John Ford, el cineasta de las mil caras
- Temeroso de que se averiguara que era un hombre sensible y un artista, se construyó un exterior de piedra, un personaje que poder interpretar.
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A John Ford no le habría gustado el cine que se hace hoy en día. A mí, tampoco, salvo excepciones como las películas de Clint Eastwood o rarezas como Comanchería (David Mackenzie, 2016) y Wind River (Taylor Sheridan, 2017). Por cierto, no es casual que el guion de ambos filmes sea de Taylor Sheridan. John Ford mentía sin mala conciencia. Afirmaba que su padre llegó a Estados Unidos para luchar en la Guerra Civil, cuando en realidad no puso los pies en el "tierra de los hombres libres y el hogar de los valientes" hasta siete años después de la batalla de Appomattox. Yo carezco de la audacia y el ingenio de Ford para urdir mentiras tan colosales, pero celebro su fantasía. Un buen relato siempre es mejor que la decepcionante realidad.
Hay que imprimir la leyenda, aunque implique no ser fiel a los hechos. "Profundamente tímido, amaba el acto físico de realizar películas porque era lo único que le permitía salirse de sí mismo —escribe Joseph McBride, autor de Tras la pista de John Ford, una de las mejores biografías sobre el cineasta—. Temeroso de que se averiguara que era un hombre sensible y un artista, se construyó un exterior de piedra, un personaje que poder interpretar. Era el cascarrabias Jack Ford, el hombre que hacía filmes del Oeste, a medio camino entre un irlandés contradictorio y temperamental, y un individualista inflexible, cien por cien anárquico, de Nueva Inglaterra".
Se ha acusado a Ford de machista y racista, pero sus películas desmienten esos reproches. La doctora Cartwright, interpretada por Anne Bancroft, es una mujer independiente que se enfrenta a la puritana e hipócrita Agatha Andrews (Margaret Leighton), directora de una misión en Siete mujeres (1966), la última película del cineasta. Lejos de ser una mujer sumisa, Cartwright no esconde su desdén por los convencionalismos y no se deja amedrentar por la violencia de los bandidos que asaltan la misión. No es la única mujer de gran temperamento en el cine de Ford. Maureen O’Hara, su actriz fetiche, destila bravura en casi todas sus apariciones, incendiando la pantalla con su fiereza y su melena pelirroja.
En cuanto al supuesto racismo, Ford estrenó en 1948 Fort Apache, la primera película que mostraba abiertamente las injusticias infligidas a los pueblos nativos. En 1964, volvió a incidir en esa espinosa cuestión en El gran combate, donde narra las penalidades de trescientos indios Cheyenne que huyen de la reserva para regresar a su hogar. La aversión de Ford al racismo también se manifiesta en El sargento negro (1960), que reivindica la aportación de los afroamericanos a la Caballería y airea la obscenidad de los linchamientos, una horrible tradición que se cobró la vida de 4.400 estadounidenses negros entre 1887 y 1950.
En El sol siempre brilla en Kentucky y El joven Lincoln, una turba intenta linchar a unos inocentes. Sin embargo, se topa con un entrañable y valiente juez, y un carismático Lincoln en el inicio de su carrera política. La muchedumbre retrocede gracias a una mezcla de fuerza y persuasión. El juez y Lincoln argumentan con serenidad, pero dejan muy claro que no se limitarán a utilizar palabras. El juez esgrime una pistola y Lincoln explota su colosal fortaleza física, desafiando a uno de los matones que animan a la multitud a colgar a los sospechosos. Como señala McBride, el cineasta no aceptaba ninguna forma de discriminación o injusticia.
De hecho, se negó a colaborar con el macartismo y encargó el vestuario de sus películas a un conocido homosexual, cortando de raíz cualquier comentario ofensivo o despectivo. Ford podía ser hiriente y violento, pero era un hombre justo. La trilogía social (Las uvas de la ira, La ruta del tabaco y ¡Qué verde era mi valle!) evidencia que Ford albergaba sinceras preocupaciones por las clases más humildes. Aunque se hizo republicano con la edad, nunca ocultó su hostilidad al capitalismo salvaje que explota al trabajador.
Las nuevas generaciones muestran poco interés por el cine clásico, pero los cinéfilos, con independencia de su edad, admiten unánimemente que John Ford es el director más grande de todos los tiempos, una especie de Homero o Shakespeare del séptimo arte. ¿Por qué goza de ese reconocimiento? No hay un solo motivo. Su estilo es una de las claves de la admiración que suscita. Extraordinariamente preciso, Ford solo necesitó doce mil metros de película para rodar El joven Lincoln, una cifra asombrosa, si tenemos en cuenta que George Stevens llegó a emplear doscientos cincuenta mil en varios de sus filmes.
Si hubiera que seleccionar algunos adjetivos para definir su estilo, creo que lo más adecuados serían transparencia, inmediatez, naturalidad
Esa economía de medios no solo era fruto de la precisión, sino una forma de preservar la versión original de la película. Ford no quería que su obra sufriera mutilaciones en la sala de montaje o se alterara su ritmo. Su propósito era garantizar un concepto del cine que excluía cualquier artificio. Su idea de la dirección es artesanal, no artística. Por eso la cámara nunca delata su presencia. No pretende expresar un punto de vista, sino ser un testigo imparcial. Lo esencial no son los planos, sino la trama.
Si hubiera que seleccionar algunos adjetivos para definir su estilo, creo que lo más adecuados serían transparencia, inmediatez, naturalidad. Ese clasicismo no es incompatible con la poesía. De hecho, Ford salpica su obra con notas líricas, como el pañuelo de Doc Holliday (Victor Mature) suspendido sobre una valla después de su muerte en Pasión de los fuertes, las flores que Olivia (Joanne Dru) entrega en La Legión invencible al capitán Nathan Brittles (John Wayne) para la tumba de su mujer o la flor de cactus que aparece una y otra vez en El hombre que mató a Liberty Valance.
Al margen del estilo, John Ford creó un universo propio, con unos temas muy definidos que reflejaban su concepción de la vida. Ford era un patriota. Se enorgullecía de su nacionalidad estadounidense, pero no ignoraba que el sueño americano escondía sombras: racismo, violencia, desigualdad. Sin embargo, admiraba la epopeya de un país que se había forjado con el trabajo y la abnegación de los pioneros, gente sencilla que había labrado la tierra y construido un hogar en lugares salvajes, donde sobrevivir al paso de las estaciones, los forajidos y los nativos hostiles no era fácil. Esos hogares acabaron tejiendo una comunidad que se extendió cada vez más hasta formar un país. Para Ford, la noción de hogar siempre tuvo una extraordinaria importancia. El ser humano necesita raíces. No puedo sobrevivir solo.
Pasión de los fuertes relata la historia de Wyatt Earp y el famoso duelo en OK Corral, pero sobre todo refiere cómo se gesta una comunidad. La escena en que Wyatt (Henry Fonda) baila en la incipiente estructura de la iglesia de Tombstone con Clementine (Cathy Downs) es una de las piedras fundacionales de una comunidad que intenta librarse de la violencia y crear una ciudad próspera y pacífica. La escuela y el periódico desempeñan una función similar en Shinbone. El cine de Ford recrea el nacimiento de una nación levantada por familias humildes que huían de la pobreza y el desarraigo. Desgraciadamente, ese proyecto se materializó a costa la esclavitud y la limpieza étnica, algo que no ignora ni elude Ford.
El personaje de Ethan Edwards en Centauros del desierto muestra la carga de odio y fanatismo de los colonos. Interpretado por John Wayne, Ethan concibe a los nativos como alimañas y desea exterminarlos. Los comanches matan a su familia, pero Cicatriz, el jefe del grupo que perpetra la matanza, actúa de ese modo por venganza. Su mujer y sus hijos fueron asesinados por la Caballería y anhela devolver el daño sufrido. Ethan y Cicatriz son espíritus gemelos. Son la faz más sombría de la epopeya americana, ese otro lado que Ford esconde en filmes como Río Grande o que solo muestra parcialmente, como en La Legión invencible, cuando el capitán Nathan Brittles parlamenta con una anciano jefe indio sobre el sufrimiento causado por las guerras.
El humor y los secundarios son rasgos recurrentes en el cine de Ford. El humor a veces es festivo y luminoso, como en La taberna del irlandés, pero en otras ocasiones está matizado por la melancolía. Es el caso de La ruta del tabaco, donde la sonrisa se congela al reparar en la miseria de la familia Lester. "Soy un director de comedias que hace películas tristes", reconoció Ford. La importancia de los secundarios no es un simple recurso narrativo, sino la forma de situar las empresas colectivas por encima de las epopeyas individuales.
El mundo que surgió en los sesenta lo escupió sin piedad. Acusado de reaccionario, la obra de Ford pasó por un auténtico purgatorio
Tom Doniphon no se siente obligado a intervenir para acabar con las correrías de Liberty Valance, pese a que es el mejor gatillo de la región. Solo le interesa su rancho y su relación con Hallie (Vera Miles), su prometida. Su actitud acabará convirtiéndole en un paria. Aunque libra a Shinbone de Liberty, es incapaz de adaptarse a la nueva vida del Oeste. Su destino es el desarraigo.
La historia de Tom Doniphon es la historia de John Ford, pues el mundo que surgió en los sesenta lo escupió sin piedad. Acusado de reaccionario, su obra pasó por un auténtico purgatorio. El poeta de la tierra se transformó en un extraño en su propio país. Desarraigado e incomprendido, Ford murió en 1973 y pasó una década sumido en el olvido. Un fin terrible para alguien que luchó contra el efecto devastador del tiempo. Sin llegar más lejos, Innisfree es una metáfora de la eternidad, un lugar que intenta frenar el paso del tiempo con sus viejas costumbres. La tradición a veces solo es un dique construido contra el devenir.
John Ford ya es una leyenda. Una leyenda auténtica y no una fábula. Su cine ha trascendido su marco cultural y geográfico. Su grandeza es incuestionable. El cine actual quizás ha dado la espalda a su estilo, pero ese desaire no ha logrado desdibujar su legado. De hecho, las películas de hoy en día casi nunca dejan huellas en la memoria. En cambio, El hombre tranquilo, Centauros del desierto y Las uvas de la ira permanecen como grandes catedrales inmunes a los estragos del tiempo. Quizás no reciben tantas visitas como antes, pero sus películas no cesan de inspirar artículos, ensayos y estudios críticos, lo cual revela que aún están vivas.
Embustero, hiperbólico y provocador, Ford nunca ha dejado de impartir lecciones sobre cómo relacionarse con la sociedad, el mundo y la naturaleza. Su cine siempre es un viaje interior. Nos enseña a celebrar la vida y a soportar la adversidad con estoicismo. Nos recuerda que la sonrisa es lo que nos hace humanos. Y, sobre todo, nos ayuda ser más indulgentes con las flaquezas propias y ajenas.