Las noticias sobre descubrimientos científicos en torno a la cuestión de cómo afecta la experiencia de escuchar música a nuestro sistema nervioso y cerebro y a nuestra psique parecen cada vez más habituales en los últimos tiempos. Nos traen respuestas pero también nuevas preguntas.
Ayer mismo diversos medios se hacían eco de la noticia de un estudio publicado en la revista Scientific Reports. En él neurólogos estadounidenses, tras haber mapeado la actividad cerebral de una veintena de personas, afirman haber detectado patrones de actividad cerebral diferentes y una actividad específica cuando éstos escuchaban su música preferida. Al parecer la mera escucha de cualquier música que a uno le guste pone en marcha la llamada “red neuronal por defecto” (Default Mode Network o DMN, en inglés), circuito del que aún no se conoce demasiado pero que se sabe que desempeña un papel importante en los pensamientos autorreferenciales y que se centran en lo introspectivo, en fijar quiénes somos y cómo encajamos en el resto de la realidad. Pero los escáner con imágenes de resonancia magnética revelaron que al escuchar la música que uno considera su favorita sucede algo más: genera cierta actividad en la región cerebral del hipocampo, que tanto tiene que ver con los mecanismos de la memoria y las emociones vinculadas a las relaciones sociales.
También siguen circulando sin cesar las impresiones que deja desde su publicación el ya clásico de estos temas This is your brain on music: the science of a human obsession, del psicólogo cognitivo y músico Daniel Levitin. Este descubridor de aspectos fundamentales sobre memoria musical y el papel del cerebelo en la mediación de la emoción musical (su artículo sobre la memoria para la música, publicado en 1994 fue catalogado por el Proyecto del Milenio como uno de los cien mejores trabajos en ciencia cognitiva de todos los tiempos) explica lo que ya va siendo sabido: que la escucha de música funciona como la ingesta de cualquier droga euforizante. Como recogía en un artículo Lucía Lijtmaer ayer sin ir más lejos, los estudios demuestran que cuanto más nos gusta una música, más estimula ésta el sistema de recompensa del cerebro que libera serotonina, dopamina, oxitocina y demás neuroquímicos que producen la sensación de bienestar o placer.
Otros estudiosos han probado que la dopamina puede ser liberada en respuesta a un estímulo estético. Y en el caso de la música parece que tiene que ver con la anticipación de un momento, saber qué es lo que va a sonar en el siguiente instante musical. Nos sentimos bien en parte porque conocemos la música, porque es parte de la memoria interiorizada y obtenemos lo que esperamos. La música nos confirma que no hemos soñado lo que somos.
Levitin ha subrayado algo más significativo: que la música de nuestra adolescencia y juventud (entre los 12 y los 22 años, momento en que se considera que se está consolidando la personalidad), se entrelaza de forma substancial con nuestro comportamiento social. La música nos procura identidad en el momento adecuado y esos surcos en que se fundamenta quiénes somos se graban a fuego en lo más profundo de nosotros.
En este sentido, encontramos su complemento en la vejez. Se ha ido corriendo la voz desde hace meses sobre la película Alive Inside, ganadora del premio del público al mejor documental en el pasado festival de Sundance. Este documental muestra a ancianos con demencia y Alzheimer que literalmente regresan entre los vivos tras escuchar su música favorita.
Según parece sólo la música logra activar zonas de la mente que parecían haberse perdido en inmensidades de vacío cósmico. La música, y quizás habría que decir que de manera especial las canciones o incluso las melodías, funcionan cómo cápsulas del tiempo para esos yoes que van formando lo que somos. Poderosos reconstituyentes de la identidad.
Así, pues, además de abrir esperanzadoras vías para la curación o mejoría de enfermedades neuro-degenerativas, la ciencia empieza a esclarecer algunos misterios en torno a la relación de los humanos con la música. Bueno, más bien confirman algunas sospechas de cualquier fan y de algunos estudiosos del Pop. Por ejemplo, lo que sociólogos del fenómeno musical ya habían codificado en cierta manera a partir del estudio de las relaciones pasionales con la música. En su célebre ensayo Hacia una estética de la música popular, Simon Frith escribía:
La tercera función de la música popular es dar forma a la memoria colectiva, (…) intensificar nuestra experiencia del presente (...) las canciones y las melodías son a menudo la clave para recordar cosas que sucedieron en el pasado (…) aquellos que se sienten involucrados de una manera mas intensa en la música popular son los adolescentes y los adultos jóvenes. La música conecta con un tipo concreto de turbulencia emocional, asociada a cuestiones de identidad individual y de posicionamiento social, (…) las canciones más significativas para todas las generaciones (no tan sólo para la generación del rock) son aquellas que escuchábamos cuando éramos adolescentes.
Estos nuevos descubrimientos científicos entre otras cosas explicarían ese “sesgo nostálgico” que Frith detecta en la música popular del pasado siglo : "Los Beatles por ejemplo, hicieron música nostálgica desde sus comienzos, que es lo que en realidad los convirtió en un grupo célebre. Incluso al escuchar un tema de los Beatles por primera vez había una sensación de los recuerdos por venir”. Pero también nos plantea nuevas preguntas como las que se hacía Sasha Geffen en su artículo Building Monuments to Memory: What Songs Will We Remember?:
La forma en que las personas nacidas en los años 20 y 30 consumieron la música en su juventud les preparó para aferrarse a esa música durante toda la vida. La música que amaron cuando eran jóvenes se escribió a suficiente profundidad en su psique para terminar quedando como lo último de lo que se acuerdan. (…) me pregunto sobre la cantidad de música disponible y su efecto en la memoria. Hay tantas cosas todo el tiempo. Hay más horas en Spotify de las que se llega a tener en la vida. (…) Puedes ir a cualquier momento en el tiempo, descubrir lo que quieras (…) Ya apenas hay algo como "la música de tu juventud" (…) ¿Qué provoca esa abstracción en la memoria? En 60 años, ¿recordaré las canciones que escuché sentada frente a un ordenador? (…) Al saturarte con la música de formas que no habrías podido en 1942, ¿cómo se adhiere esa música a uno? ¿Se ha tejido en mi interior más de lo que me doy cuenta o es sólo más ruido de fondo, demasiado omnipresente para estar atado a ningún recuerdo?
Son preguntas sin respuesta que formulan el estado de combustión espontánea al que está llegando el hecho musical actualmente, con independencia de estilo u otras distinciones sobre tipos de formas y usos musicales. Pero resultan una primera sacudida ya que Sasha Geffen no incluye asuntos tan significativos como que la música se ha convertido en parte de una expresión más grande donde lo visual y lo automático-inmediato juegan un papel al menos tan importante como lo sonoro. Una expresión que es un sistema de consumo, o un sistema ideológico donde la consumación está en la cúspide de la pirámide, si prefieren. Ni tampoco tiene en consideración que la creciente velocidad de ese sistema, que es el sistema de los objetos, el mismo sistema en el que tratamos de encajar nuestras vidas (al mismo tiempo que intentamos escapar de él), se ve cada vez más reflejado en la nueva música.
Por no hablar de toda esa música nueva tan abstracta, tan personal, tan cifrada, tan complicada de seguir. Algunos de los más interesantes músicos actuales parecen estar reflejando en realidad la tremenda complejidad de esta época, las contradicciones y la maraña de interferencias. Como veíamos en la explosión/implosión de A U R O R A de Ben Frost, como veíamos en esa tercera vía fantástica de Untold, entre otros, esa música suena como el ruido y el caos en el dominio político, de la actividad y la memoria colectiva actual: una detonación, algo que no tiene vuelta atrás y por tanto que no parece capaz de dejar una huella en la memoria.
Si comparamos estas músicas con la que reconstruye trocitos de su yo en los pacientes de enfermedades neurológicas de Alive Inside, ésta no parece capaz de anclarse, ni de servir para atajar la amnesia. Y si nos vamos a la explicación de la ciencia cognitiva ya anticipada por la sociología de la música de Frith, también encontramos problemas para situarla. Si el pop ha tenido como una de sus funciones más importantes construir cápsulas de instantes vividos en la plenitud juvenil, entonces ¿es que esta nueva música de la explosión no es popular o es que no es juvenil? Esta música sofisticada es también brutal, afilada, peligrosa y retadora y ni mucho menos podemos considerarla música adulta. Probablemente es más sencillo situarla en un punto de la nebulosa infantil que no nos abandona, ese anhelo cósmico, de regreso a las inmensidades de las que huye el recuerdo de la experiencia concreta de lo vivido. El mismo lugar que visita cualquier música psicodélica.
En todo caso, conviene tener en cuenta este efecto en la memoria. La ilusión que han procurado las canciones populares y las melodías en general, es un ilusión de presente volviéndose pasado. Esta nueva música es la de un presente descerrajándose en un vacío de futuro y de pasado.
Entonces la pregunta que viene a la cabeza es ¿cómo atajar un resplandor? Y el resplandor de la frase es la música y es el mundo que esa música trata de ser. Y surge un eco que se acumula, crece un cortocircuito y resuena una cacofonía que es también un rapto.