'El caminante sobre el mar de nubes', de Caspar David Friedrich.

'El caminante sobre el mar de nubes', de Caspar David Friedrich.

Entreclásicos

La edad de la nada y el aprendizaje de la esperanza

Nos ha tocado vivir en una época que rebaja al ser humano a la condición de minúscula brizna en el vendaval del devenir.

13 agosto, 2024 01:41

“La esperanza es el aprendizaje más importante de la vida”, escribió Ernst Bloch, pero desde el siglo XVIII el ser humano no ha escatimado esfuerzos para destruirla. Desechada la esperanza sobrenatural, Nietzsche postuló una nueva utopía: el advenimiento del superhombre.

¿A qué se refería? Aunque suscribe los dogmas del darwinismo social que inspiraron a Hitler, Nietzsche no asocia el concepto de superhombre a la excelencia racial o biológica, sino a un nuevo mandato anunciado al mundo por Zaratustra: “¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!”.

Lo que caracteriza al superhombre es el amor a la tierra, una pasión que se manifiesta en la exaltación del instante y la aceptación de la finitud. Los humanos son la única especie que presta atención al pasado y al porvenir. De ahí que vivan sumidos en la melancolía y el miedo, la nostalgia y la incertidumbre. El superhombre solo piensa en el instante. Todo lo que está más allá no le preocupa.

No conoce el sentimiento de culpa y no pierde el tiempo especulando sobre el mañana. Sabe que la vida es injusta e imperfecta, pero no se le ocurre maldecir el dolor. Al revés, lo abraza con coraje, convencido de que el sufrimiento añade espesor y profundidad a la existencia.

Nietzsche goza de una enorme popularidad. Algunos lo consideran un liberador por sus ataques al cristianismo, pero lo cierto es que su filosofía trágica no ha logrado persuadir a casi nadie. El ser humano no ama el dolor y acepta su finitud a duras penas. Spinoza ya advirtió que anhelamos perdurar indefinidamente. La pérdida de la esperanza y el horror ante la muerte inspiraron la filosofía existencialista, según la cual somos fruto del azar y nuestro destino es morder el polvo.

La existencia se parece a la condena de Sísifo: un esfuerzo inútil, una tarea estéril, un rutina absurda. Aunque ya no esté de moda, el existencialismo sigue muy presente en la mentalidad colectiva de los europeos. Todos somos Antoine Roquentin, el personaje de Sartre, abrumado por el carácter ilógico y arbitrario del universo. Y, al mismo tiempo, soportamos la misma desorientación moral que Meursault, el extranjero de Camus, hambriento de certezas y valores, pero incapaz de hallar algo a lo que agarrarse.

El filósofo rumano Emil Cioran fue más allá del existencialismo. Si la vida es absurda y solo proporciona sufrimiento, ¿por qué soportarla? ¿No sería más lúcido librarse de ella? ¿No es más perfecta la nada que el ser? “No corremos hacia la muerte -escribe Cioran en Del inconveniente de haber nacido-; huimos de la catástrofe del nacimiento. […] Nos repugna, es verdad, considerar al nacimiento una calamidad: ¿acaso no nos han inculcado que se trata del supremo bien y que lo peor se sitúa al final, y no al principio, de nuestra carrera?  Sin embargo, el mal, el verdadero mal, está detrás, y no delante de nosotros. Lo que a Cristo se le escapó, Buda lo ha comprendido: ‘Si tres cosas no existieran en el mundo, oh discípulos, lo Perfecto no aparecería en el mundo...’. Y antes que la vejez y que la muerte, sitúa el nacimiento, fuente de todas las desgracias y de todos los desastres”.

El nihilismo de Cioran es una consecuencia lógica del materialismo. Si el universo surgió por causas puramente aleatorias y su futuro es la muerte térmica, la conciencia solo es una desgracia, pues nos revela la insignificancia de la vida. El cosmos brotó de la nada y volverá a ella, borrando cualquier huella de su devenir.

Las notas de la novena sinfonía de Beethoven, los sonetos de Shakespeare y los vitrales de las catedrales góticas algún día se perderán sin remedio. Cioran añoraba ser un mineral, pues las piedras no pueden reparar en esa deriva hacia el no ser. De todos los crímenes posibles, no hallaba ninguno más injustificable que ser padre. Engendrar vida en un oficio de verdugos, pues condenamos a muerte a un ser que convivirá con la idea de finitud apenas despunte su conciencia racional. Cada día se parecerá a la espera de un reo de pena capital que ignora la fecha de su ejecución.

Algunos filósofos y literatos elogian la finitud, a veces con un argumento bastante razonable: sin la muerte, no se renovaría la vida. Cada individuo es irrepetible y puede aportar grandes innovaciones. Si las generaciones no se sucedieran, no habría progreso material ni moral. Es lo que sostienen Montaigne, Borges, Hans Jonas y Hanna Arendt. Es una reflexión que admite pocas objeciones, pero que no anula la perspectiva espiritual del platonismo.

Desde hace más de veinte siglos, la humanidad especula que el ser no se agota en la materia, el tiempo y el espacio. Platón habla del Mundo de las Ideas, Jesús de Nazaret anuncia un Reino espiritual, Buda enseña el camino hacia el Nirvana. Gracias al sacerdote católico belga Georges Lemaître, sabemos que el universo tuvo un principio. Hace 13.800 millones de años, se produjo una explosión o Big Bang que generó el continuo espacio-tiempo.

Al terminar la inflación cósmica inicial, el universo se enfrió progresivamente hasta posibilitar la formación de partículas subatómicas y, más tarde, simples átomos. Nubes gigantescas de estos elementos primordiales se agruparon gracias a la gravedad y de ese modo aparecieron las estrellas y las galaxias.

En 1929, Edwin Hubble descubrió el corrimiento al rojo de las galaxias, lo cual demostró que el universo realmente se expandía, y en 1964 se detectó la radiación cósmica de fondo, un eco del Big Bang, una especie de fósil que confirma la hipótesis de Lemaître.

Si el universo tuvo un principio, ¿cabe aventurar que tendrá un final? Según la segunda ley de la termodinámica, la cantidad de entropía del universo tiende a incrementarse en el tiempo, lo cual significa que el continuo espacio-tiempo colapsará algún día y el cosmos se convertirá en un lugar frío y oscuro, sin materia ni energía. Será como un reloj que ha dejado de funcionar y no es posible reparar.

Si el universo tuvo un principio, no pudo ser material, espacial o temporal, pues nada de eso existía antes del Big Bang. Por lo tanto, la matriz de todo lo que existe es algo radicalmente distinto y no parece ser una fuerza ciega, sino un principio inteligente e inteligible. Si observamos el universo, todo parece perfectamente ajustado.

Hay cuatro fuerzas: gravitatoria, electromagnética, nuclear débil y nuclear fuerte. Si la fuerza nuclear fuerte fuese un 0,5% más o menos intensa de lo que es, en el interior de las estrellas no se produciría carbono y sin carbono, no sería posible la vida tal como la conocemos. La vida tampoco habría surgido sin la constante cosmológica, introducida por Einstein en su ecuación cósmica y más tarde rechazada por él mismo.

Hoy se considera una hipótesis altamente probable, pues el universo parece estar acelerándose. Si se confirma su existencia, su valor sería de una enorme precisión, pues habría establecido la velocidad de expansión necesaria para la aparición de la vida. Una expansión demasiado rápida o demasiado lenta habrían impedido la formación de galaxias y estrellas. Si reparamos en estos datos y otros similares, atribuir la aparición de la vida a una combinación de azar y necesidad parece poco convincente.

El materialismo nos confina en un cubículo muy estrecho y nos priva de esperanza. Sin embargo, “somo seres de esperanza”, como afirma Olegario González de Cardedal. “Aguardamos confiadamente la realización de nuestros anhelos. En la historia ciertos signos nos abren a otra realidad, que nosotros no habíamos sospechado. Es una esperanza nueva y una esperanza mayor”.

El superhombre de Nietzsche nos recluye en el instante. En cambio, la esperanza ensancha la vida. Nos ha tocado vivir en una época que rebaja al ser humano a la condición de minúscula brizna en el vendaval del devenir. Creo que vendrán tiempos mejores y volveremos a percibir el porvenir como una promesa de plenitud.

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