un cielo con los colores de la paleta impresionista: azules, lilas, carmesíes, blancos y grises. Recuerda esa combinación, exenta de contrastes dramáticos, pero no la fecha en que nació. Dice que las enciclopedias y los diccionarios proporcionan datos erróneos sobre su nacimiento porque no soportan la incertidumbre. En su opinión, la exactitud está sobrevalorada. La novela se equivoca cuando intenta reproducir la vida con orden y coherencia. La vida es desordenada e incoherente. Lo esencial es captar su médula. Hay que llegar adentro y no quedarse con lo de fuera.
Azorín piensa que el escritor solo logra ese objetivo cuando se olvida de la retórica. El mejor estilo es no tener estilo. El agua más pura y fresca carece de sabor. La buena literatura elude la afectación, el retruécano, la pirueta. Cultiva la transparencia, la sencillez, la claridad. La prosa que ignora estas cualidades se vuelve artificiosa, alambicada y, tras un tiempo, muere, convirtiéndose en mármol frío.
El estilo es un misterio. No puede definirse, pero su rasgo más característico es su voluntad de prescindir de todo lo innecesario y fútil. Un buen escritor no añade. Poda sin mala conciencia. Se queda solo con lo imprescindible. No acumula adjetivos. No divaga. No nos fatiga con multitud de pormenores. No pretende anonadarnos con su destreza. Su prosa es rica en ideas y sensaciones, pero rehúye del estrépito. Así escribe Cervantes. Así escribe Stendhal.
Azorín no es completamente fiel a esa concepción del estilo. No abusa de los adjetivos, pero sí divaga y a veces se entretiene con menudencias, pero esas menudencias no son superfluas. Describir minuciosamente un zaguán no es un exhibición de estilo, sino una forma de adentrarse en el interior de una persona. Enumerar las capillas de una catedral y explicar los detalles de un retablo no es un ejercicio hueco, sino una manera de profundizar en el alma de un pueblo.
Azorín es conservador. De joven, fue anarquista. Después, la necesidad de ganarse el pan como periodista en la España de Franco le obligó a elogiar el régimen. Ahora, Azorín es escéptico, pero sigue siendo un hombre de orden. Aprecia mucho la regularidad, la rutina, la paz, el silencio. Hace unos días, le comenté que pronto se cumplirían ciento cincuenta años de su nacimiento y me contestó que siempre había tenido la impresión de vivir a caballo entre el sueño y la vigilia. Quizás la muerte solo es un espejismo o un malentendido.
A mí los sueños me parecen más reales que la vida. Por eso, cuando me cruzo con Azorín en los alrededores del Museo del Prado, no me sorprendo. Siempre tiene el mismo aspecto: pulcro, serio, sereno. Aunque es algo tímido, nunca deja de devolverme el saludo. Cada uno camina en una dirección, pero buscamos lo mismo: una brizna de eternidad a la que aferrarnos para no desaparecer en el tumulto del tiempo. Pero, ay, los dos sabemos que antes o después nos borraremos, como esas ciudades que ha enterrado el polvo y ya nadie recuerda.