'Outriders', el corazón de las tinieblas
Los polacos de People Can Fly han pergeñado una fábula sobre la colonización con un comienzo potente que sin embargo se va deshaciendo conforme pasan las horas
Los looter-shooters se convirtieron con el lanzamiento de Destiny en 2014 en el nuevo Santo Grial que las editoras querían tener bajo el brazo a toda costa para insuflar vida a sus respectivas cuentas de resultados. El formato de “juegos como servicio” cambiaba el modelo de videojuego, de una entrega cuya monetización se concentraba en el lanzamiento a modo de cartucho que se disparaba una vez y ya, a un juego que evolucionaba a lo largo del tiempo, que mantenía la atención de los jugadores de manera continuada y que abría todos los canales posibles para una monetización sostenible en forma de microtransacciones o expansiones. Al alargar la vida útil del juego y al conseguir fijar la atención de los jugadores, las compañías soñaban con un escenario donde el riesgo se reducía de manera considerable. Sin duda era una propuesta con mucho sentido, pero no tuvo en cuenta varios factores. Uno, que el mercado tenía una capacidad limitada de incorporar juegos de este tipo, y dos, que el término “juegos como servicio” terminaría adquiriendo connotaciones de todas las carencias de la primera hornada de títulos de este tipo: juegos inacabados, con un monetización agresiva, con poco contenido, con bloqueos para alargar de manera artificial la experiencia… Quizá por eso el estudio polaco People Can Fly hizo todo lo posible por desvincular a Outriders de él, pero no hay que llamarse a engaño. El juego no cuenta con microtransacciones, pero en todo lo demás sigue el modelo de “juego como servicio” al pie de la letra.
En el siglo XXI, el colapso ecológico de la Tierra ha pasado el punto de no retorno. Los gobiernos mundiales se unen en un último intento desesperado para crear dos naves gigantescas con las que poder trasladar los últimos rescoldos de la humanidad a un planeta lejano, Enoch, con una atmósfera compatible con la vida. Solo una de ellas, la Flores, consigue partir y, tras 83 años de viaje, aterrizar en la superficie del nuevo planeta. Lo que a priori parece un vergel, un nuevo Edén, se revela rápidamente como un paraje traicionero aquejado por la Anomalía, una enorme tormenta de energía que vaporiza a la mayoría de los que entran en contacto con ella y a unos pocos les confiere unas habilidades sobrehumanas. El protagonista, personalizable como en los juegos de rol, después de sobrevivir a duras penas a un ataque, es puesto en animación suspendida ante la incapacidad de tratar sus heridas. Cuando se despierta, han pasado más de tres décadas. Los esfuerzos de colonización han fracasado, y lo que queda de la humanidad se debate en una cruenta guerra civil en el pequeño valle en el que tocó suelo. La anomalía mantiene a todos atrapados, inutilizando todos los aparatos electrónicos y obligándolos a luchar por los pocos recursos disponibles. El protagonista, ante semejante infierno, decide partir en busca del origen de una misteriosa señal de radio más allá de la anomalía.
A pesar de una premisa muy efectista y con mucho potencial, Outriders se desinfla casi inmediatamente. La transformación del virgen planeta Enoch en una versión futurista del Somme es sobrecogedora y causa impacto, pero el juego no consigue edificar un armazón narrativo solvente a partir de ahí. Impone ese tono nihilista y descorazonador desde el principio y no permite en ningún momento ni un mísero atisbo de luz entre las nubes. Ni siquiera llega a reflexión acerada sobre la condición humana como los claros referentes del juego, la archifamosa novela de Joseph Conrad y la versión cinematográfica de Coppola. Todo parece dispuesto para justificar la carnicería constante de la jugabilidad, con poco respeto por el propio relato que quiere contar. Outriders se desarrolla en la carretera, con una ristra de personajes que se van a añadiendo a la caravana del protagonista de manera algo arbitraria. Parece que nadie quiere estar ahí y todos comparten la idea de que es una misión suicida, pero como la situación en el valle no parece mucho mejor, se apuntan a ver qué pasa.
Outriders no tiene nada interesante que decir, pero es que tampoco parece tener muy claro cómo se cuenta una historia de manera efectiva. Es una rémora de otra época, de cuando se contrataban a escritores en la undécima hora del proceso de producción para coser de alguna forma los diferentes niveles que el equipo había diseñado durante años, quedando en muchas ocasiones mostrencos funcionales pero que echaban por tierra todo el potencial del medio. En Outriders los personajes entran y salen del relato principal sin ton ni son. Se introducen con mucha fanfarria para luego morir de la manera menos ceremonial posible, casi siempre apenas unos pocos minutos después. Las escenas están mal compuestas y dirigidas, sin ningún sentido del drama, y con una realización brusca y confusa. El desarrollo es caprichoso, arbitrario, irregular. Cuando los personajes no mueren de manera intempestiva, desaparecen sin más. Muchos hilos quedan sin atar, sin ningún tipo de resolución. Simplemente se dejan de lado. Y las preguntas que sí se terminan respondiendo, sobre todo lo concerniente a qué sucedió con los nativos de Enoch y cuál es el origen de la señal de radio, lo hacen con giros que se pueden ver a kilómetros. No hay sorpresas, no hay matices, no hay una construcción cuidada de un relato coherente. Todo el conjunto está imbuido de una sensibilidad adolescente que nos retrotrae al pasado del medio que más sonrojo produce.
Con un apartado narrativo tan pobre, todas las esperanzas de redención recaen sobre la jugabilidad, y ahí sí podemos decir que, por lo menos, el estudio ha sabido cumplir. Outriders es un juego muy agresivo, de ritmo vertiginoso, donde las armas y sus infinitas configuraciones diferentes tienen tanta importancia como el abanico de habilidades de las cuatro clases del juego. Además, una de las claves reside en la forma de recuperar salud, que está vinculada al daño que provocas, por lo que, aunque el juego ofrece coberturas en todo momento, premia de manera tangible el tomar riesgos. Es un juego exigente, con un sistema de dificultad variable en forma de World Tiers que está diseñado para ponerte contra las cuerdas. Durante el fin de semana de lanzamiento, los problemas de conexión fueron una constante lamentable, aunque parece que desde entonces la estabilidad del juego ha mejorado exponencialmente. Un juego que requiere la conexión a internet incluso cuando se juega solo no puede permitirse estas meteduras de pata y vuelve a hacerme pensar en cómo en el estudio han tenido el coraje para negar con tanto ahínco su identidad de “juego como servicio”.
Después de cinco años en desarrollo y un presupuesto que, por lo que se puede ver en pantalla, se antoja abultado, se puede exigir más a People Can Fly. Las historias más duras, como The Last of Us Part II, saben reservar momentos de intimidad y sosiego para que sus personajes respiren, para que el mundo cobre forma. Aquí no. Es un asalto constante a los sentidos (la música en el menú, mientras esperas a conectarte a los servidores, ya te pone de los nervios) que en algunos momentos consigue destilar esa sensación de flow donde los juegos de acción encuentran su punto álgido, pero es incapaz de aportar razones de peso para invertir todas las horas que pide una vez se completa la campaña. Lo que queda es un entretenimiento inane, ideal para bajar las revoluciones cerebrales pero poco nutritivo en todo lo demás.