[caption id="attachment_50" width="150"] Retrato de Luís de Góngora y Argote realizado por Diego Velázquez da Silva en 1622[/caption]

Impresiona pensar que son solo meses los que separan la muerte de Tomás Luis de Victoria, en agosto de 1611, del nacimiento de las dos obras maestras de Luis de Góngora: la Fábula de Polifemo y Galatea (1612) y las Soledades (1613). Es verdad que Victoria llevaba tiempo ya sin componer, retirado en la capellanía de las Descalzas Reales, pero aun así, es difícil imaginar a estos dos luises, sereno el uno, explosivo el otro, compartiendo el mismo universo. Ya sé que los periodos históricos no se suceden limpiamente, sino que se mezclan y conviven, pero me sigo sorprendiendo cada vez que veo una de estas cohabitaciones. Porque lo suyo es que hubiera, no unos meses, sino cien años entre la polifonía suave de Victoria y la vidriera psicodélica de Góngora. Las fechas me cuadran mejor con Góngora y Garcilaso. Ejemplo: cuenta Góngora al principio de Las soledades que la musa le dictó ese poema,

«en soledad confusa»

y un siglo antes —un mundo antes, el mundo que separa a Carlos V del Duque de Lerma—, Garcilaso había imaginado una espesura de verdes sauces, cerca del Tajo,

«en soledad amena»

Ahí queda, resumido en dos adjetivos, el viaje del renacimiento al barroco, del clásico “locus amoenus” que disfrutaba el poeta del XVI al follón incomprensible que el del XVII reconoce en su propia mente.

Vale la pena recordar los cuatro primeros versos de Las soledades, ahora que están de centenario.

Pasos de peregrino son errante

cuantos me dictó versos dulce musa

en soledad confusa,

perdidos unos, otros inspirados.

La escena es vieja y bastante manida: la musa soplándole versos al poeta. Pero atención a cómo la imagina Góngora, dónde pone la cámara. Los versos, dice, no son frases que uno escribe, sino pasos que uno camina, que uno peregrina y vagabundea. Quedan fundidos aquí, con muchos años de antelación sobre los poetas románticos, arte y vida, artista y persona. Góngora realiza esta fusión en un solo verso, y aun en una sola palabra, «Pasos», puesta al principio de todo, con acento en la primera sílaba y después abismo de cuatro átonas (pá-sos-de-pe-re-), pasos son mis versos y ya está dicho todo. Pero lo grande es la otra fusión, la que ocurre en la segunda mitad del verso: peregrino y errante, que son dos viajeros de naturaleza opuesta. El peregrino no solo sabe muy bien adonde va, sino que se dirige como una flecha a su santuario, mientras que el viajero errante... eso, yerra, vaga sin destino. ¿Cómo puede errar un peregrino? Quizá se haya perdido o haya cambiado de idea o, como Lutero a la vuelta de Roma, le haya visto las vergüenzas al santuario. Góngora comienza sus Soledades como Dante la Divina comedia,

Nel mezzo del cammin di nostra vita

mi ritrovai per una selva oscura

ché la diritta via era smarrita.

pero con la diferencia de que el caminante de don Luis avanza verso a verso, no solo paso a paso, —(hace camino al “cantar”, no solo al andar, con perdón de la ocurrencia)— y por tanto su desorientación es tan estética como ética. La gran diferencia es que Dante da por hecho que existe una “diritta via”, de la que uno puede apartarse. En Góngora no hay nada de eso. No se sabe adonde peregrinaba el peregrino, ni importa ya. Lo importante es la desorientación misma, que en Góngora es moderna: está más allá de la moral y de la religión. Lo que importa es que andamos errantes, sin sentido, pero somos peregrinos, o sea, tenemos necesidad de sentido. He aquí la contradicción esencial del ser humano, la doble condición que nos hace seres imposibles, cazada y taxidermizada en un solo verso por el gran don Luis. Es bonito que peregrino y errante suenen separados por el hachazo de un “son”, tremendo hipérbaton: es la forma que tiene Luis de Góngora y Argote de firmar el verso. Otro día seguimos, porque no hemos pasado del primer verso y me gustaría llegar por lo menos al cuarto. Y mirarles a los cuatro el ritmo con mirada de músico, que en Góngora suele dar mucho jugo.