No vamos a entrar en el viejo debate de si las sinfonías significan algo y dicen cosas concretas o si se limitan a conmovernos en plan genérico, pero todo el mundo parece coincidir en que la “Novena sinfonía” de Mahler tiene tema: el de la vida/muerte. Y no es que Mahler “diga” nada en esta partitura sobre la vida ni sobre la muerte, sino que las representa, las pone en el escenario, las hace sonar. Eso pasó el otro día en un concierto excepcional que tuvo lugar en el Fórum Evolución de Burgos. Tocaba la Orquesta Freixenet del Encuentro de Música y Academia de Santander: músicos jóvenes seleccionados en 26 países. Dirigía un gran mahleriano, Jesús López Cobos, y convocaba la Fundación Silos en memoria de un empresario muy querido en Burgos, Jesús Echevarrieta, que murió hace poco.

[caption id="attachment_446" width="430"] Jesús López Cobos[/caption]

No voy a hacer crítica de cómo sonó aquello, porque yo participé en la organización y no estaría bien. Pero no me resisto a comentar algunas reacciones que me causó la sesión. El espectáculo de ver a chicos de veinte años representando postrimerías, haciendo sonar las reflexiones de un viejo maestro de la composición que se sabe al final de la vida, me resultó sobrecogedor y me hizo pensar en lo que había en el edificio de al lado. A pocos metros de la sala donde López Cobos oficiaba esta ceremonia vital/mortal está expuesto el asombroso bifaz de Atapuerca, esa hacha tallada con excepcional cuidado hace medio millón de años, que apareció virgen, sin marcas de haber sido estrenada, rodeada de los huesos de treinta individuos. Juan Luis Arsuaga, codirector de Atapuerca, fino paleoantropólogo y genial comunicador, la bautizó como “Excalibur”, la espada mágica del Rey Arturo. Él opina que la acumulación de muertos en la Sima de los Huesos no fue consecuencia de una masacre accidental o catastrófica, sino de un enterramiento premeditado y que el tal bifaz lo puso alguien ahí a idea, sea para su uso por el muerto en “la otra vida” o para honrarlo o, en general, para expresar algún concepto o sentimiento de tipo fúnebre. Suelen decir los biólogos que, desgraciadamente, el comportamiento no fosiliza, pero a veces, sí. Esta sería la prueba fósil de la primera conducta simbólica. O artística. “Excalibur” sería el instrumento del primer réquiem.

[caption id="attachment_452" width="199"] Excalibur: un hacha ¿enterrada? sin estrenar hace 500.000 años[/caption]

Pero volvamos al réquiem sinfónico de la sala de al lado. Fijaos en lo que dice Schönberg: «En la “Novena sinfonía”, Mahler hace afirmaciones objetivas de belleza y solo las podrán percibir quienes sepan renunciar al calor de lo animal y se sientan cómodos en el frío de lo espiritual». Mucha renuncia, me parece. Comprendo que la apreciación —¡o la composición!— de esta música requiera levantar la mirada, o la escucha, y despegarse un poco de este bajo mundo, pero no sé si hace falta el ascetismo total. No veo a Mahler como eremita de greña y taparrabos. “¡Almita!”, decía en el lecho de muerte, pero la doña Alma a la que se refería había sido y seguía siendo “una hembra de mucha obligación”, como decía mi suegro riojano. Tanto el mundo bajo al que muere Mahler en esta “Novena”, como el mundo alto desde el que la escribe, están vivificados por calorías animales. Todo lo estilizadas que se quiera, pero animales.