“El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte —escribe Octavio Paz—. Ambas son inseparables. Una civilización que niega la muerte, acaba por negar la vida”. Los diecisiete cuentos de El Llano en llamas, que terminó de imprimirse el 18 de septiembre de 1953 en el número 11 de la Colección de Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica, encarnan esa perspectiva, basada en la idea de la vida es una totalidad en perpetua renovación, un inacabable baile entre el ser y el no ser. Fue el primer libro del mexicano Juan Rulfo, autor con una obra tan escueta como esencial.
Rulfo: el cronista de la tierra
Rulfo nació en Apulco el 16 de mayo de 1917. Hijo de una familia terrateniente despojada de sus bienes por la Revolución, perdió a su padre a los seis años, que murió asesinado a balazos por una disputa sobre unas tierras. Su familia se había mudado a San Gabriel, huyendo de la violencia de la Guerra Cristera. La orfandad de Rulfo se volvería aún más trágica con la muerte de su madre, cuatro años después.
El pequeño Juan quedó a cargo de una abuela que carecía de recursos y que para salvarlo del hambre y las penurias lo ingresó en el orfanato Luis Silva. Ya de adulto, Rulfo evocaría esa experiencia con tristeza: “Era terrible la disciplina. El sistema era carcelario. Lo único que aprendí fue a deprimirme. Fue una de las épocas en que me encontré yo más solo, y en donde conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede curar”. Durante el resto de su existencia, Rulfo sería un hombre melancólico e introvertido, que combatía su sufrimiento interior con un humor discreto, exento de estridencias.
En 1930 comenzó a escribir en la revista México y asistió como oyente a la Facultad de Filosofía y Letras. En 1937, logró un empleo en el Archivo para la Secretaría de Gobernación y, más tarde, trabajó como agente de migración en Guadalajara, donde hizo amistad con el escritor Juan José Arreola. En 1946 comenzó a realizar una notable labor fotográfica y, un año después, se casó con Clara Angelina Aparicio Reyes, con la que tuvo cuatro hijos.
En 1945 aparece en la revista América el cuento “Nos han dado la tierra”. Posteriormente, saca a la luz otros relatos y en 1953 sale de la imprenta El Llano en llamas, editado por el Fondo de Cultura Económica. En 1955, aparece Pedro Páramo, corroborando que Rulfo es un maestro capaz de combinar lo real y lo fantástico para desentrañar los secretos de la vida, la cultura y la historia.
Carlos Blanco Aguinaga y Carlos Fuentes celebraron la novela y Jorge Luis Borges, siempre mordaz y poco propenso a los elogios, escribió que era “una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura”. García Márquez evocó la lectura de Pedro Páramo con la conmoción que le produjo La Metamorfosis de Kafka. Tres lecturas sucesivas en apenas cuarenta y ocho horas solo corroboraron su impresión inicial. Susan Sontag se sumó a las alabanzas, afirmando que Pedro Páramo era una de las novelas más influyentes del siglo XX.
Entre 1956 y 1958, Rulfo escribió su segunda novela, El gallo de oro, pero no apareció hasta 1980 y lo hizo en una edición plagada de errores que no se corrigieron hasta 2010, veinticuatro años después de la muerte del escritor, fallecido en 1986.
Rulfo, que desde 1962 ocupó el cargo de director del departamento editorial del Instituto Nacional Indigenista, también cultivó la historia. Su convicción de que “una persona que conoce su pasado confía más en su trabajo y tiene conciencia del lugar donde vive” le llevó a escribir una obra sobre la conquista y colonización de Nueva Galicia, hoy Jalisco.
Como fotógrafo, Rulfo dejó una herencia de 6.000 negativos. Su trabajo se plasmó en varios libros, con imágenes de paisajes, pequeños pueblos, edificios, escritores, familiares y amigos. Además, escribió guiones para el cine, a veces en colaboración de Juan José Arreola, atendiendo a los encargos de Emilio “el Indio” Fernández.
Cuando le preguntaban por qué no había publicado más libros de ficción, Rulfo contestaba con sorna: “Es que se me ha muerto el tío Celerino, que era el que me contaba todas las historias”. Sabemos que Rulfo concluyó otras novelas, como La cordillera, Los días sin flores y En esta tierra no se ha muerto nadie, pero no quiso publicarlas, quizás porque “tuvo el sagrado horror, tan ignorado por muchos, a ser tautológico consigo mismo”, como apunta Luis Sanz de Medrano en su Historia de la literatura hispanoamericana, o porque adoptó un silencio creativo, una poética de lo indecible.
Arreola, sobrecogido por la pérdida de su amigo, afirmó que Rulfo era “la voz de la tierra” y el escritor y periodista mexicano Carlos Monsiváis comentó que la soledad y el silencio se habían quedado sin cronista.
Rulfo mostró una profunda comprensión del tiempo. Su constante invocación del pasado y los difuntos evidencia su interpretación del presente como una secuencia compleja, circular y poliédrica. Sin memoria, la realidad estaría suspendida en el vacío. El presente no es solo el instante que se palpa y se siente, sino un fragmento de una trama infinita. Cada segundo está grávido de pasado y es la semilla del porvenir. Sin embargo, no hay porvenir para los personajes de Rulfo. Atrapados en una tierra árida y maltratada por la historia, su único destino es chapotear en el fango de la tristeza y la desolación.
Para los pueblos precolombinos, el tiempo era un círculo. Solo el ser humano experimentaba la ilusión de vivir una existencia lineal. Nietzsche intuyó que el mundo antiguo había descrito el tiempo con más fidelidad que la cultura occidental, que negó el eterno retorno de lo mismo. Rulfo comparte la perspectiva de Nietzsche, pero esa forma de concebir el devenir solo agrava el dolor de sus personajes. Las injusticias sociales generadas por el latifundismo y el caudillismo han privado a las pobres gentes de Jalisco de experimentar el tiempo en toda su riqueza. Su memoria solo alberga penurias y humillaciones; su presente solo es dolor y frustración; y su futuro, una simple reiteración de lo anterior. Se puede decir que han sido despojados de todo, hasta del tiempo, que para ellos solo es una condena.
'El Llano en llamas': silencios y soledades
El Llano en llamas se inscribe en la tradición de la literatura regionalista, pero trasciende su marco geográfico, planteando temas universales. El paisaje de Jalisco incluye sierras y costas, pero Rulfo presta atención a las mesetas, con sus yermos estériles y su sol implacable. “Nos han dado la tierra” narra la peripecia de un grupo de campesinos a los que el gobierno otorga la explotación de una de esas mesetas, un Llano que no puede cultivarse y en el que casi no se puede hablar, pues el calor reseca la lengua y altera la respiración. Nunca llueve y si cae una gota por error, la tierra se la traga en el acto con una sed ávida y angustiosa. Los campesinos escarnecidos se preguntan por qué el Llano es tan grande y para qué sirve.
Aunque se trata de una historia ambientada en el México rural, la pesadumbre de los campesinos sin tierra se alza como una metáfora universal sobre el malestar del ser humano ante una realidad hostil. La sensación de estar arrojados un lugar inhóspito ha abrumado a nuestra especie desde que despuntó la conciencia. El cuento de Rulfo no alberga la elocuencia del monólogo de Hamlet, pero aborda los mismos temas: el carácter absurdo de la vida, el anhelo de la muerte para interrumpir el sufrimiento, el conflicto entre la voluntad y el destino, la fatalidad ciega y recurrente.
El Llano que recrea Rulfo está saturado de violencia y conductas amorales: asesinatos por una cuestión de lindes, venganzas entre vecinos, incestos, abusos de todo tipo. No hay segundas oportunidades, no hay posibilidades de redención o reconciliación. El odio es tan feroz como el sol que calcina la tierra. La compasión no florece en un lugar con las entrañas muertas.
En “El hombre”, se recrea una persecución despiadada que solo finaliza cuando el fugitivo acaba con la cara hundida en el agua y la nuca agujereada. “En la madrugada” narra el final de un padre que viola a su hija sin experimentar remordimiento. Aunque hay muchas viejas beatas en los pueblos del Llano, nadie observa la moral cristiana. Un instinto ciego e incontrolado domina todo, suspendiendo cualquier objeción moral. No hay valores, solo supersticiones, como se aprecia en “Talpa”, donde madre e hija llevan sobre las espaldas a Tanilo, un joven enfermo convencido de que la Virgen le curará.
En “Macario”, un idiota describe su rutina. Sus palabras, desordenadas y confusas, evocan sus penurias cotidianas, sin interrogarse por sus causas. El hambre es hambre y está ahí, como el sol, la tierra y las cucarachas. ¿Pensó Rulfo en la famosa frase de Shakespeare, según la cual el mundo es el cuento de un idiota, una anomalía ruidosa y sin significado? ¿Macario es la prueba de que el mundo, lejos de ser inteligible, solo es un torbellino indescifrable?
“El Llano en llamas” es el cuento más extenso. Narra las peripecias de un campesino que luchó bajo las órdenes de Pedro Zamora, revolucionario villista. Zamora no es un idealista, sino un forajido despiadado. No respeta ninguna regla. Sus tropas violan y secuestran mujeres, incendian casas y ahorcan con cualquier pretexto. Los federales capturados son brutalmente torturados. Se los obliga a correr por una plaza y se los ensarta con varas como si fueran toros. El narrador contempla con agrado esos crímenes. De hecho, años más tarde siente nostalgia de sus incursiones. Nada le complacía más que “llenar de terror el Llano”, contemplar cómo ardía, devorado por las llamas que oscurecían el cielo.
Tras un tiempo en prisión, el narrador recobra la libertad y se encuentra con una adolescente a la que raptó y violó. La joven ha engendrado un hijo suyo y quiere que lo conozca. Aunque ella dice que es bueno, su padre advierte “algo de maldad en la mirada”. No hay esperanza en el Llano. La crueldad se perpetúa de generación en generación.
Rulfo se abstiene de condenar o de formular valoraciones morales. En esa tierra no es posible la bondad. La injusticia y la pobreza son los causantes de todas las aberraciones que acontecen en esa región olvidada de Dios.
Rulfo mira el mundo desde una perspectiva horizontal. Nunca alude a la trascendencia. Su mirada es profundamente nihilista. Aunque no incluye reflexiones explícitas, se aprecia nítidamente su escepticismo. La crueldad del mundo es incompatible con la idea de un Dios bueno e inteligente.
Rulfo nunca se entromete en la narración. Deja que los hechos hablen por sí solos. Ha asimilado la lección de Flaubert sobre el autor invisible. Ese ocultamiento explica la eficacia dramática de cuentos como “¡Diles que no me maten!”, donde un hijo suplica por la vida de su padre a un coronel que ha ordenado fusilarlo. Ignora que su progenitor asesinó al padre del coronel cuarenta años atrás por una disputa banal. El condenado experimenta “unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado”. Durante décadas, ha vivido escondido y piensa que ya ha expiado lo que hizo, pues su existencia desde que cometió el crimen se ha parecido a la de una alimaña. El hijo no logra el perdón del coronel, pero al menos consigue que ordene emborrachar a su padre “para que no le duelan los tiros”.
“Luvina” es quizás el cuento más poético de El Llano en llamas. Un narrador anónimo habla de Luvina, un pueblo miserable y casi deshabitado, a un interlocutor sin nombre, explicándole que “allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca”.
Luvina está sobre “un lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…”. “Por cualquier lado que se le mire —continúa el narrador—, Luvina es un lugar muy triste. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca”.
En Luvina solo viven los viejos y los difuntos. El viento es áspero y caliente, el sol chamusca la tierra, el agua escasea y el silencio es tan espeso que hace ruido. “Luvina es un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay quien ladre al silencio, pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades”. “Luvina” es la quintaesencia de una poética basada en una estricta poda de lo superfluo y en un objetivismo que excluye lo discursivo. Rulfo es un testigo. No pretende ser un pedagogo o un reformador, sino alguien que se detiene en mitad del camino y contempla el paisaje con unos ojos despojados de prejuicios.
En “Paso del Norte”, Rulfo aborda la tragedia de la inmigración. Los que quieren huir de Jalisco, suelen toparse con la muerte. Las autoridades atajan sus ilusiones a tiros. El territorio de Rulfo es un orbe cerrado. Nada puede escapar de sus límites. En “No oyes ladrar a los perros”, un anciano lleva a hombros a su hijo enfermo. Aunque nunca le ayudó, no ha dejado de lado su obligación de cuidarlo, pero aprovecha las circunstancias para reprocharle su ingratitud y egoísmo. El hijo muere en el camino y el padre no desperdicia la ocasión de lanzarle una última recriminación: “No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza”.
Los políticos y los militares solo agudizan las penurias de la región. En “El día del derrumbe”, un gobernador acude a visitar un pueblo sacudido por un terremoto y pronuncia un discurso retórico que no implica ninguna forma de solidaridad o ayuda. La política no es un servicio, sino un negocio. Las pobres gentes solo pueden esperar algo de su entorno afectivo, pero como sucede en “La herencia de Matilde Arcángel” a veces los padres escatiman el afecto o incluso maltratan a sus hijos. El Llano es una región atávica donde proliferan el incesto, el parricidio y los odios cainitas. También abundan los falsos milagreros, como Anacleto Morones, que abusa de su hija y finge curaciones. Sus engaños prosperan sin apenas resistencia, pues en la mentalidad popular conviven con naturalidad lo real y lo fantástico, lo evidente y lo improbable.
Una poderosa metáfora
“Es inútil excluir a la muerte de nuestras representaciones, palabras e ideas —escribe Octavio Paz— porque ella acabará por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven ignorándola o fingiendo que la ignoran”. El Llano en llamas constituye una profunda meditación sobre la muerte y no incurre en el desprecio por la vida. Rulfo no es un pesimista existencial, sino un escritor desesperanzado en el plano político y social. No atisba el fin de las injusticias y sabe que las revoluciones no son fiestas épicas. Los desheredados de la tierra acumulan odio y resentimiento por las vejaciones sufridas. No sueñan con utopías, sino con incendiar haciendas y ahorcar a latifundistas y capataces.
A pesar de su crudeza, el Llano no es simple desolación. En su paisaje hay una belleza elemental, un misterio sin un ápice de sensualidad, un extraño ascetismo que invita a la contemplación. Quizás la muerte nos suprima a todos, como apunta Paz, pero El Llano en llamas seguirá convocando lectores durante varios siglos. Pocas obras han logrado mostrar con tanta exactitud lo que significa vivir en un mundo tan hermoso como terrible. El Llano de Rulfo no es un simple paisaje de México, sino una poderosa metáfora sobre los abismos de la condición humana y el obstinado deseo de hallar un poco de ternura en medio de la crueldad y el espanto.