'La fiera de mi niña', el esplendor del 'screwball-comedy'
La película protagonizada por Katharine Hepburn y Cary Grant es la cumbre de un género que se puede describir como una suma de ingenio, frescura y elegancia.
Vivimos en un tiempo que exalta la especialización. Se desconfía del ensayista que escribe una novela o del pintor figurativo que realiza una composición abstracta, pero lo cierto es que Howard Hawks nos dejó obras maestras en el wéstern (Río Rojo, 1948; Río Bravo, 1959; El Dorado, 1966), el cine negro (Scarface, 1932; Tener y no tener, 1944; El sueño eterno, 1946) y la comedia (La fiera de mi niña, 1938; Luna nueva, 1940; Bola de fuego, 1940).
Sin restar mérito a otras comedias de Hawks, creo que La fiera de mi niña representa el esplendor de la screwball comedy, la cumbre de un género que puede describir como una suma de ingenio, frescura y elegancia. La fiera de mi niña es la segunda de las cuatro interpretaciones conjuntas de Cary Grant y Katharine Hepburn, dos grandes mitos del Hollywood dorado.
No se convertirían en una pareja tan popular como la compuesta por Katherine Hepburn y Spencer Tracy, que coprotagonizaron nueve películas, pero el contraste entre Grant, capaz de ser tan convincente en el papel de hombre tímido e inocente como en el de seductor sofisticado, y Hepburn, siempre en la piel de mujeres fuertes, independientes y algo masculinas, hace saltar chispas en La fiera de mi niña, creando una sucesión de situaciones hilarantes que se encadenan a un ritmo vertiginoso, sin dejar respirar al espectador, que contempla con regocijo y estupor los embrollos y disparates desencadenados por Katharine Hepburn, un torbellino viviente.
Un leopardo llamado “Baby” desempeña el papel de MacGuffin. Ya se sabe que -según Hitchcock- “un MacGuffin es un aparato para cazar leones en Escocia”. Dado que no hay leones en Escocia, un leopardo puede ser perfectamente un MacGuffin. La función del MacGuffin es impulsar la trama y, en este caso, el leopardo será el artífice del romance entre David y Susan.
En ningún lugar se afirma que solo pueda haber un MacGuffin en una película. De hecho, en La fiera de mi niña, además del leopardo, la clavícula intercostal de un brontosaurio servirá de excusa argumental, dibujando un arco perfecto entre un inicio desalentador y un final tan catastrófico como luminoso.
“Baby” será el condimento que añadirá un saber especial a la historia. Por supuesto, el guion no alberga ninguna pretensión de verosimilitud. La comedia siempre se basa en la hipérbole y la deformación sistemática de la realidad. Sin embargo, su tramoya, que podría definirse como una arquitectura del absurdo, siempre esconde una aguda mirada sobre la realidad.
La fiera de mi niña parece un simple divertimento, pero su concatenación de disparates expresa una filosofía subversiva, según la cual la única forma de alcanzar la felicidad consiste en pulverizar los convencionalismos, especialmente los que se consideran más sagrados e intocables, como el matrimonio, el trabajo y el decoro.
Cary Grant, que nació en 1904 como Archibald Alexandre Leach, fue un niño desdichado y traumatizado. Creció en Bristol en el seno de una familia pobre. Su padre ingresó a su esposa en un sanatorio mental para marcharse con otra mujer y aseguró al pequeño Archie que su madre lo había abandonado. El niño sufrió mucho por esa separación y su padre agravó su sentimiento de orfandad y desamparo al dejarlo en casa de su abuela para poder iniciar una nueva vida con otra mujer.
De adulto, combatiría el dolor psíquico con LSD, yoga, hipnosis y psicoanálisis, pero solo conocería el equilibrio al final de su existencia, con su quinta esposa, Barbara Harris, casi cincuenta años más joven, y con su querida hija Jennifer, fruto del matrimonio con Dyan Cannon.
En cambio, Katharine Hepburn disfrutaría de una niñez apacible y una vida adulta bastante satisfactoria. Nació en 1907 en Hartford, Connecticut, en el seno de una familia acomodada. Su padre era un prestigioso médico y su madre, una feminista que luchó por el derecho al voto de las mujeres y el control de la natalidad.
Katharine se acostumbró a que su familia fuera criticada por sus ideas progresistas y eso imprimió en su carácter la determinación de no dejarse intimidar por ningún obstáculo. De joven, se hacía llamar “Jimmy”, se cortaba el pelo como un chico y era aficionada a nadar en aguas heladas, trepar a los árboles, correr, bucear, jugar al tenis y al golf.
El 3 de abril de 1921 se suicidó su hermano Tom, lo cual le causó una profunda conmoción interior. Se volvió desconfiada e irritable y, durante años, utilizó la fecha de cumpleaños de su hermano, el 8 de noviembre, como si fuera la suya. Con el tiempo, logró superar el trauma y recuperar su gran pasión por la vida.
En su autobiografía, Yo misma: Historias de mi vida, escribió: “Soy feliz. Tengo una temperamento feliz: me gusta la lluvia, me gusta el sol, el calor, el frío, las montañas, el mar, las flores... Bueno, me gusta la vida y he tenido mucha suerte. ¿Por qué no iba a ser feliz? No cierro puertas. No guardo rencor. Realmente lo único que no me vuelve loca es el viento. Me molesta”.
Cary Grant también arrastraba una trágica pérdida. Su hermano John William Elias murió de meningitis tuberculosa en 1900, poco antes de cumplir un año. Aunque no llegó a conocerlo, siempre tuvo la impresión de vivir bajo la sombra del hermano difunto.
Años más tarde, descubrió que Elsie, su madre, no le había abandonado y que se hallaba en un sanatorio mental desde hacía dos décadas. Horrorizado, la trasladó a una lujosa casa con servicio y se ocupó de ella el resto de su vida, colmándola de regalos y atenciones.
Pese a sus distintos orígenes y diferencias de temperamento, Cary Grant y Katharine Hepburn se entendieron enseguida. Tras las cuatro películas que rodaron entre 1935 y 1940, sus carreras tomaron rumbos distintos, pero nunca dejaron de cultivar una relación amistosa y cordial.
Una de las razones de que no repitieran en la pantalla fue que se extendió la idea de que Katharine Hepburn era -como Greta Garbo, Marlene Dietrich y Joan Crawford- “veneno para la taquilla”. Después de varios fracasos seguidos, Hepburn dejó de recibir ofertas.
El público prefería a actrices como Shirley Temple y Ginger Rogers, que encarnaban el ideal de la perfecta esposa americana. Por el contrario, la Garbo, Dietrich, Crawford y Hepburn simbolizaban la rebeldía y el inconformismo. Afortunadamente, el tiempo ha puesto las cosas en su sitio y hoy Shirley Temple y Ginger Rogers palidecen al lado de Katharine Hepburn.
Cuando a Cary Grant le propusieron participar en La fiera de mi niña, no estaba muy convencido de interpretar al tímido y despistado paleontólogo David Huxley, pues se hallaba muy lejos de ser un intelectual y no sabía cómo encarar el papel. Hawks le dijo que solo tenía que imitar a Harold Lloyd, uno de sus ídolos.
Lloyd hacía reír con su rostro impasible y su gestos minimalistas. Grant aplicó ese método a su personaje y consiguió un efecto cómico insuperable. Con unas gruesas gafas de pasta, un traje algo anticuado y la torpeza de un investigador que apenas ha salido del campus universitario, parece imposible que otro actor pudiera haber ocupado su lugar.
Con anterioridad, se había contemplado otras opciones: Ronald Colman, Ray Milland y Robert Montgomery. Los tres rechazaron el papel y hoy nos cuesta trabajo imaginarlos resbalando al pisar una aceituna y aterrizar sobre una chistera o quemando un calcetín después de que su compañero hubiera ardido por azar, dos gags que Grant interpretó con pasmosa naturalidad.
Al comienzo de la película, David Huxley es un muerto viviente. Encerrado en el Museo de Historia Natural de Nueva York, lleva cuatro años trabajando en la reconstrucción de un brontosaurio. Ya solo le falta el hallazgo de la clavícula intercostal para completar el puzle. Se ha prometido con su ayudante, Alice Swallow (Virgina Walker), pero la perspectivas no son muy halagüeñas. Su novia le ha advertido que vivirán como célibes y que su hijo será el esqueleto del brontosaurio al que han dedicado tantos esfuerzos.
David ya se ha resignado a ese panorama cuando irrumpe en su vida Susan Vance (Katharine Hepburn), una joven rica, caprichosa y alocada que enseguida se enamora de él. Durante varios días, sufrirá toda clase de percances y humillaciones por su culpa.
Susan le abollará el automóvil, le romperá el frac y la chistera, le convertirá en ladrón de coches, le despojará de su ropa y le obligará a vestirse con un salto de cama, le sumergirá en un río, le pondrá un cazamariposas en la cabeza y logrará que le arreste un comisario bastante inepto, acusándolo de pertenecer a un peligrosa banda de hampones.
Susan compartirá todas esas desgracias, lo cual no consolará a David, pero lo peor no será esa retahíla de catástrofes, sino que Elizabeth Random (May Robson), tía de Susan, que pensaba entregar un millón de dólares al Museo de Historia Natural de Nueva York, suspenderá la donación, escandalizada por los líos que ha protagonizado
David.
Susan será la destinataria de ese millón y, afligida por lo sucedido, decidirá obsequiar el dinero al Museo. Su gesto servirá de poco, pues la prometida de David romperá el compromiso y el esqueleto del brontosaurio se desplomará cuando ella se suba al andamio empleado para su reconstrucción.
Pese a todo, David reconocerá que nunca se lo había pasado tan bien y admitirá que se ha enamorado de ella. Su existencia era gris y rutinaria y, gracias a Susan, ha descubierto que hay otra forma de vivir, mucho más divertida y espontánea. Se suele escoger a la pareja por razones bastante prosaicas, como la respetabilidad y la posición social, pero David ha comprendido que la mejor compañera no es una persona formal, sino alguien divertido, original e imprevisible.
La fiera de mi niña no sería una obra maestra sin el excepcional guion de Dudley Nichols y Hagar Wilde, y los extraordinarios secundarios. Charles Ruggles interpreta al veterano cazador Horace Applegate, la ya citada May Robson a la tía de Susan, Fritz Feld es un psiquiatra con tics incontrolables, Walter Catlett hace de sheriff del condado y Barry Fitzgerald asume el papel de jardinero fanfarrón y borrachín.
Sería injusto no mencionar a “Baby”, el leopardo, y a George, un fox terrier llamado “Skippy”. El leopardo siente una invencible atracción por el tema “Bringing Up Baby”, un título inspirado en una tira cómica de George McManus publicada en 1913 y llamada “Bringing Up Father”. “Baby” era un leopardo amaestrado que se llamaba “Nisa”.
Hepburn, lejos de tenerle miedo, descubrió que uno de sus perfumes estimulaba sus ganas de jugar y aprovechó la circunstancia para establecer una relación muy fluida con el animal. Admirada por esa cercanía, la domadora comentó: “si miss Hepburn decidiera alguna vez dejar el cine podría llegar a ser una buena domadora. Tiene control sobre sus nervios y, sobre todo, no tiene miedo a los animales”.
“George” muestra menos interés por la música que “Baby”. Prefiere robar la clavícula intercostal y enterrarla el jardín de la tía Elizabeth, una propiedad con varias hectáreas. Cary Grant lo perseguirá con un ridículo traje de montar a caballo, con la esperanza de descubrir dónde lo ha escondido.
Aunque es un sabio despistado y afable, perderá la paciencia con Susan y, en una ocasión, le pegará un pisotón para que le deje hablar. Hepburn, con sus movimientos siempre elegantes y precisos, y unos pocos -pero expresivos- primeros planos, pasará del descaro a la vulnerabilidad. Cuando corre o camina, parece ejecutar una enloquecida coreografía, pero al fijarse la cámara en su rostro, sus ojos se humedecen y su barbilla tiembla. Esos cambios se deben a que se divierte mucho con David y, al mismo tiempo, teme perderlo.
Cuesta trabajo creer que La fiera de mi niña fuera un fracaso. Demasiado inteligente y provocadora, el público prefirió otras comedias más convencionales que hoy ya no se recuerdan. Katharine Hepburn y Cary Grant son dos de los grandes iconos del cine. Las cuatro películas que realizaron juntos ponen de manifiesto la extraordinaria compenetración de dos actores con la capacidad de encender los sueños de millones de espectadores.
Cuando falleció Cary Grant, The New York Times, poco aficionado a escribir editoriales sobre los astros de Hollywood, publicó las siguientes palabras: “Cary Grant no tenía que morir. Todos sabíamos que envejecía -su plateado cabello así lo demostraba- y que su última película quedaba ya veinte años atrás. ¿Pero morir? Nunca. Cary Grant tenía que seguir a nuestro lado como emblema perpetuo de lo que es la elegancia, el encanto, la seducción, la juventud… Era fácil de imitar e imposible de sustituir. También era fácil de amar”.
Katharine Hepburn también poseía encanto, seducción y elegancia, pero, además, transmitía inconformismo, determinación y rebeldía. Al igual que Grant, era fácil de amar. ¿Se puede asegurar que realmente están muertos?
Yo suelo pasar muchas veladas con ellos y siento que están muy vivos. Hace unos días, los escuché cantando Bringing Up Baby, mientras tiraban de la cola de un leopardo intentando que no hiciera una escabechina con un cargamento de patos, ocas y gallinas. Quizás la eternidad ya está aquí y no lo hemos advertido. Para descubrirla, solo hace falta sentarse delante de una pantalla y toparse con Cary Grant y Katharine Hepburn, discutiendo sobre una pelota en un campo de golf.