Para compensar el postazo del otro día, largo y pesado, hoy va la segunda parte, algo más ligera, espero. Toda esta térmica mental (que sube y sube en espiral, como los buitres en verano) de los contadores y los poetas venía a cuento de un par de conciertos a los que fui hace unos días. En el Auditorio Nacional, la Fundación BBVA reunió a la magnífica y abundante generación de los 90, la docena larga de compositores de talento, ahora cincuentones, alumnos en su día la mayor parte de Luis de Pablo o de Paco Guerrero, que empezaron a florecer en aquellos años con mucho éxito internacional. Son también los compositores de la normalización. O, en un concepto igualmente grisáceo, los de la homologación. Después de la labor pionera y esporádica de sus padres (los mentados, más Halffter, Bernaola, Guinjoan, Marco, etc.), a ellos les tocó ser numerosos, asentarse entre sus colegas europeos, alcanzar su mismo prestigio, y certificar la disolución de la diferencia.

El Plural Ensemble de Fabián Panisello, dirigido por el húngaro Zolt Nagy, tocó obras de José María Sánchez-Verdú, Jorge Fernández Guerra, Jesús Torres, César Camarero, Alberto Posadas y José Manuel López López. En esa generación hay más (Jacobo Durán Loriga, Jesús Rueda, Mauricio Sotelo, el propio Panisello, Pilar Jurado y alguno que se me estará olvidando), pero esta vez eran estos. Oyéndolos juntos en una misma tarde me sentí orgulloso. Música de esta calidad, tanto en factura como en interpretación, es la que se puede oír en los lugares de más nivel de Europa. Se acabó el exotismo y el atraso. Spain is not different any more. Por lo menos en esto. A lo mejor estas frases suenan viejas y obvias, pero, comprendedme: yo me crié en una España acomplejada —¡con motivo!—, en la que los músicos, salvo un puñado de héroes, tocaban esta música entre risas (o, peor aún, entre sonrisas), los compositores se desesperaban y todos mirábamos a París, Berlín y Milán como a alturas inalcanzables.

[caption id="attachment_334" width="500"] César Camarero y Jesús Torres.[/caption]

Pero lo que me tenía sorbido el seso en este concierto no era eso. Al son de estas magníficas composiciones, todas ellas, me bailaban en la cabeza dos parejas entrelazadas: el tiempo con el espacio y la narración con la poesía. Vi/oí clarísimo que la poesía solo puede aparecer cuando el tiempo desaparece, o se detiene, y es el espacio, eterno o inmutable, el que se enseñorea de la situación. Y que son poquísimas las ocasiones en que la música deja de ser narración para convertirse en poesía, deja de ser tiempo para hacerse espacio. Lo bonito es que la temporalidad esencial de la música (y, consecuentemente, su naturaleza narrativa) me la mostraron ese día, no los compositores más “tempistas” del grupo (López López, que de tanto mirarle la entraña al tiempo se ha convertido él mismo en puro acontecer; o Fernández Guerra, que es capaz de la máxima abstracción y de una horizontalidad de cuando los polifonistas; o Posadas, otro gran hilador de estructuras), sino los más aparentemente espaciales/poéticos: Torres, que tantas veces ha traído la poesía a su música y vuelve a hacerlo en esta obra, que se llama Poética, y en la que canta sin palabras a Novalis, Hölderlin, Rilke, Trakl y Celan; y Camarero, otro poetista certificado, autor de poemas él mismo, que presentaba una obra, Afterimage, de tema muy poético: el rastro de la mirada. Da igual, los dos son contadores, incluso cuando poetizan. El único poeta entre los compositores de esa tarde era Sánchez-Verdú, porque es el único cuya música empieza de verdad a sonar cuando se detiene, cuando para el flujo de las cosas, deja de narrar y nos dice, oye esto, mira lo otro; cuando deja el camino y se para a coger las flores, ya seguiremos andando otro día. La obra se llama Arquitectura del límite y tendrá sus arquitecturas y sus límites, pero da igual, esos cuidados quedan olvidados en seguida, entre las azucenas.

[caption id="attachment_335" width="528"] José María Sánchez-Verdú.[/caption]

Sigamos separando. De los tres vieneses, Schönberg y Berg, contadores; Webern, poeta. Ligeti, contador (incluso en sus playas sonoras, porque, con casi todo apagado, sigue contando); Lutoslawski, poeta. Bach, contador; Vivaldi, poeta, porque no puede evitar pararse en medio de la historia, levantar su roja cabeza, y mirar a los lados y atrás. De pronto, todo cesa. El bajo se instala en una pedal, los violines, o lo que haya por ahí de cantante, dejan de cantar y se limitan a lanzarse ecos los unos a los otros, sin cambiar de acorde, durante minutos. Es como si Vivaldi se saliera del río y se sentara un rato a la orilla, a escuchar el agua pasar. En esos momentos, el tiempo se detiene y surge el epacio, ocupándolo todo, como es su ser y su obligación. Luego Vivaldi se levanta y sigue. Lo vi/oí claro el otro día, en el estreno español del Tito Manlio de Roma, que el CNDM llevó al mismo Auditorio Nacional. Tres actos: el tercero de Vivaldi; los otros de Gaetano Boni y Giovanni Giorgi, estupendos compositores, virtuosos del ritmo exterior y del sucederse de las cosas. Vivaldi, virtuoso del ritmo interior y de las cosas en sí. Más o menos.

Y ya me he vuelto a pasar, en el tiempo y en el espacio. Me voy a pegar en la frente un post-it con la frase del Quijote: «Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala». A ver si lo vamos consiguiendo.