En la pasada edición de los Óscar, más allá de las películas en competición, lo que se confrontaba era un modelo que superaba los límites de la mera distribución. Entre las nominadas a mejor película nos encontramos con pretendientes de muy distinta naturaleza. Del blockbuster revienta taquillas (Black Panther), a películas con fuerte impronta estilística (La favorita), pasando por producciones con una evidente carga política (Blackkklasnman), las que parecen diseñadas para atraer miradas durante la temporada de premios (Green Book) y auténticas obras maestras inconmensurables (Roma). Pero justo la primera y la última son las que más controversia han generado por su inclusión en la lista. Una por pertenecer a la maquinaria del cine de superhéroes y otra por venir de la mano de Netflix, el gran irruptor de la producción audiovisual del siglo. A pesar de sus diez nominaciones, Roma lo tenía muy complicado por su doble candidatura a Mejor Película y Mejor Película de Lengua Extranjera, pero también por ser el estandarte de un servicio que ha puesto en jaque a la industria de exhibición en salas tradicional.

Sobre Netflix se ha escrito mucho, y no poco sobre lo que su modelo puede hacer a la concepción de la película como obra de arte. Al fin y al cabo, es un servicio que ofrece un catálogo extenso a cambio de una tarifa plana, y donde los datos de audiencia (que solo ella controla), y no la calidad, son los determinantes a la hora de dar luz verde a los proyectos. Aunque la empresa californiana destaca los éxitos, la verdad es que sus fracasos estrepitosos se amontonan rápidamente sin que parezca importarle lo más mínimo. ¿Dónde queda entonces el valor de la película como obra autoral única e irrepetible? En semejante ecosistema, todo va fusionándose en una mezcolanza cada vez más homogénea, cuando no sepultado por el contenido más reciente, otorgado en una cadencia constante a una audiencia voraz. Pero al mismo tiempo es necesario recalcar que sin Netflix muchas películas quedarían condenadas al ostracismo del circuito de festivales, incapaces de encontrar a un público. En el mundo de los videojuegos, la iniciativa de Microsoft Xbox Game Pass se está presentando como su homólogo natural. Por un precio se accede a una librería de juegos a los que se puede acceder mientras dure la subscripción. Las producciones first party (que lleva a cabo la propia Microsoft) se estrenan en el servicio al mismo tiempo que en tiendas, pero por lo demás el catálogo es el que corresponde a un servicio todavía en su infancia. Muchos juegos antiguos, algunos que buscan una segunda oportunidad (como Shadow of the Tomb Raider) y títulos independientes que han visto en él la manera de no quedar sepultados en la fortísima competencia que se abate sobre ellos. Uno de los ejemplos más interesantes de estos últimos es Ashen, un juego producido por Annapurna Interactive.

Ashen se apoya de manera evidente en el modelo Dark Souls con una estética low-poly. ¿Qué quiere decir eso? Pues que es un juego de exploración, con un sistema de combate basado en la energía del personaje (por lo que hay que medir mucho cada acción) y con una dirección artística muy estilizada, que busca en la ausencia de detalle una cualidad abstracta a pesar de permanecer en el ámbito de lo figurativo. También es mucho más barato de producir.

En Ashen uno de los elementos centrales es la luz, un elemento que afecta tanto a la narrativa como a las mecánicas además de la faceta visual. En varias ocasiones el escenario queda sumergido en unas tinieblas impenetrables, lo que hace necesario la utilización de un farol, algo que impide el uso de ambas manos para el combate.  Es una idea interesante que ya se intentó poner en práctica en Dark Souls 2 sin mucho éxito, pero que aquí consigue funcionar por la posibilidad de poner el farol en el suelo. A diferencia de los juegos de From Software sin embargo, Ashen es una experiencia lineal, con una serie de escenarios que se encadenan casi en línea recta. De la misma forma todo el aspecto narrativo no consigue estar a la altura, siendo incapaz de suscitar interés por una mitología que se adivina trabajada, pero inefectiva a la hora de tejer los misterios que despiertan la curiosidad activa del jugador. Aunque todos los diálogos están bien escritos, la interpretación monocorde y extremadamente solemne de la mayoría de los personajes, la prevalencia de nombres inventados y códigos internos, y la propia desnudez del mundo ponen demasiadas trabas a una mitología que bebe claramente del Zoroastrismo. Esa conexión con la antigua Persia se evidencia de manera clara en el único escenario que sí que consigue demostrar cierta identidad, el palacio de Lazirus, ya hacia el final del juego y donde realmente la dificultad se eleva de manera considerable hasta alcanzar el baremo de Dark Souls.

El principal elemento diferenciador del juego más allá del aspecto visual es su apuesta por el juego cooperativo. Durante toda la aventura el protagonista va reclutando a otros personajes con sus propias subtramas que se van asentado en una localización para ir desarrollando poco a poco un asentamiento. Los personajes acompañan al jugador en su periplo por el mundo, y todo el diseño gira en torno a esta circunstancia, que permite el juego multijugador. Cuando se opta por jugar en solitario, el personaje es controlado por una inteligencia artificial que hasta los últimos compases del juego resulta competente, pero cuando el camino se vuelve empinado de verdad, termina fallando, creando una capa adicional de dificultad que quizá no fuera el objetivo de los desarrolladores.

Ashen es un título que trata de aunar las sensibilidades de los juegos de corte más artístico con las mecánicas de un juego tan exitoso e influyente como Dark Souls. El resultado es un título competente, muy pulido, con una característica identidad visual pero que, como las facciones de sus personajes, acaba desdibujado al no conseguir definir mejor su propia identidad. Sin embargo, es un título perfecto para un servicio como Xbox Games Pass, que en sus albores se encuentra necesitado de títulos novedosos que aporten valor añadido a la propuesta. Los desarrolladores también han conseguido un escaparate que difícilmente podrían haber obtenido por su cuenta. Queda por ver si esta colaboración es el signo de lo que está por venir o se queda en algo puntual.