El armario de la ópera
[caption id="attachment_279" width="240"] Foto: Javier del Real[/caption]
Valle Inclán, cuyas Divinas palabras inauguraron hace 17 años el nuevo Teatro Real, se estará mesando las barbas con perplejidad estos días de febrero en que alternan sobre el escenario las dos únicas cosas que a su Bradomín, tras haber probado todo lo que da este mundo, le seguían pareciendo arcanas: el amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner. La frase está citadísima, pero aquí viene obligada. Para el marqués que no entendía la sopa, taza y media: Brokeback Mountain y Tristán e Isolda.
Al promover la composición y estreno de Brokeback Mountain, Gerard Mortier ha sacado del armario a la ópera. Quiero decir al género operístico en su entera complejidad. A su gente y a su repertorio. Ya se puede decir que el amor entre dos hombres es el asunto único de una ópera de dos horas, una ópera mainstream, estrenada con todos los honores, en plena temporada, en un teatro de primera fila. Esa puerta ha quedado abierta para siempre. Ese el mérito de este estreno del Teatro Real. Se pueden citar precedentes, naturalmente. Recuerdo ahora dos de Britten, Peter Grimes, sobre una tragedia local de Aldebourgh, y Billy Budd, sobre el handsome sailor, el marinero bonito, de Melville, pero en ambos el asunto aparece soterrado. La habrá, pero no conozco ninguna ópera en la que el tema principal sea la homosexualidad y esté tratado abiertamente, como si tal cosa. Incluso en el cine, donde hay muchos más precedentes, Brokeback Mountain sorprendió a todos por la tranquilidad de su tono. La película de Ang Lee sacó del armario, no al cine como arte, pero sí a su tronco principal, a Hollywood, al tío Oscar y a la Sala Kodak, o Dolby, como se llama ahora.
[caption id="attachment_280" width="540"] Foto: Javier del Real[/caption]
Pero en materia de salida colectiva de roperos, la palma se la llevó José Luis Rodríguez Zapatero, y quién me iba a decir a mí que terminaría dando jabón a ese presidente. Se adelantó a los acontecimientos —los provocó, de hecho— al ser el primer mandatario en sacar a un país entero del armario. Lo que hizo no fue solo dar protección a las minorías, a las excepciones, sino hacerlas regla. A todas y, por lo tanto, a ninguna. Desde entonces, ya no hay camino principal. Ya no hay camino, y a cada quién le toca ahora hacerse el suyo propio al andar, como en Machado, no solo en cuanto a comportamiento sexual, que en el fondo es lo de menos. Lo que ese cambio representa en cuanto a toma de responsabilidad de la propia vida, me parece gigantesco, sobre todo para los españoles, que, se diga lo que se diga, hemos sido históricamente propensos a la sumisión y reacios a la libertad personal. Por lo tanto, que Brokeback Mountain, con todo lo que conlleva, sea un encargo del Teatro Real de Madrid y no de otra ciudad sigue la lógica de nuestra evolución reciente y me parece la mar de bien.
Dicho lo cual, hay que aclarar que el espectáculo, en cuanto ópera, es muy poca cosa. A partir del relato de Annie Proulx sobre dos vaqueros enamorados, Ang Lee hizo buen cine, pero Charles Wuorinen no ha hecho, en mi opinión, buena ópera. Su partitura se sitúa en una modernidad indiferenciada, sin punch, y suena débil, incapaz no ya de abrir otra dimensión a las palabras y dar cuerpo sonoro a las emociones, que suele ser la aspiración de la música de las óperas, sino de acompañar con alguna eficacia la acción, que es el mínimo de los mínimos. En ópera, uno espera mucho de la música y, si no lo encuentra, todo lo demás ?interpretación, puesta en escena, voces? pierde rápidamente su sentido.