Final Fantasy VII Remake fue uno de los juegos que más atención generó el año pasado. Tras un complicado desarrollo de más de 5 años, el juego llegó durante los primeros compases de la pandemia, un lanzamiento extremadamente complicado que sin embargo Square Enix pudo resolver con bastante soltura. Ya en mi artículo correspondiente, expuse varios de los problemas que tenía con él, y el paso del tiempo no ha hecho más que acrecentar esa sensación. Final Fantasy forma parte de la aristocracia del medio, una franquicia que ha pasado por momentos de francas turbulencias, pero que exhibe una resiliencia sorprendente que le lleva a volver al candelero una y otra vez. Sin embargo, no todos los títulos están a la misma altura, ni mucho menos. La mano de Hinorobu Sakaguchi, su creador, se puede percibir de manera clara en las nueve primeras entregas, tanto en la propuesta jugable como en la faceta narrativa. Su ausencia en las siguientes, también.
Final Fantasy VII Remake comparte una genealogía con la trilogía de Final Fantasy XIII, en mi opinión lo peor que ha producido la franquicia con bastante diferencia. Me sigue pareciendo impresionante cómo puede llegar a variar tanto la calidad y la sensibilidad entre entregas. Al fin y al cabo, todo depende de las personas que están detrás. Naoki Yoshida, director y productor de Final Fantasy XIV, ha hecho que el MMO sea mi juego de la década anterior, aunque la conclusión de su principal arco narrativo esté pensada para este otoño con Endwalker. Es un juego ambientado en un mundo maravilloso, pero con temáticas adultas y personajes shakesperianos, complejos y muy bien construidos. Tetsuya Nomura, por el contrario, está enfrascado en una adolescencia permanente y se cree que todo se arregla con dosis ingentes de anime de garrafón. Motomu Toriyama, otro de los directores del proyecto, tiene una concepción muy pobre del ritmo y para él el diseño de niveles tiene que ser un término alienígena. No tengo pruebas irrefutables, pero creo que ellos dos tienen mucha responsabilidad de que el juego base dure 10 horas más de lo que debería, de que el diálogo sea tan risible en ocasiones y de que todo el mapa sea un conjunto de pasillos estrechos.
Intermission es una expansión de un tamaño respetable (en torno a las 6 horas) que repite las mismas consignas. Lo más interesante, una vez más, es el combate. La introducción de Yuffie Kisaragi, con su estilo particular, hace que resulte novedoso otra vez. Sin embargo, el personaje en el aspecto narrativo resulta histriónico, sacado de cualquier serie de dibujos animados dirigida a adolescentes. La trama implica a la ninja de Wutai en una misión encubierta para robar una materia experimental de la sede de Shinra, pero es casi una mera excusa para concatenar varios enfrentamientos con jefes bastante espectaculares y elaborados, dar unas ciertas pinceladas de su trasfondo biográfico y ver cómo sus acciones se intercalaban con las del resto del grupo durante los principales eventos del juego.
Intermission es un divertimento hasta cierto punto superfluo. Al estar solo disponible en PlayStation 5 (al menos por ahora, ya sabemos lo que está pasando con estas supuestas exclusivas), parece como si Square Enix no haya querido poner nada argumentalmente relevante en el metraje. Hay una pequeña coda que sirve para anticipar el encuentro de Yuffie con el grupo principal, y poco más. Sin embargo, el combate y los enfrentamientos contra los jefes son tan disfrutables, que merece la pena dedicar el tiempo que pide a cambio. El otro personaje de la expansión, Sonon, no se puede controlar directamente, pero sí que admite instrucciones, y entre los dos pueden crear sinergias para hacer ataques más vistosos y efectivos, un componente que aporta una capa adicional de estrategia. Como siempre, los valores de producción están en la estratosfera, con una banda sonora en el altísimo nivel que suele ser habitual en esta franquicia.
Con esta expansión de enlace, todo parece listo para el advenimiento de la prometida segunda parte que continúe la historia. La gran sorpresa al final del juego era que no estábamos jugando realmente a un remake, sino a una versión de la historia donde Sephiroth era consciente de lo que iba a suceder y buscaba la ayuda de Cloud para cambiar el devenir de los acontecimientos. Fue un final que abría la posibilidad de alterar muchas de las cosas del juego de 1997, que podía haber sido tremendamente polémico y que, sin embargo, es quizá lo más interesante de todo este proyecto. Hay que ser prudentes. Hay que ver en qué se concreta todo, porque unas declaraciones de Yoshinori Kitase (el todopoderoso productor) daban a entender que quizá los cambios no eran tan radicales como podía temerse. En cualquier caso, Intermission sigue la misma tónica que Final Fantasy VII Remake. Es el mismo enfoque adolescente, las misma fijación con las formas del anime, los mismos personajes exagerados y, también, el mismo combate, tan solvente como espectacular, y una factura técnica de escándalo, esta vez ampliada por las capacidades de la nueva generación. No es una vertiente de Final Fantasy que precisamente apele a mi sensibilidad. En mi opinión, en estos momentos hay una distancia sideral entre el talento de Creative Business Unit I, el estudio liderado por Kitase y responsable de Remake, y el de Creative Business Unit III, liderado por Naoki Yoshida y que ahora mismo está ultimando el clímax de Endwalker y batiéndose el cobre con Final Fantasy XVI. Los dos son estudios internos de Square Enix. Trabajan en el mismo edificio de Shinjuku. Y aun así, están a años luz de distancia. En estos transatlánticos donde intervienen cientos de personas, quien está al timón lo puede cambiar todo. Con un poco de suerte, este verano conoceremos más detalles del lanzamiento de Final Fantasy XVI, que probablemente llegará a lo largo del año que viene. Confío en que entonces quede meridianamente claro cómo puede llegar a ser Final Fantasy al margen de Tetsuya Nomura.