André Malraux: historia de un soñador
- La vida del escritor y aventurero está llena de magníficos gestos y hechos asombrosos, como su participación en la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial, pero también esconde una parte oscura.
- Más información: Baudelaire, Highsmith, Burroughs: el paradójico encanto del mal
El traslado de los restos de André Malraux al Panteón de París constituyó el último episodio de una existencia presidida por la angustiosa necesidad de encontrar alguna forma de inmortalidad. Desde sus primeros libros, Malraux habla de “matar la muerte” y, de hecho, esa obsesión le acompañará a lo largo de toda su obra. Aunque nunca ocultó su escepticismo ante los dogmas religiosos, reconoció que el ser humano necesita a los dioses, pues únicamente ellos pueden “ligar al hombre al infinito”. Por eso, “el siglo XXI será religioso o no será”, ya que de “Dios nadie puede escapar”.
Malraux encontró en la literatura y el arte esa trascendencia sin la cual la vida le parecía algo pueril y gratuito. Tal vez eso explique su empeño en construir una biografía que le garantizara un lugar en la memoria de los hombres. Hay que reconocer que, si ese era su propósito, lo consiguió con creces. Su trayectoria vital solo puede compararse con la azarosa vida de Lawrence de Arabia. De hecho, nos ha dejado un libro inconcluso sobre las peripecias del aventurero inglés. El título de la obra es revelador: El demonio del absoluto.
“Parecía que Lawrence —escribe Malraux— estuviese apartado de todo lo que, para la mayor parte de los hombres, constituye la vida misma. Era de esos que ante la vida han preferido una parte de lo absoluto o de lo divino, haciendo de ello su uniforme, la sotana visible o escondida. Lo que turbaba a todos en Lawrence era que estuviese al servicio de un absoluto del que la causa árabe era solo una faceta, y cuya naturaleza parecía ignorar él mismo”.
Al igual que la biografía de Lawrence de Arabia, la peripecia vital de Malraux está llena de magníficos gestos y hechos asombrosos. Su pasión por la arqueología y las lenguas orientales lo llevaron hasta China en 1925, donde comenzó su aprendizaje de escritor comprometido y hombre de acción.
Su implicación en las protestas revolucionarias que años más tarde desembocarían en la guerra civil entre comunistas y partidarios de Chiang Kai-shek se convertiría con el tiempo en La condición humana, una extraordinaria novela que pertenece al reducido círculo de los libros realmente necesarios. En sus páginas, reflexiona sobre la revolución, el terrorismo, el compromiso político, el erotismo, la muerte. La acción transcurre en Shanghái en 1927 y alberga momentos de una dolorosa intensidad: la imagen inicial del terrorista Chen rasgando la muselina de un mosquitero para clavar su cuchillo en el vientre de un enemigo dormido, la espeluznante escena en la que los soldados de Chan Kai-shek arrojan vivos al fuego de una caldera a los prisioneros comunistas, la muerte de Chen, que no desea desprenderse de su malestar interior, pues alimenta su deseo de luchar por todos los medios.
Chen refleja las contradicciones de la violencia política. Se lamenta de su soledad, pero es incapaz de sentir amor. Cuando otro personaje le pregunta qué sintió después de consumar su primera relación sexual, contesta que orgullo, cerrando los dedos con crispación. “¿De ser un hombre?”, pregunta el otro. “De no ser una mujer”, responde Chen con desprecio. Chen no aspira a la gloria ni a la felicidad: solo desea la muerte, porque únicamente ella puede imprimir algún sentido a su vida.
La angustia de no ser más que un hombre le empuja a la violencia: “es preciso que algo sea seguro y matar lo es". Al igual que otros activistas políticos, Chen desecha las dudas y solo se alimenta de certezas. Forma parte de un grupo “unido en una estrecha colectividad trágica". Ante la interrogación de un pastor protestante que le pregunta si ha recuperado la fe perdida, contesta que no busca la felicidad. El religioso le recuerda que también existe la paz. “No. Para mí, no. Además, yo no busco la paz. Busco... lo contrario”. Al militante político le mueve la sed de absoluto; por eso, tiene “algo de loco, pero también algo de sagrado: lo que siempre tiene de sagrado la presencia de lo inhumano”.
Cuando más adelante uno de sus camaradas le pregunta si ha hecho del terrorismo una especie de religión, Chen replica que para él la destrucción no es una religión, sino el único medio de poner fin a la incesante búsqueda de principios y deberes. La violencia es algo concreto que borra cualquier incertidumbre. Chen es como “una luciérnaga que segrega su propia luz, en la cual se va a destruir...”. Tal vez, el hombre mismo no sea otra cosa. “Siempre encuentra uno el espanto en sí mismo —señala Chen—. Basta con buscarlo lo suficientemente profundo”.
La idea de la soledad y de comunión con otros hombres recorre toda la novela. Kyo, un joven intelectual comunista, intenta escapar al vacío mediante el erotismo y la acción política. Todo resulta más sencillo cuando uno no se encuentra solo. Incluso la muerte toma otro aspecto. En cambio, nada resulta más atroz que verse obligado a buscar refugio en uno mismo.
La muerte de Katow —un comunista ruso que lucha con sus camaradas chinos— responde a la necesidad de romper ese aislamiento. Katow cede su cápsula de cianuro a dos prisioneros condenados a morir quemados vivos. Aunque le aguarda la misma suerte, prefiere una muerte horrible al espantoso suplicio de sentirse cercado por la soledad. La solidaridad con otros hombres es más fuerte que la muerte. Solo ella puede vencer el sentimiento de soledad y desamparo.
El viejo Gisors —una especie de monje entregado a la contemplación— tiene la convicción de que “todos sufren y cada uno sufre porque piensa. En el fondo, el espíritu del hombre no piensa más que en lo eterno, y la conciencia de la vida no puede ser más que angustia. No hay que pensar en la vida con la imaginación, sino con el opio. ¡Cuántos sufrimientos, esparcidos en esta luz, desaparecerían, si desapareciese el pensamiento!”.
El sufrimiento es inherente a la naturaleza humana, pues “es muy raro que un hombre pueda aceptar su condición de hombre”. Oriente combate esta paradoja mediante el opio y el hachís; Occidente se refugia en el amor. “Quizá el amor sea —reflexiona Gisors— el medio que emplea el occidental para emanciparse de su condición de hombre”. El barón de Clappique —un aristócrata extravagante y algo absurdo atrapado por la guerra en una trama que le desborda— combina el sexo y las drogas en un esfuerzo desesperado por ignorar la vida y oscurecer la conciencia. Chen resuelve el conflicto mediante el odio y la destrucción.
En 1934, Malraux organiza una exploración aérea para encontrar la capital de la Reina de Saba en el sur de Yemen. La expedición casi le cuesta la vida, pues le sorprende en pleno vuelo una tormenta de granizo. Malraux ha relatado el incidente en las Antimemorias. En unas páginas memorables, cuenta que mientras el aparato caía en picado sobre las rocas desnudas de un paisaje lunar, pensó en la línea de la vida de su mano. Su dilatada extensión se contradecía con la perspectiva de un accidente fatal. Cuando el choque parecía inevitable, el piloto logró enderezar el aparato y evitar la catástrofe. La muerte había quedado atrás y Malraux escribió en su memorias: “Cuando me maten de veras, ¿no volveré en una hora semejante, para ver la vida humana surgiendo poco a poco, como el vaho y las gotas en los vasos helados?”.
En 1935, Malraux se desplazó a la Alemania de Hitler acompañado por André Gide. Ambos abogaron en favor del dirigente comunista Dimitrov, al que los nazis acusaban del incendio del Reichstag. La experiencia le inspiró El tiempo del desprecio. El relato, que apenas ocupa sesenta páginas, tiene, no obstante, el mérito de erigirse como una de las primeras denuncias contra Hitler en una Europa que se empeñaba por aquel entonces en cerrar los ojos ante la amenaza del nazismo.
Un año después, Malraux se trasladó a España para participar en la defensa de la Segunda República. A los tres días escasos de comenzar la guerra, aterrizó con su mujer en Madrid, donde fueron recibidos por Max Aub y José Bergamín. El escritor ya había visitado la capital unos meses antes. En esa ocasión, había conocido personalmente a Azaña y a otros líderes políticos. Esas entrevistas facilitaron enormemente su determinación de contribuir al esfuerzo de guerra. Cuando llegaron las Brigadas Internacionales, ya había organizado una escuadrilla de aviación que se llamó en un principio España y que más tarde tomaría el nombre del escritor.
Su participación en la guerra civil española quedó reflejada en La esperanza, publicada en diciembre de 1937. El verdadero protagonista de esta novela no son los personajes que articulan el relato, sino el pueblo español en su lucha contra el fascismo.
La esperanza se llevó al cine con muchas dificultades. El desmoronamiento del frente de Aragón motivó que las últimas escenas se rodaran en unos estudios de París. Max Aub, que participó en el rodaje como ayudante de dirección, nos ha dejado un retrato espléndido de las peripecias que impidieron finalizar la película en suelo español. El equipo de rodaje tuvo que huir de Barcelona y más tarde de Figueras ante el avance de las tropas de Franco. “Seguimos hacia la frontera (...) y el 5 o 6 de febrero logramos pasar, ante ojos asombrados, aquel avión cortado por la mitad que llevamos a los estudios de Joinville”.
Aquel armatoste era imprescindible para la filmación de las últimas secuencias, pero la avalancha humana que huía hacia Francia no estaba al corriente de estas vicisitudes. Solo veía a un insólito artefacto que se abría paso entre la muchedumbre. Aquel extraño objeto imprimía a la situación una sensación de irrealidad que no contribuía a mitigar el sufrimiento de los refugiados.
La adaptación cinematográfica de La esperanza, que se llamó Sierra de Teruel y que dirigió el propio Malraux, se estrenó en París en los últimos días de julio del año 39. La proyección se realizó en privado y contó con la presencia de Negrín, presidente de la república en el exilio. La película utiliza un lenguaje inspirado en los procedimientos del cine soviético y del expresionismo alemán. En ese aspecto, se anticipa al neorrealismo, pues emplea por vez primera imágenes reales y un ritmo que imita el estilo narrativo de los reportajes y los documentales.
Malraux explicó que el propósito de la cinta era recrear la transformación del impulso revolucionario en una estructura organizada capaz de luchar contra la injusticia y el oprobio. “Nuestra modesta función —reflexiona uno de los personajes del relato— es organizar el Apocalipsis”. La disyuntiva es muy sencilla: “transformar el Apocalipsis en ejército o reventar”. El fin de la guerrilla marcará el inicio de un ejército.
El coraje es muy valioso, pero no hay fuerza colectiva capaz de resistir a los aviones y a las ametralladoras. “A Franco le importa un bledo el fascismo, pues solo es un aprendiz de dictador venezolano”, pero puede ganar la guerra gracias a la disciplina y organización de sus tropas. El mito del pueblo en armas puede conducir a la derrota, pues las guerras de este siglo son guerras técnicas y la victoria nunca llegará si nos extraviamos “hablando solo de sentimientos”.
La revolución rusa tampoco debe convertirse en un ejemplo, pues si bien es cierto que, políticamente, constituye “la primera revolución del siglo XX, militarmente es la última del siglo XIX”. La aparición de los tanques y la aviación han cambiado completamente el panorama. La sublevación popular está condenada al fracaso si solo opone su coraje al mortífero poder de las armas modernas.
Malraux no oculta su convicción de que los cambios políticos solo pueden materializarse mediante el empleo eficaz de la violencia. Las tendencias espontáneas de los momentos iniciales de una revolución deben subordinarse a una estrategia organizada. El personaje de Manuel encarna perfectamente este proceso. Al comienzo de la narración, Manuel es un revolucionario sentimental e indisciplinado. Poco a poco, se convertirá en un jefe militar que no se deja arrastrar por sus emociones y que se pliega a los dictados del partido comunista. Su evolución confirma que “hay más nobleza en ser un jefe que en ser un individuo”. Malraux opinaba que lo importante no es el hombre, sino la condición humana.
El sentido práctico nos dice que ninguna transformación política puede prosperar sin la subordinación del individuo a los intereses colectivos. Las revoluciones comienzan en forma de motines, pero sin organización y disciplina se ahogan en el fracaso. “No se trata ya de dar ejemplo, sino de vencer”. La fuerza más grande de la revolución no es la esperanza, sino el poder de las armas bajo una disciplina férrea. Manuel admite que la lógica de la guerra implica una terrible deshumanización: “No he subido un solo peldaño en el sentido de una eficacia más grande, de un mando mejor, que no me haya separado más de los hombres. Cada día soy un poco menos humano”.
El pragmatismo es peligroso. Manuel reprime sus sentimientos personales para ordenar la ejecución de dos desertores. Uno de ellos —el más joven— se abraza a sus piernas, suplicando clemencia con lágrimas y gritos de terror. Manuel no cede y los desertores son pasados por las armas. “Sabía lo que había que hacer y lo he hecho. Estoy resuelto a servir a mi partido, y no me dejaré detener por reacciones psicológicas. No soy un hombre que tenga remordimientos”.
Malraux no reparó en que puede aplicarse a Manuel lo que él mismo dice de otro de sus personajes, un anarquista que vive la revolución como “una forma de realización de sus deseos éticos. Lo más peligroso de estos semicristianos es el gusto por el sacrificio: están dispuestos a cometer los peores errores con tal de pagarlos con la vida”.
La idea de que las revoluciones hacen mejores a los hombres aparece varias veces a lo largo de la novela, pero Malraux tampoco oculta esa crueldad inevitable que nunca falta en las convulsiones sociales. Ante los gritos de dolor que escucha en la sala de un hospital, Manuel toma conciencia de que “la guerra consiste en hacer lo imposible para que pedazos de hierro entren en la carne viva”.
Hacia el final de la novela, un militar republicano que se confiesa marxista evoca los horrores de la retaguardia: “He visto todo lo que se puede ver, he visto a un hombre jugarse la vida a cara o cruz, he esperado con impaciencia la llegada del domingo porque ese día se suspendían los fusilamientos. He visto a hombres jugar al frontón en la pared donde quedaban todavía pedazos de sesos y pelos de los presos”.
Sin embargo, la revolución es hermosa, hay “una alegría semejante a la de la multitud en el carnaval”. Tal vez, “las revoluciones solo son las vacaciones de la vida”, un efímero periodo de exaltación, pero durante esos momentos “los hombres viven según sus sueños”. Es como si “los muertos se pusieran a cantar”. Hay algo insospechado en esos instantes, “una fraternidad que no se encuentra sino del otro lado de la muerte”.
En La esperanza, Malraux no rehúye el tema de la persecución religiosa, pero —sin llegar a justificar el asesinato de sacerdotes y la destrucción de conventos y catedrales— apunta que el anticlericalismo no ha surgido de la nada. Durante mucho tiempo, la Iglesia española sólo se ha preocupado de asegurar el orden social, invocando la mansedumbre y la resignación, pero “no se enseña a ofrecer la otra mejilla a gente que desde hace dos mil años no ha recibido sino bofetadas”. Lo cierto, en cualquier caso, es que hay más fraternidad en la calle que en cualquier recinto religioso. La postura de Malraux recuerda las opiniones de Gerald Brenan, el cual señala en El laberinto español que la intransigencia política y la ausencia de virtudes cristianas convirtió a la Iglesia española en “el símbolo de todo lo que hay de más vil, más estúpido y más hipócrita”.
La esperanza contiene escenas memorables, como el asalto al Cuartel de la Montaña (“Madrid, vestida con todos los disfraces de la revolución, era un inmenso estudio nocturno”) y la recuperación de los objetos empeñados en los montepíos (“toda la miseria de Madrid ha venido a recuperar sus edredones, sus cadenas de reloj, sus máquinas de coser... Es la noche de los pobres”).
La prosa se inscribe en la mejor tradición de la literatura francesa: lirismo, profundidad, ritmo, equilibrio, simetría. Por ejemplo: "Entraba en una España eterna. Más allá del primer pueblo con los graneros sobre balaustradas, el auto llegó ante una garganta pálida bajo el cielo gris, donde parecía soñar despierta la silueta con los cuernos separados de un toro de lidia. Una hostilidad primitiva subía de la tierra. Por todos lados solo había campos escalonados, rocas o árboles. Aquella tierra era un suelo sin esperanza”.
A los pocos meses de finalizar la guerra civil española, comienza la Segunda Guerra Mundial y Malraux se incorpora a la Resistencia, donde alcanza el grado de coronel al mando de la brigada “Alsacia-Lorena”. Capturado por los alemanes, es interrogado y sometido a un atroz simulacro de fusilamiento. Ante la perspectiva de la tortura, advierte a los que le interrogan que la organización de la Resistencia “se basa en el hecho de que ningún ser humano puede saber qué hará si lo torturan. (...) Mis hombres saben que si alguno de nosotros se acerca rascándose la nariz es porque lo siguen los alemanes. Los nuestros le disparan a la cabeza antes de escapar para que no vuelvan a torturarlo”.
Trasladado a las dependencias de la Gestapo, Malraux no ignoraba que existían al menos diez razones para fusilarlo. Seguramente sabían que era coronel de los maquis y presidente del Comité mundial antifascista y de la Liga contra el antisemitismo. Mientras espera en su celda rodeado de otros camaradas que ya han sido interrogados, no puede reprimir cierta angustia. A fin de cuentas, “nadie afronta alegremente la tortura. Pensé que había escrito mucho sobre ella y que eso se convertía en una premonición”. Malraux concebía el dolor como una experiencia sagrada; muchas veces repetirá que para él es una especie de absoluto. “La muerte no es algo tan serio; el dolor, sí”. En La condición humana afirma con rotundidad que “fuera del sufrimiento físico, no hay nada real”.
Malraux se libra de la tortura gracias a que los alemanes no encuentran su expediente. Después de un confuso interrogatorio verbal, le devuelven a su celda. A la mañana siguiente, comienza a circular el rumor de que París ha sido liberado. Unas horas más tarde, los aliados bombardean las inmediaciones de la prisión y los alemanes emprenden la retirada. Los prisioneros salen de la cárcel cantando La Marsellesa.
La trayectoria de Malraux durante la contienda —su brigada participó en la defensa de Estrasburgo y conquistó Stuttgart al final de la guerra— le convierte en un héroe nacional. De Gaulle le nombra ministro de información en el gobierno provisional de 1945-46. Malraux acepta el puesto con la idea de que sería imperdonable desperdiciar la oportunidad de intervenir en el destino de Francia.
Hasta entonces, Malraux había comulgado con la ideología comunista en su versión más ortodoxa. No obstante, jamás había militado en ningún partido político y en sus libros nunca había ocultado su simpatía por las ideas anarquistas.
Cuando el gobierno pierde las elecciones, abandona la política y solo volverá a ella en 1967 para ocupar la cartera de cultura bajo un nuevo mandato del general De Gaulle. Al frente del ministerio, impulsará la creación de casas de cultura y la restauración de los monumentos más significativos de París.
Su pasión por Oriente le conducirá de nuevo a China y la India, donde mantendrá contactos con Mao y el Pandit Nehru. Este último le recordará en uno de su encuentros que “la libertad debe buscarse entre los muros de las prisiones”. Ante las acusaciones de haber vuelto la espalda a sus convicciones políticas, Malraux responde que su pensamiento simplemente ha experimentado una evolución sin incurrir en rupturas ni grandes contradicciones.
“Cuando tenía veinte años —explicará en 1969 en una entrevista— abracé la causa del proletariado, algo tanto más natural cuanto que en aquel tiempo el internacionalismo era todavía algo muy poderoso. Con bastante rapidez resultó evidente que el proletariado desaparecería en Rusia y que lo que había sido la gran idea del siglo XIX ya no iba a ser en el XX. Este siglo ha sido el de las guerras nacionales, y así pues a través de la Resistencia abracé la idea de Francia... Tenía un lazo con una colectividad concreta, el proletariado, y después lo he tenido con otra colectividad llamada Francia, y para mí no hay ninguna especie de diferencia ni de ruptura. Cuando digo ruptura quiero ir más lejos pues, sobre todo, no hay diferencia de comportamiento. El lazo profundo es el mismo”.
Malraux murió en 1976. Rodeado de gatos y obras de arte, pasó los últimos años de su vida en el solitario castillo de Verrières-le-Buisson. Antes de morir, todavía tuvo tiempo de profetizar el resurgir de los nacionalismos y del fundamentalismo religioso.
La extraordinaria vida de Malraux ha despertado el deseo de emulación en buena parte de los escritores en ciernes. “Era la vida que hubiera querido tener”, ha escrito Vargas Llosa. Sin embargo, la biografía de Malraux no está exenta de sombras ni de episodios luctuosos. La tragedia marcó la historia de su familia. Su abuelo se quitó la vida y su padre siguió el mismo camino. Su primera mujer murió en un accidente y dos de sus tres hijos fallecieron en circunstancias parecidas. El suicidio de su abuelo le inspiró unas páginas tan estremecedoras como hermosas: "Los hombres del hospital acababan de llevarse el cuerpo y la electricidad seguía encendida (...) La muerte estaba allí con la inquietante luz de las lámparas eléctricas cuando se adivina la luz del día tras las cortinas y la huella imperceptible que dejan quienes se han llevado los cadáveres (...) La cama conservaba el hueco donde se había acomodado el cuerpo de mi abuelo y parecía que nadie se hubiera atrevido a expulsar a la muerte de aquella habitación”.
Junto a estos dramáticos hechos, podemos encontrar en la vida de Malraux algunos acontecimientos que exhuman esa parte oscura que se agazapa en el interior de cada hombre. A los veinte años, fue encarcelado en Indochina bajo la acusación de robar piezas de arte y estatuas en viejos templos abandonados. Salió de la cárcel gracias a un indulto que le proporcionó su incipiente prestigio como escritor.
Uno de sus biógrafos reconoce que “cerraba los ojos sobre los crímenes cometidos, no solamente en la URSS, sino también en la pobre república española de Largo Caballero”. Por esas fechas, Malraux opinaba que “Stalin había devuelto la dignidad a la humanidad y que, del mismo modo que la Inquisición no alcanzó al cristianismo en su dignidad fundamental, tampoco los procesos de Moscú han disminuido la dignidad fundamental del comunismo”.
El itinerario vital de Malraux alberga otros puntos oscuros. Desde muy joven, comenzó a editar pornografía de forma clandestina. Más adelante, empezó a especular en la Bolsa con el dinero de su mujer. Se hizo rico en unos meses, pero no tardó en perder todas sus ganancias por culpa de su imprudencia y temeridad. Durante sus últimos años, su afición por el Pernod le puso al borde del alcoholismo.
El pensamiento de Malraux se basa en la necesidad de combatir la injusticia y restablecer la dignidad de los hombres ahogados por la pobreza y la marginación. Uno de los personajes de Los conquistadores (1928) exclama: “No hay más que dos razas: los miserables y los otros”. Lo más lacerante de la miseria es que se pierde el respeto por uno mismo. "Un pobre —dice el mismo personaje— no puede estimarse". La pérdida de la autoestima conduce al resentimiento y, en ocasiones, a la violencia. El terrorismo es una repuesta a la humillación. Kyo, el joven comunista de La condición humana, entiende la revolución como el proceso que devuelve al hombre la dignidad. Sin embargo, Malraux no se engaña y expresa su desengaño ante la naturaleza humana por medio de otro personaje, Garin, un luchador antifascista que se resiste a entrar en el partido comunista porque no ignora que los pobres se volverán abyectos en cuanto accedan al poder. La bondad del pueblo no procede de la virtud, sino del sentimiento de derrota.
Malraux contemplaba el individualismo como una lacra de nuestra cultura. La transformación de la sociedad resultará inviable mientras no se supere ese obstáculo. “El hecho capital de Occidente —apunta Malraux— es la necesidad en que se encuentra casi toda la juventud europea de romper con el esfuerzo de un siglo. Toda la pasión del siglo XIX, fijo en el hombre, se expande en la afirmación vehemente de la excelencia del yo. Pues bien, ese hombre y el yo, construidos sobre tantas ruinas, y que todavía nos dominan, lo queramos o no, no nos interesan”.
A pesar de estas afirmaciones, Malraux no puede ocultar, por mucho que le pese, que en realidad pertenece a esa estirpe de intelectuales que miran al siglo XIX con nostalgia. Su simpatía por las masas y por la idea de una humanidad subordinada a los intereses colectivos choca frontalmente con su fascinación por la figura del héroe romántico. La intervención de Malraux en contiendas extranjeras recuerda la participación de Byron en la guerra de independencia helena y ya hemos mencionado su fascinación por T. E. Lawrence, que organizó la sublevación de las tribus árabes contra el imperio otomano.
El anacronismo de estas ideas despertó la hostilidad de Sartre, que no ocultó su desprecio por los escritores involucrados en los conflictos de países ajenos. A la figura del héroe, opone la imagen del militante. “La sociedad que los militantes quieren edificar —explica Sartre— excluye rigurosamente a los desesperados y sus magníficas generosidades”.
A pesar de su elogio de la disciplina, Malraux no es un militante, sino un soñador. Aunque afirma que el ser humano “no es lo que sueña”, sino “lo que hace”, sus actos no parecen inspirados por el pragmatismo. No es Nelson Mandela, sino un hombre de la estirpe de Lawrence de Arabia. El miedo a una existencia mediocre y sin relieve pesa más que las convicciones morales o políticas. Malraux encadenó un sueño tras otro y afrontó la muerte con la esperanza de que fuera un sueño más.
Su expectativa se cumplió, pues sus restos se reunieron en el Panteón de París con los de Voltaire, Rousseau, Victor Hugo, Zola, Marie Curie y Jean Moulin, otros soñadores como él que lograron “matar la muerte” mediante el recuerdo dejado en la posteridad.