Antonio Vega en 2006. Foto: Iago Pillado

Antonio Vega en 2006. Foto: Iago Pillado

Entreclásicos

El patio de recreo de Antonio Vega

Publicada

Nos separaban seis años, pero los dos crecimos en la España del franquismo, cuando ser niño significaba aprender de memoria los 27 puntos fundacionales del Movimiento Nacional y soportar la furia de una regla de madera, recordándonos que vivíamos en un país gobernado por el odio y la mentira. Nos acostumbramos a escuchar en tristes aulas con pizarras polvorientas que España tenía vocación de imperio, pero en realidad todo parecía mezquino y pequeño. Los pequeños televisores en blanco y negro mutilaban las películas de Hollywood, escamoteando adulterios y actos de rebeldía.

Los libros y los vinilos soportaban el escrutinio de hombres con el poder de condenarlos a la sombra y el silencio. Nos sentíamos humillados y amordazados, pero un día escuchamos unas notas que no se parecían a las melodías habituales de la radio. La memoria nos dice que tal vez eran los Beatles, pero la memoria casi nunca es fiel al pasado y prefiere complacer a las ilusiones del presente.

Esas notas nos hablaban de noches interminables que se ondulaban como llamas y crepitaban como estrellas. Solo teníamos nueve o diez años, pero tú decidiste que te gustaría arder en ese estrépito de infinitos efímeros, bailando entre excesos y tabúes, feliz de sentir bajo tu piel un río de plata cortejado por amapolas destripadas.

A los catorce años, vi correr a una multitud por la Gran Vía, huyendo de los botes de humo y las pelotas de goma. Con algo menos de cincuenta kilos, cuando los caballos de la Policía Armada pasaron a mi lado, sentí que mi cuerpo era un pájaro a punto de ser pisoteado por una hueste de almas huecas. Aún recuerdo las imágenes del funeral de los abogados de Atocha, hombres y mujeres alzando el puño y derramando lágrimas de impotencia.

Aún recuerdo a Arturo Ruiz, asesinado con solo diecinueve años por el disparo de un ultraderechista. Los antidisturbios escupieron sobre su sangre y rompieron la cruz improvisada con dos palos por unos vecinos. Aún recuerdo a Mari Luz Nájera, abatida por un bote de humo que impactó en su cabeza. Aún recuerdo esos siete días de enero que mostraron al mundo las entrañas negras del franquismo, una alimaña herida que se resistía a morir.

La Transición no acabó con esos contrastes. Solo ahogó la utopía de un mundo diferente

¿Dónde estabas tú entonces? Los dos crecimos en hogares de una burguesía ilustrada que contemplaba desde lejos los barrios de las afueras, con sus parques de árboles raquíticos y sus descampados llenos de chabolas. La Transición no acabó con esos contrastes. Solo ahogó la utopía de un mundo diferente. La aurora que se demoraba colapsó en el centro de Madrid, con sus bares en penumbra, sus traficantes de sueños y sus callejones hediondos.

La espuma de los ochenta multiplicaba las hogueras rodeadas por crestas moradas y lutos festivos. Era tentador jugar con una calavera, pintarla de amarillo y mirar por sus cuencas vacías. No he olvidado a los amigos perdidos y aún me duele haber contemplado su caída. Nos separan seis años y una décima de segundo. Luchamos con gigantes y perdimos. Solo nos queda el silencio y un sabor amargo que baja por la garganta hasta explotar en el estómago.

Los alfilerazos de la heroína reinventaron tus huesos. Las noches de abstinencia alimentaron la fantasía de no ser. La heroína es una reina loca que aúlla en un torreón, una melodía que envenena el alma, un aquelarre iluminado por el fluorescente de una letrina. Los ochenta acabaron, pero el polvo blanco se había convertido en ese último cliente que se niega a marcharse de un bar, pese a que el alba comienza a despuntar en las azoteas. Entre altos edificios de hormigón, la heroína era una bandada de cuervos negros que picoteaban brazos raquíticos y con las venas obstruidas.

Las farmacias vendían jeringuillas de insulina con la misma solemnidad que un druida preparándose a hundir su cuchillo en una piedra sacrificial. Los yonquis se ocultaban debajo del puente de la Plaza de España o detrás de un arbusto del Parque del Oeste, impacientes por sembrar en sus venas espectros que gemían como perros maltratados.

La habitación de un motel con las sábanas sucias era tu patio de recreo. Entre sus paredes desnudas, bajabas los párpados y oteabas un mar lejano lamiendo la orilla de un bosque en movimiento. La heroína desordenaba suavemente tu pelo y arrebataba la luz de tus ojos. En esas fechas, la Movida ya solo era un recuerdo que nadie amaba. Vivías entre el vértigo y el terror, sospechando que tu vida solo era el sueño de otro. Cuando tu mirada se asomaba a un espejo, te asaltaba el miedo de ser dos.

Nunca te dejaste engañar por la alegría de la Movida. Nunca te enamoraste de los cementerios ni de las cruces de plata ni de los zombis afligidos por una inmortalidad no deseada. Sabías que la infelicidad era mucho más real que cualquier juego. Sabías que la soledad es la certeza de vivir en una casa vacía, pese a que otros pasen a tu lado, abriendo y cerrando puertas.

Sabías que el fracaso es un poema que se muere en los últimos versos, incapaz de hallar las palabras que justifican su canto. Estabas acostumbrado a perder, pero la pérdida de Marga oscureció definitivamente tu mirada. Ya no estás aquí, pero nos quedan tus palabras y tus silencios.

Tus palabras son el jardín donde otros respiran. Contemplo los viejos vinilos donde escuché tu voz por primera vez y sonrío al saber que me esperas en un océano de sol, dibujando círculos sin fin. El mundo nos abruma. Soportamos una indeseada fragilidad, pero los dos hemos conocido un amor descomunal que nos ha revelado la impotencia de la muerte para separar a los corazones encendidos por el sueño de la eternidad.