Hace unas semanas me contactaron de Blizzard para invitarme a su convención anual con la promesa de que sería la más importante de los últimos cinco años. Acepté con cauteloso optimismo, pero al mismo tiempo intrigado por el que es un caso único en la industria del videojuego. Muchas empresas han organizado eventos y convenciones a lo largo de los años. Sony trató de hacer de la PlayStation Experience una cita ineludible para todos los fans de la marca, pero al poco se dio cuenta de que no podía alimentar la voraz máquina de marketing que le exigía anuncios constantes. Square Enix realiza sus fan festivals a mayor gloria de su juego en línea Final Fantasy XIV. La Blizzcon es todo eso y más. Un show que busca emular a las conferencias del E3, con todo su efectismo y su audiencia entregada. Un foro de encuentro para seguidores de franquicias concretas donde poner cara a lo que hasta entonces eran avatares virtuales. Una fiesta donde dar rienda suelta a la faceta más iconoclasta. 40.000 personas durante un fin de semana en Anaheim: a un tiro de piedra de donde Walt Disney construyó su primer parque de fantasía, sueños y locura.
El vuelo hasta Los Ángeles es largo, y pasar por aduanas puede convertirse en un infierno, pero si tienes a Nick Cave esperando con gesto estoico unos pocos metros delante de ti, compartiendo con el resto de los mortales tan aciago destino, pues como que te resignas al procesamiento de ganado que los americanos han designado como el modo adecuado y correcto de tratar a todos los que quieran entrar en su territorio. Después de un viaje de doce horas y de una espera de dos horas y media en aduanas, el encuentro con el transfer no puede ser más dichoso. Son momentos de torpe socialización, debido al cansancio y a la exasperación, con el grupo de periodistas (y youtubers) españoles desplazados para la ocasión. Pero en pocos minutos el viaje a nuestro destino final comienza, quemando neumático en las inabarcables autopistas del sur de la metrópoli. Al llegar por fin al Anaheim Convention Center, apenas queda tiempo para recoger la acreditación de prensa, cenar algo rápido e irse a la cama.
El jet lag brutal impone que a las cuatro y media de la mañana hora local uno ya esté con los ojos abiertos. Y sorprende cómo a las seis, mientras despuntan los primeros rayos de sol sobre el cielo californiano, el murmullo de las mareas humanas empieza a escucharse, y al poco, los altavoces desperdigados por los accesos empiezan a emitir la épica banda sonora de World of Warcraft. Pero en el programa tenemos apuntada la ceremonia de apertura a las once. Me extrañan las prisas, el ansia que ha llevado a madrugar a los peregrinos, pero no le doy más vueltas. Al fin y al cabo es mi primera vez en esta conmemoración de la Hégira, este jubileo pagano. A las nueve nos embarcamos en el pequeño recorrido que separa el hotel del centro de convenciones. Y ahí nos encontramos con la principal razón que me había hecho esperar con anticipación esta reunión anual: las protestas pro Hong Kong. Una veintena de personas repartía a la entrada del Hilton camisetas gratis con el lema "Free Hong Kong" y a Mei, un personaje chino de Overwatch, que ha sido apropiado por el movimiento de protesta, mientras pedían a los asistentes que las llevaran dentro del recinto. Todo había estado calmado hasta entonces, pero su presencia me llevó a pensar que quizá algo podía pasar. Se percibía cierta tensión en el ambiente, cierta expectación, como si cualquier cosa fuera posible.
El centro de convenciones de Anaheim es un lugar gigantesco. Sus 150.000 metros cuadrados lo convierten en el espacio expositor más grande de la Costa Oeste, y un habitual de los eventos más populares del mundo, como el D23 de Disney. La primera impresión al entrar, tras los exhaustivos controles de seguridad, es de absoluto anonadamiento. Una enorme caverna repleta de esculturas, ordenadores y luces de colores bañado en una neblina artificial pero por ello menos fantasiosa. El espacio es tan vasto que tardamos varios minutos en abrirnos paso hasta el último salón, donde se iba a celebrar la presentación inaugural. Y a pesar de haber acudido con dos horas de antelación, todos los sitios estaban ya ocupados, incluso los reservados para prensa. El grupo se disgregó para encontrar huecos sueltos y esperamos pacientemente a que todo empezara.
De manera puntual, y con cierto boato ceremonioso, como si fuera el sumo sacerdote de esta religión, salió a escena J Allen Brack, presidente de Blizzard Entertainment, y rápidamente dio paso a leer un comunicado que tenía preparado y que de una forma u otra las circunstancias que habían rodeado a la compañía las últimas semanas le habían obligado a hacer. Durante una retransmisión de e-sports de Hearthstone, el juego de cartas de la compañía, un jugador de Hong Kong demostró apoyo a las protestas al ser entrevistado durante la competición Grandmasters celebrada en Taiwán. En pocos segundos la retransmisión se cortó y la compañía californiana tomó cartas en el asunto, cancelando todas las ganancias que el jugador, Blitzchung, había acumulado hasta el momento, unos 4.000 dólares, prohibiéndole participar en torneos oficiales durante un año y terminando los contratos con los entrevistadores. Tanto la comunidad del juego como numerosos actores políticos norteamericanos denunciaron la severidad y la celeridad de la compañía a la hora de plegarse a los intereses del gobierno chino. Aunque unos días después la compañía reculó, rebajando algo el castigo, las protestas a la entrada atestiguaban el descontento. Brack se disculpó con un mensaje muy medido: “Blizzard tuvo la oportunidad de tender puentes en un duro momento de esports de Hearthstone, y no lo hicimos. Nos movimos demasiado rápido en nuestra toma de decisiones, y luego fuimos muy lentos a la hora de hablar con todos vosotros. Cuando pienso con lo que estoy más descontento pienso en dos cosas. Primero, no cumplimos con el alto estándar que nos hemos puesto a nosotros mismos y segundo, fracasamos en nuestro propósito. Y por eso os pido perdón y acepto responsabilidad“.
El mensaje de Brack ha sido analizado miles de veces desde que fue pronunciado, y aunque las opiniones al respecto son muy variadas, la verdad es que pareció surtir efecto entre los congregados. En los dos días que pasé dando vueltas por el recinto, entrevistando a desarrolladores, probando los juegos y viendo a la comunidad de Blizzard en su elemento, no vi a nadie portando las camisetas que los activistas pro Hong Kong repartían constantemente a la entrada, y eso que la organización había dado instrucciones expresas de permitir cualquier tipo de manifestación. En la sala de prensa la delegación china se hacía notar por su enorme volumen, pero en ningún momento presencié ninguna discusión al respecto. Todos los asistentes parecían estar deseosos de pasar página y de poder centrarse en los juegos, algo que Brack les sirvió en bandeja. Porque nada más acabar dio paso a una ceremonia con tres principales anuncios, que aunque nunca iban a ser muy sorprendentes, el impacto que causaron quedó muy reducido por las filtraciones que los días previos habían llegado a los medios.
El primero en presentarse fue Diablo 4. El retorno de la saga más oscura de Blizzard volcó su atención en una cinemática marca de la casa, espectacular en su factura técnica. Luis Barriga, el director del proyecto, salió al escenario después de la aparición de Lilith, que tomará el papel de gran antagonista en esta ocasión, para sentar los pilares de esta entrega: oscuridad, mundo y legado. El juego en muchos aspectos es una vuelta a Diablo 2 (lanzado en el año 2000), poniendo el acento en el concepto de fantasía oscura. Pude probar en profundidad el título en la sala de prensa, y aunque no se aprecian muchas innovaciones en el departamento jugable –sigue siendo un juego de acción con perspectiva isométrica –la dirección artística, particularmente el uso de la iluminación, es muy llamativa. Los creadores confiesan la influencia del cine de terror reciente como La Bruja (David Eggers, 2015) y la atención al detalle que han dedicado a las animaciones, más fluidas y naturales que nunca. Por lo demás, un mundo abierto de grandes dimensiones, que requerirá de una montura para recorrerlo y que pondrá mucho énfasis en la exploración; la posibilidad de interactuar con otros jugadores (el juego exige una conexión a Internet permanente) y más opciones de personalización de los personajes jugables. Al juego todavía le faltan muchos meses desarrollo, pero la demo que se pudo probar ya presentaba un aspecto muy pulido.
El segundo gran anuncio fue la octava expansión de World of Warcraft: Shadowlands. El juego multijugador masivo de Blizzard cumplía quince años en esta edición, y aunque sus números no son los de hace una década, cuando dominaba el mundo de los videojuegos con mano de hierro, todavía mantiene un núcleo de jugadores muy activo. El tema central de la expansión es explorar el aspecto más espiritual del mundo de Azeroth, el dominio de la muerte. El tercero fue Overwatch 2. El juego multijugador competitivo recibe una secuela con uno de los modelos de negocio más extraños y complicados que se hayan visto. La principal novedad es el añadido de misiones narrativas, un aspecto que en la primera entrega se había visto relegado a medios auxiliares como cortometrajes o cómics. El aspecto competitivo (conocido como PvP, player versus player) llegará también al primer Overwatch. El objetivo de Blizzard es no dividir a la comunidad y no tirar por la borda todos los progresos que los jugadores hayan conseguido en la primera parte, pero la previsible consecuencia de todo esto es que, si no se está interesado en las misiones narrativas (y ya hay una comunidad de 50 millones de jugadores que nunca las han probado en el primer juego) no hay ninguna necesidad de adquirir Overwatch 2. Es una apuesta arriesgada por parte de Blizzard, y solo queda ver si les sale bien, porque podría marcar tendencia en la industria.
Una vez terminó la presentación comenzaron dos días de intensa actividad relacionada con los videojuegos: decenas de mesas redondas con los desarrolladores, fases finales de las principales ligas de e-sports, exposiciones sobre el arte, mercadillos con todo tipo de artículos exclusivos, cientos de estaciones de juego donde probar los juegos que se acababan de presentar y desfiles de cosplay, el diseño y confección de trajes de personajes. La Blizzcon es una exaltación de todo lo relacionado con el fandom, la comunión existente entre gente que comparte una pasión, difícil de explicar para los que observamos desde fuera, por una propiedad intelectual particular. Las únicas comparaciones que me vienen a la cabeza son Star Wars o Star Trek, y cómo la situación invita a un reflexión profunda de carácter sociológico. Al fin y al cabo, cada uno de los 40.000 asistentes había pagado una media de 200 dólares por asistir al evento, y a pesar de todo el ruido en las redes que había generado la polémica de Blitzchung y la censura de su apoyo expreso a las protestas en Hong Kong, la realidad es que dentro del Anaheim Convention Center apenas fue una anécdota. Sí, pude ver en algún momento a alguien disfrazado de Winnie the Pooh (tajantemente prohibido en China por un meme que desata las iras de Xi Jinping), pero en cualquier caso las expresiones de contenido político fueron una rareza. Después de lo que se ha visto estas últimas semanas, cómo China puede chantajear a las empresas occidentales con el acceso a su suculento mercado interno y hacer que adopten sus tácticas antidemocráticas, no deja de ser algo perturbador que algo así pase tan desapercibido. Al mismo tiempo, los asistentes a un evento como la Blizzcon lo componen un grupo variado de gente, pero caracterizados por ser los fans más incondicionales de la marca. Y aunque pueda parecer una contradicción por el evidente impulso materialista que les lleva perseguir docenas de objetos de merchandising, su reino no es de este mundo.