Poema divino
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A Cuenca, a la Semana de Música Religiosa, como todos los años. A ver qué ha pergeñado en esta ocasión Pilar Tomás, programadora de saber abundante, oído fino y magín despierto. Me esperan una “Pasión según san Mateo” prometedora, el siempre estimulante Cuarteto Quiroga, la música de Sánchez-Verdú, que reúne en una sola sentada a muchos músicos grandes —Marcel Pérès, Organum, Juan Carlos Asensio, Schola Antiqua, Tasto Solo—, la poesía de Ramón Andrés y alguna otra cosa que encontraré por allí.
Prólogo radiofónico. Oí en directo, a través de Radio Clásica, desde el Teatro Auditorio de Cuenca, el concierto de la Orquesta Sinfónica de Galicia, dirigida por su titular, Dima Slobodeniouk, y con Javier Perianes de solista. Que una música tenga o no carácter religioso —o espiritual— y se gane, en consecuencia, el derecho a sonar en Cuenca, es siempre una cuestión resbaladiza. Mi opinión es que basta con que sea buena. Ya será religiosa la obra anterior, o la siguiente. Yo haría en Cuenca una Semana de Música en su Mayoría Religiosa, como esos festivales “Mostly Mozart”, o “Mostly Schubert”, o lo que sea, que abundan desde hace un tiempo. A Pilar Tomás le gusta hilar más fino, no se conforma con “mostlys” y procura darle aire trascendente a todo el programa del festival. La obra principal del concierto de la OSG era el “Poema divino” de Alexander Scriabin. Como tantos otros artistas rusos del cambio de siglo XIX al XX, Scriabin se apasionó por sucesivos misticismos, esoterismos y teosofismos, que además usó de plantilla, o programa, para sus grandes composiciones. Scriabin se arrebata en una especie de fusión intergaláctica, mezcla de panteísmo y ateísmo. Se entrega no se sabe si al dios todo o al dios nada, pero no cabe duda de que se entrega. Lo que le salva —y también lo que, a veces, le condena— es la vehemencia. En el “Poema del éxtasis” y en las sonatas para piano, el logro musical corre parejo a la ambición mística. En el “Poema divino”, algo menos. El suflé teosófico no acaba de subir en el oído del espectador.
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La OSG tocó también “El festín de Baltasar”, de Sibelius, suite a partir de una música incidental muy sencilla. De todas las imágenes de la Historia Sagrada que me insuflaron de pequeñito, ninguna tan poderosa como ésta. Varias horas de orgía sacrílega en casa del rey de Babilonia y, de pronto, una mano terrorífica, quizá solo un dedo, escribe en la pared del salón, con letras de fuego, las palabras fatídicas, «Mane, Tecel, Fares» que, a decir del profeta, creo que Daniel, significan: «tus días se han contado y ya no quedan», «se te ha pesado y faltas» y «tu reino se partirá». Como corte de rollo, no está nada mal. El globo se les debió bajar hasta el suelo en cosa de segundos. Entre Baltasar y Scriabin, el pianista Javier Perianes, que está haciendo un carrerón internacional, tocó con gracia y elegancia el “Concierto en sol” de Ravel. No es esta una obra de misa, que digamos, pero, anteriormente en la Semana, el mismo Perianes había tocado la “Música callada” de Mompou —todo Mompou suena a eco de campanas—, la “Cathedral engloutie” de Debussy y la “Sonata en si bemol”, la última de Schubert. Nada último puede dejar de ser trascendente. Las religiones nacieron precisamente para ver de explicar las postrimerías. Las ultimidades.