Wu-Tang Clan: en busca del aura perdida
[caption id="attachment_505" width="560"] Único ejemplar de Once Upon a Time in Shaolin, con un precio de salida de 5 millones de dólares.[/caption]
La noticia bomba de Wu-Tang Clan saltó hace unas cuantas semanas: Además de A Better Tomorrow, álbum que supuestamente publicarán este verano, el grupo neoyorquino de hip hop anunciaba la inminente salida de otro, Once Upon a Time in Shaolin, grabado en secreto en los últimos años. O, mejor, habría que decir que lo anunciaba la revista de información financiera Forbes, que desde entonces actúa como una especie de portavoz oficial del grupo en este asunto. ¿Forbes? Sí, a quien no conozca los detalles, todo le cuadrará mucho mejor cuando sepa que Wu-Tang Clan sólo producirá una copia de Once Upon a Time in Shaolin, y su edición de mega-lujo tendrá como estuche un juego de cajas talladas a mano en níquel y plata por el artista británico-marroquí Yahya. Más aún cuando sepa que su idea es subastar ese disco único con un precio de salida de 5 millones de dólares. Previamente, el disco-objeto artístico tendrá una exposición itinerante por el mundo, en la que el público, tras pagar una entrada de entre 30 y 50 dólares, podrá contemplar la obra y escuchar sus 31 nuevos temas y 128 minutos una sola vez con auriculares, como si de una instalación sonora se tratara.
Mucha tela que cortar. ¿Por qué hacen esto? Bueno, parece claro que Wu-Tang Clan pretenden continuar inventando (y es algo que viene de lejos en su trayectoria) estrategias que les permitan llevar las riendas de su negocio y su obra por encima del influjo de la industria. Se trata también de ser extremadamente bien pagados por su trabajo y por partida doble (exposición itinerante y subasta), sin depender de que su disco se venda mucho o no.
Pero no sólo. Esto es parte de lo que sus miembros Cilvaringz y The RZA, han dejado escrito en el sitio online dedicado al proyecto:
¿Está sobrevalorado el arte contemporáneo y su exclusivo mercado o están infravalorados los músicos en un mercado extremadamente saturado? Adoptando un estilo renacentista de hace 400 años para acercarnos a la música, (…) esperamos inspirar e intensificar debates urgentes sobre (su futuro). Esperamos dirigir esos debates hacia soluciones más radicales e incitar a cuestionarse el valor y la percepción de la música como una obra de arte en el mundo actual. Mientras aceptamos por completo los avances en la tecnología, sentimos que han contribuido a la devaluación de la música como forma artística (…) ¿Realmente es la exclusividad frente a la reproducción en masa lo que diferencia a un micro de un pincel en 50 millones de dólares? Con este paso esperamos reforzar el peso que la música tuvo una vez cuando estaba al mismo nivel que un cuadro o una escultura. El álbum será expuesto para su escucha en galerías de renombre, museos, salas y espacios expositivos de todo el mundo para ser experimentado únicamente de la manera más dedicada, antes de que desaparezca en la colección privada de un comprador. El público sabrá que la escucha es una experiencia única en su vida. (…) El orgullo y la alegría de compartir la música con las masas son sacrificados en pos de reanimar esa música como un arte valioso y el debate inspirador sobre su futuro entre músicos, fans e industria al cual conduce (…) Simultáneamente, impulsamos el desarrollo de una nueva rama de música privada como nuevo modelo de negocio de lujo para aquellos capaces de encargar a los músicos que creen canciones o álbumes para sus colecciones privadas. Se trata de un fascinante crisol de arte, lujo, revolución e inspiración. Da la bienvenida a la gente a un viejo mundo.
Si nos creemos sus palabras y explicaciones, parece que sobre todo quieren hacer una reivindicación extrema de la música como un arte más, en un momento en que consideran rota tal clase de valoración debido a la extrema transmisión digital y gratuita. Abrir un debate sobre ese tema, dicen. De acuerdo, abrámoslo, aunque quizá se cierre sobre ellos hasta aplastarlos, como las paredes de la cámara del templo intentaban hacer con aquel Indiana Jones buscador de antiguas joyas sagradas.
Efectivamente, lo mejor que puede provocar este hipertrofiado gesto es que nos cuestionemos la posibilidad de una devaluación de la experiencia musical que podría estar provocando el trasiego hiperdigital y ciberespacial. En este sentido, llama la atención el sistema de exhibición pública que han ingeniado. Me refiero a ese mecanismo por el cual el fan (tras haber hecho horas de cola y pagado una entrada por un precio que se sitúa entre lo que cuesta un disco y un concierto) sólo podrá oír el disco una vez, aislado por sus auriculares, más concentrado que un faquir e intentando retener cada instante a la vez que el conjunto general.
Por una parte, lo que se pone en valor con ello trasciende la música enlatada, ondas que salen de un altavoz cada vez que se aprieta un botón. Es un disco, un conjunto de composiciones, seleccionadas, ordenadas según una secuencia, pensadas para estar juntas y guardadas en un estuche que le aporta algunas gotas de sentido a lo que contiene, etc. A propósito de esto, lo que ponen en cuestión coincide con lo de numerosos modernos reaccionarios, como esos sellos unipersonales que hacen tiradas de cassetes limitadísimas y personalizadas cual obras de arte muy baratas de grupos semi-desconocidos o esos músicos que hacen lo propio con sus canciones. Todos ellos buscan poner la atención sobre la creación, la intención estética que existe tras la música, que no es un mero rumor más a sumar al caos sonoro omnipresente.
Por otro, reivindicando la experiencia única de una sola escucha, The WTC proponen algo tan complicado como volver a invertir la polaridad de la experiencia en vivo y grabada. En sus inicios, la grabación fue un intento de registro de la interpretación en directo. Luego, el desarrollo de las técnicas hizo que se intercambiaran las experiencias de directo y grabación, convirtiendo al disco en la verdadera versión de la música que luego se procuraba imitar en directo. Con su propuesta, The RZA y compañía querrían alumbrar una experiencia única propia de vivir la música en vivo pero a partir de las condiciones de escucha de un disco.
Si este nuevo modelo se hubiera quedado ahí, sin copia única de lujo y subasta, sin esa nueva rama de la música privada, si, tras la gira, Wu-Tang Clan se propusieran guardarse Shaolin para ellos, abandonarlo en cualquier rincón de cualquier bazar de Marruecos o destruirlo ritualmente (en un gesto que sí habría resultado revolucionario), estaríamos hablando de otra cosa y otro debate, naturalmente. Pero al subastar al mejor postor esa obra única y reivindicar el antiguo mecenazgo artístico por parte de los más poderosos, se alían automáticamente con las mismas formas del poder que se supone desean cuestionar. Naturalmente, al menos de momento no se descarta ninguna opción en cuanto al mejor postor que se haga para siempre con el objeto precioso y el master de las canciones: especulador o caprichoso multimillonario, empresa o marca o, por qué no, alguna de las tres compañías discográficas capaz de invertir tanto dinero. En el aire aún flota el aroma a perfume exclusivo y carísimo champán rosado de la experiencia de Jay Z, quien, no olvidemos, vendió su último LP Magna Carta Holy Grail por 5 millones de dólares a la compañía Samsung (que lo regaló, usándolo así para reforzar imagen de marca). Sobre todo, ¿qué pasará si al final quien adquiera la obra la multiplica en millones de copias para venderlas o regalarlas? ¿Cómo sería lidiar con semejante contradicción, con semejante derrumbe de todo su discurso?
[caption id="attachment_504" width="560"] Integrantes del grupo de hip hop Wu-Tang Clan[/caption]El gesto de la banda neoyorquina resulta interesante como reacción al creciente proceso de inmaterialización de la música y tiene algo de símbolo, de ruptura de cadenas, que en este caso serían la exigencia de inmediatez y gratuidad que se asocia como condición intrínseca a la música actual. Indudablemente están actuando ante las mismas cuestiones que enuncian los protagonistas de nuestras dos anteriores entradas. Pero su propuesta funciona precisamente al revés que aquéllos. Si, como veíamos en ellas, Vulfpeck, Paz y Richard D. James (Aphex Twin) y su público han abogado recientemente mediante su práctica por establecer un nuevo pacto a partir de lo común, un pacto horizontal que contenga cierto misterio, cierta aura, podríamos decir que Wu-Tang Clan se lanzan por la misma autopista marcha atrás y en plan kamikaze.
Bajo su planteamiento subyace una terrible confusión. Arte y objeto precioso (hermoso y/o simplemente valioso por su rareza y categoría como cosa), son dos categorías a menudo confundidas pero en realidad no sólo no son lo mismo sino que pueden llegar a ser opuestos. Sin meternos en este jardín, no podemos dejar de comentar que, de hecho, al menos desde Fuente de Duchamp una buena parte de las estrategias y búsquedas del arte visual y plástico del último siglo se ha dedicado a procurar la desaparición o minusvaloración del objeto en la ecuación artística, en virtud de la construcción de un sentido que reside en el intercambio mental, simbólico y recíproco entre artista y público y entre la vida corriente y la creación. El arte con el que The WTC intentan en vano identificar su Once Upon a Time in Shaolin en realidad es más bien industria y artesanía de lujo. Como la marroquinería, la joyería, los coches de tirada limitada, la peletería, la tesorería de partidos políticos o la dirección deportiva de clubes punteros.
Lo que Wu-Tang Clan pretende tomar del arte es precisamente aquello que lo convierte en asunto constante de debate y lo que para algunos está en el centro de su descomposición: su exclusividad, la supuesta capacidad para coagular valores eternos, su simulacro de esencia, su concentración de la genialidad de algunos humanos tocados por los dioses. Es decir, su aura, esa “trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía ” que a Walter Benjamin tanto le gustaba que se perdiera gracias a los medios de reproducción técnica. Es cierto que cabe replantearse a Benjamin en el actual contexto. Una de las razones que alegaba el autor alemán para felicitarse por la derrota de lo único y lo genial, lo eterno y misterioso (el aura) gracias a la reproductibilidad, era lo fácil que le resultaba al fascismo manipular tales valores. Sin embargo, la privación de libertad que una vez significó tal ideología podría encontrar equivalente ahora en su supuesto adversario, en ese libre mercado llevado a su última expresión: pagar por la estructura y no por el contenido. Quizá deberíamos plantearnos si estamos todavía en esa era de la reproductibilidad técnica que describió y analizó con tanto acierto Benjamin. O si acaso no nos encontramos ya en otro momento histórico, donde la reproductibilidad ha dado paso a la ubicuidad y la técnica se ha transformado en esencia. Lo que músicos como Vulfpeck, Paz y tantos otros quizá estén buscando invocar quizá sea ese aura, pero no en cuanto a propiedad de sus discos como objeto sino en la misma forma de relacionarse, comunicarse con el público mediante su música. No parece un mal camino.
Sea como sea, la solución que Wu-Tang Clan ofrece a este complejo momento para la música pop actual, su paso con Shaolin, plantea un futuro para la música que en realidad está hecho con pedazos de un pasado de gloria imaginaria, intentando asimilar un aura que jamás tuvo la música popular. Al final, tras este sonoro golpe sobre mesa, tras su llamada de atención sobre el momento crucial que la música pop está viviendo en cuanto a su difusión, llega la misma respuesta exhausta que proponen otros: los indagadores de la música del pasado que publican cofres del tesoro al alcance de unos pocos en lugar de difundir sus hallazgos, o aquellos que están convirtiendo la antaño económica y popular edición en vinilo en una nueva vía para el coleccionismo inversionista. El gesto de la banda de Staten Island es el compendio de tales casos de elitismo y el máximo ejemplo extremo de tal clase de ceguera.
Tal ritual romántico quizá abra a la música pop, como desean ellos y otros raperos norteamericanos, a una nueva vía como industria de lujo, pero jamás devolverá a lo popular el valor que supuestamente ha perdido con su superreproductibilidad 2.0. Un tesoro es aquello que tiene valor, pero éste no reside necesariamente donde lo viene situando el poder de las élites, ni el negocio especulador con el arte desde que surgiera hace siglos a la vez que la primera burguesía capitalista y los marchantes. Es posible que The WTC convierta su música en artesanía preciosa, en joya privada, pero con ello el grupo se desmarca del todo de aquello a lo que el término popular da dignidad. De hecho, al subrayar la unicidad de su obra y separarse de nosotros, “las masas”, tratándonos como un faraón egipcio a los israelitas, al intentar así apartarla de lo reproducible, intercambiable, barato, para a cambio devolverle el esplendor a una música popular devenida objeto precioso, lo único que logran es resaltar su carácter antipopular. En suma: en su intento por dignificar su arte, los de Staten Island se alejan precisamente de aquello que convierte en arte a la música popular: ser popular.
Lo verdaderamente hermoso de esta historia es que no acaba aquí. A los pocos días de que Forbes diera la noticia, un par de fans de Wu Tang Clan, Russell Meyers y Calvin Okoth-Obbo de Queens, contestaron a la estrategia de sus ídolos en busca de un gran mecenas multimillonario, lanzando una campaña para recaudar los 5 millones de dólares mediante micro-mecenazgo. De manera similar a como vimos en el pasado post que lo han hecho los seguidores de Aphex Twin, pretenden así comprar la copia única para luego distribuirla gratuitamente, liberarla para disfrute de “las masas”. Parece seguro que no lo conseguirán: cuando quedan 20 días para que acabe el plazo, algo más de 700 mecenas han aportado unos 16.000 dólares. Pero su gesto nos parece mucho más revolucionario para la música popular y los fans del hip hop que todo lo otro que dicen intentar Wu-Tang Clan. En el improbable caso de conseguirlo, Meyers y Okoth-Obbo no saben muy bien qué harán con el dichoso objeto precioso. Seguramente echarlo a suertes entre los donantes, dicen. Yo votaré porque sea arrojado al océano, para confusión de alguna civilización del futuro que tendrá que hacerle un buen puñado de análisis para saber de qué tiempo pretérito procede.